Líbranos señor de encontrarnos, años después, con nuestros grandes amores”.
Cristina Peri Rossi
Amor

Marina Abramovic (Belgrado, Yugoslavia, 1946) me empezó a interesar por el famosísimo video de esa performance suya durante la retrospectiva de su obra en el MoMA de Nueva York, en 2010. Alrededor de cincuenta videos y fotografías de sus performances más importantes, ella se sentó durante horas al otro lado de una mesa con una silla vacía para que la ocupara cualquier extraño o extraña durante un minuto. Marina, con la cabeza agachada mientras las personas se sentaban, la levantaba y los miraba uno a uno a los ojos con esa cara suya tan particular, hierática, tanta nariz, tanto color cera, tanto enigma.
Algunos lloraron, otros rieron, otros se levantaron como vinieron.
Ese día, vestida de rojo como una gran gota de sangre que se derrama al suelo, las manos en el regazo y una trenza acurrucada en el hombro, una sucesión de desconocidos se sentó frente a la artista.
Se miraron. Se levantaron. Se miraron. Se levantaron.
Marina les sostuvo la mirada y no movió una ceja, pálida e imperturbable como una muñeca grande.
Entonces un hombre vestido de negro con zapatos deportivos se sentó frente a ella. Al levantar la cabeza, Marina Abramovic se encontró cara a cara con el fotógrafo y artista Uwe Laysiepen, más conocido como Ulay, con quien compartió vida y profesión.
Juntos hicieron cosas nunca vistas como Rest Energy (1980), performance en la que él sostiene un arco y una flecha apuntando al corazón de ella. En el proceso graban los latidos del corazón y el ruido que hace el arco al no dejar ir la flecha. Esos sonidos, mezclados, se reproducen en la sala.
Otro de sus trabajos memorables juntos es Imponderabilia (1977), en el que ambos, desnudos, se paran uno frente al otro en la estrecha puerta de la galería para que el público tenga que pasar entre ellos y rozar sus cuerpos.
Otro de sus experimentos fue Death Self, que consistió en aspirar el aire de la boca del otro, un beso larguísimo, hasta que después de diecisiete minutos cayeron desmayados por falta de oxígeno.
Fueron diez años de amor, creatividad, de todo mucho, muy intenso y muy desenfrenado. El amor entre dos artistas.
La ruptura fue igual que ellos: espectacular. En The Lovers: The Great Wall Walk, caminaron cada uno por un lado de la muralla china hasta encontrarse en el medio y despedirse con un abrazo absoluto, definitivo.
Pasaron veintitrés años hasta el día en el MoMA de Nueva York cuando Ulay se sentó frente a Marina.
La artista levantó la cabeza y ahí estaba: el compañero del arte, el compañero del amor.
La vida que se fue.
Y empezó a llorar, la estatua empezó a llorar.
La performance de la vida, la última juntos, la crearon Ulay y Marina frente a esa mesa. Sin trampas ni postureos, el público vio quizás por primera vez a la cambiante, visceral, limítrofe Marina Abramovic convertida en una persona.
Lo que sentía dentro lo vieron fuera.
Y fue inolvidable.
Marina y Ulay, un día dos nombres inseparables, se inclinaron hacia adelante con las manos extendidas para tocarse por unos segundos y ya está: Ulay se levantó y, mientras la artista se recomponía, se sentó una mujer en la silla.
Hay paréntesis que son como bombas. Ver al gran amor de tu vida mientras actúas frente a un público, por ejemplo.
O verlo en la calle o verlo, nada más, mientras las lágrimas caen por tu cara.
Terror
Marina Abramovic me empezó a interesar después de ver fotos de esa famosísima performance suya llamada Rhythm 0 en Nápoles en 1974.
Ella tenía veintiocho años y estaba harta de las críticas a las performances y otro tipo de intervenciones usando el cuerpo. Los llamaban enfermos, exhibicionistas, masoquistas, gente que nada más quería llamar la atención.
Desde luego no los consideraban artistas.
Más que una performance, Rhythm 0 se convirtió en un ícono del comportamiento humano. De pie en una sala frente a una mesa con setenta y cuatro objetos, Abramovic había escrito un cartel: “Pueden hacerme lo que quieran. Soy un objeto, me hago responsable de lo que pueda ocurrir en este espacio de tiempo. Seis horas. De 20 a 2”.
La finalidad de la artista era mostrar cómo actúa una persona ante otro ser humano completamente inmóvil, cómo esa persona se convierte en un juguete, una cosa, algo con lo que experimentar a su antojo.
“Pueden hacerme lo que quieran”, escribió ella.
Y lo hicieron.
Sobre la mesa puso objetos que dividió entre “objetos de placer” y “objetos de destrucción”. Entre los primeros había plumas, flores, uvas, vino, pan. Entre los segundos cuchillos, clavos, tijeras, barras de hierro, hojas de afeitar y hasta una pistola y una bala.
Durante las primeras horas no pasa nada. Ella está ahí, inmóvil frente al público. Los fotógrafos le toman fotos. Nada especial. Pasa el tiempo y la gente se empieza a animar a acercarse, a tocarla, a aprovechar su inmovilidad de títere.
Le levantan los brazos, le dan flores, la besan, la empujan suavemente.
En una entrevista en 2020, Abramovic cuenta que lo que quería explorar en Rhythm 0 es la energía que nos mueve, una energía que no tiene límites: “No se trata del cuerpo”, dijo, “sino de la mente que te empuja a extremos que nunca hubieras imaginado. Me dije ‘voy a hacer una pieza para ver qué tan lejos puede llegar el público si el artista no hace nada’. Quería saber qué podía llegar a hacer el público en esta situación”.
A partir de la tercera hora las cosas empiezan a ponerse peligrosas. Un grupo de gente empieza a usar los “objetos de destrucción”. La llevan a la mesa, la atan, clavan un cuchillo en la mesa justo entre sus piernas abiertas.
Y luego se pone peor, realmente peor.
Desgarran su ropa con las navajas de afeitar y luego con tijeras hasta dejarla completamente desnuda. En un momento dado, un tipo le hace un corte en el cuello y bebe su sangre.
En la cuarta hora alguien agarra la pistola cargada y se la pone a la artista en la mano a ver si ella misma tira del gatillo. El dueño de la galería, desesperado, tira el arma por la ventana.
Marina Abramovic sigue acostada, atada, sobre la mesa.
Empiezan a hacerle cortes, a clavar espinas en su carne. La tocan, la agreden y la vejan, la usan como muñeca sexual.
“Me sentí violada”, recordó la artista en una entrevista, “arrancaron mi ropa, me clavaron espinas de rosas en el vientre, me pusieron la pistola en la cabeza”.
“Lo que aprendí fue que, si dejas que el público decida, te pueden matar. Este trabajo reveló lo más horrible que hay en la gente. Demostró a qué velocidad puede alguien decidirse a herirte cuando está autorizado. Hasta qué punto es fácil deshumanizar a alguien que no se defiende. Esto muestra que la mayor parte de la gente ‘normal’ puede volverse muy violenta en público si se les da la posibilidad”, dijo la artista.
Lo que empezó como un ejercicio de confianza acabó siendo toda una lección —que aún se estudia en las facultades de Sociología y Psicología— sobre la tendencia a la violencia de la gente cuando se le brindan las condiciones adecuadas.
Cuando terminaron las seis horas, Abramovic volvió a moverse y la gente que había estado torturándola huyó despavorida, se precipitaron a la puerta de salida sin mirar atrás.
“No soportaron mirarme a la cara cuando yo ya me comportaba como un ser humano”, dijo en una entrevista.
Es decir, somos sádicos cuando podemos serlo.
Esa noche de 1974, al volver al hotel donde se hospedaba, Marina Abramovic se miró al espejo y no solo vio los cortes y heridas en su carne, sino que vio, aterrorizada, un mechón de pelo blanco en su melena negra.
Durante esas seis horas había encanecido de pavor.
Marina Abramovic, los límites no existen

Marina Abramovic (Belgrado, Serbia, 1946) ha dedicado cuatro décadas a explorar los límites del cuerpo en el arte, la relación con el público y las posibilidades de la mente. Es conocida como “la madrina del arte de la performance”. Sus trabajos más conocidos son Rhythm 10 (1973) en el que la artista ejecutaba el juego ruso de dar golpes de cuchillo entre los dedos de la mano, lo grababa en audio y luego reproducía los mismos movimientos para volver a cortar donde tenía heridas. Con esta performance quería representar el presente y el pasado, y examinar el estado de conciencia del artista.
En Rhythm 5, Abramovic intentó representar el dolor corporal extremo saltando al centro de una estrella en llamas. Se desmayó por el humo y tuvieron que sacarla inconsciente cuando el fuego se acercaba ya peligrosamente a su cuerpo inerte.
Durante los cuarenta años de su intensa carrera, Abramovic se ha convertido en una leyenda de la performance valiente, arriesgada, extrema. Artistas como Lady Gaga, admiradora profundísima, ha ayudado a crear el centro Marina Abramovic Institute en Nueva York. La artista ha recibido importantes galardones como el León de Oro en 1997, el New York Dance and Performance Award (2003), Premio del American Federation of Arts (2011); es miembro del Royal Academy of Arts y acaba de recibir el Premio Princesa de Asturias de las Artes por su “entrega al arte absoluto y su adhesión a la vanguardia”.