Marimar, la mejor amiga de este hombre

¿Las mascotas están de moda? Lo decimos porque tal como están las cosas parece que la vida está incompleta sin un animal a tu lado. Para explicarlo, un comediante profesional se permite un momento de ternura extrema.

Mi perra casi no ladra. Le gusta el silencio.

La gente suele preguntarme por qué se llama Marimar. “Por Game of Thrones”, les respondo. Me gusta ver la cara de sorpresa, esperando una explicación más profunda. Sin embargo, antes de despejar sus dudas, me gusta acariciarla un poco, como si le pidiera permiso para compartir sus intimidades.

Nos conocimos hace seis años, no era la primera vez que me juntaba con un perro. Varios canes me han acompañado a lo largo de la vida: Figo, un golden retriever que se comió varios de mis lentes; Oddie, un dóberman que se robaba toallas para calentarlas al sol; Kurt, un yorkshire con tendencias suicidas que murió en mis brazos por tragarse un hueso de chancho que le dio mi vecina. A todos los amé, a todos los lloré cuando se fueron. Siempre he creído que una de las jugarretas más crueles que nos hizo el destino fue decidir que los perros vivan tan poco.

Pero Marimar es la primera mascota que puedo llamar mía, solo mía; mi compañera, mi compinche, mi confesionario con pelos y nariz fría.

Marimar
Ilustración: Camilo Pazmiño

Encontrarla no fue difícil. Una amiga la daba en adopción. Me habían dicho que hay que dejar que el animal te escoja a ti, no al revés. Ella se acercó despacio, nerviosa, oliéndome y, apenas le acaricié el lomo, se acostó a mi lado. No la podía llevar ese mismo día, pero mi amiga prometió dejarla en casa de mis padres hasta el día siguiente. Cuando fui a recogerla mi madre me dijo:

—Tu perra se escondió debajo de la moto y no ha querido salir.

La encontré bajo una Vespa dañada. Marimar tiritaba del frío y estaba cubierta del lodo donde se había acostado, llena de miedo, luego de haber sido separada de su mamá y de su primer hogar. Apenas tenía cuatro meses. La recogí, la envolví con una toalla y la limpié hasta que dejó de temblar. No sé si ella se sintió segura, pero yo sentí algo nuevo: ya no estaba solo, éramos dos… creo que eso se siente tener una familia.

Marimar es perspicaz. No me tomó nada de esfuerzo enseñarle que no se debe cagar en la casa. Tampoco hizo muchas travesuras, a lo mucho alcanzó a mordisquear un par de cómics que descuidé. Antes del año, raspaba la puerta para salir y, si no regresaba a tiempo, ensuciaba mi cocina, pero todo con culpa.

Nos hemos ido conociendo con el tiempo. En su primer viaje a la playa aprendí que adora cavar huecos en la arena y ladrar a la espuma. La vi enamorar a todos los perros de la cuadra durante su cuarto celo (el último que la dejé tener), y elegir a Duque, otro perro mestizo, como su mejor amigo.

La he visto ladrar en sueños. La he visto aprender el sutil arte de mendigar comida: pone su hocico sobre el regazo de extraños y les regala una mirada con ojos de capulí que enternece al más duro. Ha corrido conmigo competencias atléticas y ha viajado en carro, bus, lancha y avión, acompañándome en giras. Mi madre me ha contado que, cuando la dejo con ella, busca mi ropa vieja y se acuesta ahí. Yo, por mi lado, siento que algo me falta cuando, en las noches, no se acurruca entre mis piernas, debajo de las sábanas.

Marimar no cuida la casa. Una vez confundió un maniquí con un ladrón y tuve que darle gotitas de valeriana. Marimar me cuida a mí. Durante estos tiempos mezquinos de encierro y soledad, mi perra aprendió a consolarme.

Una tarde de abril una canción que despertó mi nostalgia mientras lavaba los platos me golpeó el alma de improviso. Me senté y lloré en silencio. Con los guantes de goma, con la camisa mojada y con el agua del grifo corriendo, sentí que la tristeza se me posaba encima. Entonces escuché sus patitas viniendo desde el cuarto. Nunca sabré cómo se dio cuenta, qué clase de conexión mística se puede tener con un lobo doméstico, pero ella supo que la necesitaba. Puso sus dos patas delanteras en mis hombros y me limpió las lágrimas con su lengua. Cuando me calmé, se acostó a mis pies y seguí lavando platos. Entendí así que ella dominaba el arte de acompañarme en silencio.

Por eso, durante la cuarentena, cuando la encontraba mirando a la ventana, sin entender por qué ya no íbamos al parque, le decía una frase que se convirtió en mi mantra: “Marimar, tú y yo hasta el fin del mundo”.

Ante la pregunta de quién es más inteligente, los perros o los gatos, un biólogo me dijo que los perros tienen ventaja porque son animales más gremiales, forman manadas y aquello indica un mayor uso cerebral. Eso es lo que nos ha pasado, construimos una relación y hemos formado una manada de dos.

 Hace unos años, una anciana en andrajos atacó a mi perra con un palo. Marimar escapó asustada. Estaba a varias cuadras de la casa, separada de mí por vías grandes y muy transitadas en la mitad. La empecé a buscar y cuando estaba empezando a hacer una patrulla de búsqueda, ella volvió a casa sola. Publiqué esta historia en mis redes. El mismo amigo biólogo me dijo: “Eso quiere decir que siente que eres su manada. No te va a dejar”.

Mientras escribo estas líneas la tengo a mis pies, acostada como siempre. No sé qué pasa por su cabeza. No sé cómo se siente en este momento, parece tranquila. Solo sé que yo he aprendido mucho más de ella que ella de mí.

He aprendido que se debe querer con intensidad, pero que está bien aburrirse y necesitar estar un rato solo. Que correr sobre la hierba es lo mejor que hay. Que dormir apretados da calor. Que solo importa estar ahí cuando hay que estar.

Le puse Marimar porque, en un capítulo de Game of Thrones, la cámara hizo un zoom largo enfocando al lobo de uno de los protagonistas. “Ojalá no se ponga a hablar, como el perro de Marimar”, dije, y alguien me hizo caer en cuenta de que era un buen nombre.

Un buen nombre para una perra. Mi perra. Tiene seis años. Yo, cuarenta. Si los perros viven en promedio doce años y la esperanza de vida en el Ecuador es de casi ochenta, ambos estamos en la mitad de nuestras vidas, en el mejor de los casos. No sé cuánto tiempo más estaremos juntos. No importa. Gracias a ella disfruto el presente porque me gusta tenerla aquí, en silencio. Su silencio, que también es el mío, me acompaña y me protege.

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