La fotografía de María Teresa García (Sangolquí, 1945) es prolífica y explora varios géneros. Sus imágenes son huellas de varios viajes por el mundo, pero indagan también geografías internas que se evidencian en fotomontajes de corte surrealista, hasta llegar a lo íntimo. María Teresa pone el cuerpo en su obra, ella es su propio experimento. Sin embargo, no se aferra a un solo género ni técnica, sino que transita, juega, viaja. Su obra es diversa pero su mirada es una sola. Y quizá sea eso lo que le ha llevado a convertirse en una de las artistas más influyentes de los últimos tiempos.
“El patio de reunión”, 1985.
Serie El otro Sangolquí.

En el patio interno de una casa hay dos mujeres, cinco animales y un bebé. Es un patio sencillo, de bloque y piso de cemento; distinguimos una lavandería de piedra, un par de plantas y ropa colgada en alambres. Una mujer sostiene un atado de hierbas, quizás medicinales; otra mujer sostiene un balde, quizás para lavar la ropa. El bebé gatea o se arrastra por el suelo junto a tres gallinas y un gato. Al fondo vemos un perro que contempla la escena. Hay belleza en la cotidianidad. Hay belleza en el solo hecho de mirar esta escena tan doméstica, donde cada elemento remite a los cuidados.
Esta fotografía es parte de un proyecto enorme, El otro Sangolquí. María Teresa ha viajado, y viaja, mucho. Se mudó a Nueva Orleans a los dieciocho años, en 1963; vivió en Manila y Yakarta por nueve años. Después de radicarse en el Ecuador, a sus 75 años, hizo un tour al salar de Uyuni.
Conoce muchísimos lugares pero siempre vuelve a Sangolquí, donde nació, con la obsesión de retratarlo de manera distinta. En esta secuencia se encuentran imágenes que recuerdan al realismo mágico por sus sincretismos y elementos kitsch. Ha hecho un centenar de fotografías en este lugar, siempre con una mirada cercana, atravesada por sus lazos afectivos.
“The eye”, 2018.
Serie Paisajes construidos.

Un paisaje demencial.
Sobre una montaña puntiaguda se eleva el cielo, acuoso, espumante, cuyas nubes dejan de ser nubes y se convierten en agua. Ya no se sabe qué está arriba y qué abajo. Todo pertenece a un mismo planeta extraño. Extraño pero familiar.
Esta vez María Teresa sale del blanco y negro para explorar el color; sale de la realidad para indagar en el interior. Agotando las posibilidades del fotomontaje digital, construye un paisaje imposible hecho de cosas posibles: el cielo —que a la vez es el mar— está compuesto del agua de la laguna de La Mica. Y aunque parece un volcán de Venus, la montaña es el Antisana. Una composición poética que tiene algo de apocalíptica, algo amenazador en la imposibilidad de un cielo de agua, de un mundo sin gravedad.
La imagen expresa ese vértigo que se siente al ver cara a cara a un gigante que parece un planeta, pero es una montaña.
“Hombres”, Nueva York, 1996.
Serie Estados Unidos.
En sus viajes a Estados Unidos María Teresa retrata las calles, el metro, la gente; todo con su mirada extranjera y femenina. Hay una fotografía que me cautiva en particular, se llama “Hombres”. Un encuadre clásico con un estilo más de “fotografía de calle”, de alguna manera me recuerda a la secuencia de Robert Frank, “Los americanos”. En blanco y negro vemos a un hombre minúsculo ante una gigantesca valla publicitaria que muestra a otro hombre, musculoso y colosal, que solamente lleva puesto un ajustado bóxer que devela su “hombría”.
Es una imagen evidentemente fálica que lleva a pensar en la problemática contemporánea del ser humano aplastado por sus ideales de consumo, masculinidad tóxica y capitalismo. El hombre real ahogado por el hombre ideal. Me recuerda también a una película de Fellini, Las tentaciones del doctor Antonio, donde la imagen de una mujer escapa de una valla publicitaria para acosar a un hombre. Los ideales, fantasmas salidos no del Hades sino de la publicidad, cobran vida y amenazan a los seres humanos reales. La batalla entre el ser humano y la sociedad de consumo.
Esta fotografía huele a Nueva York, a un mundo contemporáneo y actual (a pesar de que fue tomada en el 96), a un lugar que a pesar de ser solo una ciudad suele ser llamado “el mundo”. También hay algo de subversivo en una mujer retratando a un hombre desnudo.
“La lente”, Quito, 2020,
Serie Pandemia.

María Teresa supo que sería fotógrafa cuando encontró, por azar, la imagen de una niña muerta. Llevada por la curiosidad que aún conserva, llegó hasta el armario de su madre y al remover sus cosas vio la foto de una niña que, a pesar de haber muerto, seguía existiendo a través de una imagen. La “ausencia-presencia” de la que hablaba Roland Barthes, la curiosidad, la contradicción, el misterio, todo se condensó en un instante que determinó su vocación.
La historia está presente en esta fotografía que pertenece a la serie llamada Pandemia 2020. María Teresa cubrió su rostro con una pañoleta (que recuerda a una mortaja) de su difunta madre.
La imagen remite a la angustia pandémica, también al misterio característico de la fotografía misma. El metalenguaje es evidente (la fotografía de una fotografía frente al espejo) y se complejiza cuando el ojo que mira, en este caso, no es mirado.
“Autorretrato”,
Gaithersburg, 1977.
Se trata de uno de sus primeros autorretratos. María Teresa se muestra en la cocina, rodeada del caótico universo doméstico que se muestra en el arte. No lleva maquillaje ni peinado, aparece puesta una bata.
En esa época era estudiante, esposa y madre de su primer hijo (y presentía que el segundo estaba en camino); también era extranjera e intentaba entender y adaptarse a una nueva cultura. Con esta fotografía, retrata la sensación de deshallazgo no solo en un país sino en su propia casa.
María Teresa no lleva maquillaje pero sí posa. Su brazo levantado, su mano cayendo dramáticamente sobre su frente, recuerda a una santa o a la heroína de una telenovela mexicana. Es clara la intención de parodiar la figura del ama de casa desesperada pero, al mismo tiempo, de rendirle homenaje. Era el año 77, y al menos en el Ecuador casi nadie hablaba de feminismo y las tendencias en el arte solían volcarse hacia aspectos más sociales.
María Teresa hacía lo que quería; era y es una precursora.
Años después escribiría: “El día en el que cumplí cincuenta años me desnudé ante un espejo y me contemplé por mucho tiempo”. De alguna manera esa frase resume toda su obra, porque, aunque fotografíe una ciudad o componga un paisaje surrealista, aunque fotografíe a sus nietas o a sus amigos de Sangolquí, su obra es siempre un ejercicio autoral: se contempla desnuda en un espejo.
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