Por Óscar Molina V.
Fotografías: Juan Reyes.
“Si se calla el cantor, calla la vida porque la vida, la vida misma es todo un canto”.
Canción de Horacio Guarany, interpretada por Mercedes Sosa.
Edición 422 – julio 2017.
Esta mañana, en una sala de ensayo, Violeta Parra vuelve una vez más a sus diecisiete. La canción suena pero la maestra, antes de llegar al coro, pausa la grabación y le dice a su alumna: “Escucha. ¿Qué es lo esencial? ¿Desde dónde crees que debes acercarte? ¿Desde la nostalgia, quizá? ¿Desde el remordimiento? ¿Qué te dice la letra? Escúchala. ¿A qué se refiere con este verso: ‘volver a ser, de repente, tan frágil como un segundo’? ¿Es subjetivo lo que intenta transmitir? Ella no se quería, no se aceptaba, y este es el canto a un recuerdo de algo que nunca va a volver. Escucha: ‘volver a sentir profundo, como un niño frente a Dios’. ¿Lo notas? Esto es poesía. La letra, cuando cantas, tiene que estar muy presente. Siente cada palabra, lee antes el texto completo. Fíjate, aquí hay alguien diciéndote cosas intensas. Escúchalas. Nosotros, los cantantes, tenemos ese poder: el poder de la palabra. Y tenemos que saber usarlo”.
La alumna, de pie junto al espejo de cuerpo entero de esta sala de ensayo compacta, mordisquea la manga de su chompa y mira de frente a la profesora. El silencio ha reventado en silencio y se ha propagado sobre el discreto piso alfombrado, alrededor de la radio vieja, los vasos desechables y las bolsitas de té; debajo de la silla plástica con cojín y encima del sintetizador en el que los dedos leves de María Tejada, la maestra, están también callados. La clase, después de que la alumna ha recibido su primera enseñanza de la sesión, continúa, a pesar de que ambas, por el frío quiteño de marzo, están resfriadas.
En una pared lateral, de esta habitación sencilla en la que María dicta clases particulares de canto desde inicios de año, se ve un altar hecho con devoción adolescente. Impresas, recortadas y pegadas por ella misma, están las fotos de unas cuantas leyendas que siguen siendo su brújula: Sarah Vaughan, Ella Fitzgerald, Ismael Rivera, Mercedes Sosa, Maria Bethânia, Frank Sinatra, Rubén Blades, Chabuca Granda, Ibrahim Ferrer. María les habla de ellos a sus alumnos. De ellos y del dúo Benítez Valencia, de Carlota Jaramillo, de Álex Alvear, de Margarita Laso y de otros tantos cantores y compositores de nuestra nostalgia. Sus enseñanzas musicales se basan en esos referentes pero, sobre todo, en lo que aprendió durante los diez años que vivió en Francia, entre Thionville y Metz.
Fue allá, lejos de su país, donde María reafirmó su canto popular como una forma de vivir. De mantenerse con vida.
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De niña, María se crio en un jardín secreto. Así le decía a la casa de sus abuelos paternos, Elvia Chávez y Leonardo Tejada, ambos pintores reconocidos. Allá iba todas las tardes, después de clases, a ser quien era: una niña silenciosa, solitaria y observadora que tarareaba las canciones melancólicas que oía en la radio y que andaba por ahí, entre los sillones y las mesas, bailando consigo misma. Su abuela Elvia, de hecho, fue la primera en darse cuenta de que su timidez no era otra cosa que sensibilidad. Cuando la niña tenía cuatro años, entonces, la inscribió en la Compañía Nacional de Danza y se encargó de los gastos. Siete años después, María se acercó feliz a sus padres para contarles que había encontrado su vocación: quería ser bailarina profesional. Ellos, al escucharla, reaccionaron como se reacciona frente a una infección desbocada.
“Me dijeron no, no, no. Tú tienes que dedicarte solo a estudiar. Me truncaron súper feo”, me cuenta mientras esperamos en la cocina de su departamento, en La Floresta, a que el agua hierva para tomar té.
Nada pudo ni quiso hacer Elvia, por respeto a los padres de María, para que cambiasen su decisión fulminante. Lo que ellos no pudieron evitar, sin embargo, fue que su hija continuara expuesta a la intensa radiación musical del jardín secreto. Allí, mientras sus abuelos pintaban, María se familiarizaba cada vez más con los pasillos, los tangos, los boleros y las zambas que cantaban. Su tía Susana, que también vivía ahí y cuidaba de Elvia y Leonardo, ponía en el tocadiscos los álbumes de bossa y música tradicional que había comprado cuando estudiaba en Brasil, y así calmaba sus saudades. En ese entorno de cantares al atardecer, María empezó a forjar su educación sentimental y a crear un vínculo orgánico y absoluto con la música.
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Hasta ese entonces nunca antes había mostrado su voz, pero una mañana la profesora de música del colegio femenino Spellman, donde estudiaba, pidió a las alumnas que cantaran cualquier cosa para identificar las mejores voces, las más aptas para el coro. De las 40 adolescentes en el aula, casi todas levantaron la mano enseguida para brillar primero. Encogida en su pupitre, María escuchaba cómo sus compañeras alardeaban a cappella su desafinación. Entonces, un poco harta y un poco valiente, alzó su brazo y pidió su turno. Y lo que sintió en las entrañas al cantar en voz alta, frente a otros, fue algo parecido al alivio, a la fe, a la revancha, al destino abriéndose camino, diciendo —esta vez— que sí.
Los padres, sin embargo, aceptaron las ilusiones de la niña con una condición: si María, de once años, quería inscribirse en clases de canto, tendría que obtener siempre las mejores calificaciones en el colegio.
“Y eso fue lo que hice para que me dejaran tranquila”.
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Para cuando entró a la Universidad San Francisco de Quito (USFQ) a estudiar Marketing —de nuevo: más por complacer a su familia que a sí misma—, llevaba ya al menos seis años de formación musical clásica. Había sido alumna, de los once a los catorce años, de la soprano chilena Blanca Hausser, y también de María Norero, su compatriota, con la que compartió dos años más. El tenor ecuatoriano Alberto Negrón también fue su maestro por un año. Y toda esta formación —transcendente, vital, impecable— fue gracias a la complicidad y el mecenazgo de la misma mujer que, desde siempre, supo ver en ella a una artista: su abuela Elvia.
“Mi abuela siempre me apoyó energética, económica y corporalmente. Fue mi madre. A ella le dediqué ‘Agüita de vieja’, una canción que compuse para mi segundo disco (Al cantar tus flores, 2008)”, me dice María con esa voz suya tan ecualizada, como de locutora. Estamos en la sala de su casa, territorio de dinosaurios, tractores, sillitas y libros para colorear: los juguetes de su hijo Isaac, de seis años.
En la universidad, a la par que cursaba las materias de una de las carreras de moda en los noventa, tomaba además “clasecitas” de solfeo, entrenamiento auditivo, piano clásico y armonía: lecciones de una recién naciente facultad de Música. En esas pocas horas de clase empezó también a conocer a otros músicos, a acolitarles cantando los coros de sus canciones, a sacar aún más la voz y a soñar, ahora sí, con un viaje a Brasil o a Cuba, países con los que sentía una conexión íntima por la música que escuchó mientras crecía, para formarse como cantante popular.
En 1998, cuando María Tejada se graduó de la USFQ con el honor magna cum laude por excelencia académica, se acercó donde sus padres, les entregó el diploma que tanto esperaban de ella y entonces, solo entonces, sintió que pisaba un verdadero punto de partida.
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María tenía veintiún años, era una flamante markertera y trabajaba en una encuestadora para ahorrar dinero e irse a estudiar fuera. De repente, cuando estaba por cumplir seis meses de un encierro voluntario y sin remordimientos en una oficina, el cantautor quiteño Carlos Arboleda la invitó a interpretar sus canciones en Luxemburgo, un país pequeñito de Europa Central. “Yo ya había tocado con ella en el Festival OTI del 96 —me dice Carlos por teléfono— y por eso la llamé. María siempre me pareció una mujer fuerte, perseverante y, por supuesto, una gran intérprete”. Carlos había ido a Luxemburgo a visitar a su madre y, de paso, quería hacer una minigira por sus ciudades principales. La idea era quedarse tres meses, pero estos se hicieron seis, se hicieron ocho, se hicieron doce y María, sin premeditación, se quedó diez años en Europa.
En uno de los conciertos que dio junto a Carlos, en un bar, María conoció a Fabrice, un profesor francés de literatura del que se enamoró. Y el amor, como buen saboteador de planes que es, la llevó a vivir con Fabrice en Thionville, al noreste de Francia. A su llegada, a finales de 1998, para adaptarse mejor y empezar a forjar una nueva vida junto a su esposo, María comenzó a buscar trabajo en el área de marketing porque creyó que con su título le sería más fácil conseguirlo. (Inserte aquí, por favor, una X roja y titilante de Error). Mientras esperaba llamadas laborales que nunca llegaron, se inscribió —para no aburrirse y para no dejar de educarse— en el Conservatorio de Metz, a media hora de Thionville, al que asistió durante cuatro años solo los fines de semana. Y aunque la especialidad de canto en el Conservatorio era jazz, fue allí donde María profundizó como en ninguna otra parte en sus raíces musicales y empezó, canción tras canción, a componer su camino de regreso al Ecuador y a la música nacional.

“En una clase, mi maestra, Viviane Moscatelli, me enseñó una lección que me marcó. Me preguntó: ¿de dónde vienes? ¿Qué se escucha en tu país? ¿Conoces tu raíz? Utilízala, porque tu raíz te dará fuerza y autenticidad”, me cuenta María tomando té y sol un lunes a mediodía. Cuando esta última revelación se hizo carne en ella, el resto fue solo cuestión de… trabajo. Trabajo, trabajo y más trabajo.
Todo lo que María carga consigo desde el inicio de su historia está resumido en cerca de veinte años de carrera y ocho discos: Fábula (2006), Al cantar tus flores (2008), Una vez (2009), De alma y voces (2010), Nocturnal (2011), Duetando (2012), Esencia (2014) y Canciones de bruma (2016). En cada uno de ellos, en compañía o en solitario, María ha combinado su bagaje lírico, jazzero y personal con las fibras finas del cancionero popular de su infancia y ha conseguido, de (trans)fusión en (trans)fusión, revestirlo con la originalidad propia del mestizaje.
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“No voy a decir, solamente por alimentar la historia, que la primera vez que la escuché me pareció increíble. Eran las dos de la mañana, estábamos en un jam y había muchas cervezas. La verdad es que ni siquiera me acuerdo de lo que cantó”.
Quien me cuenta esto sin reírse demasiado se llama Donald Régnier, es francés, es un guitarrista virtuoso, es el productor de los discos solistas de María y es, también, su pareja desde hace quince años. Cuando la conoció, en 1999, María se había divorciado de su primer esposo, se había mudado a Metz y había estado ganándose la vida como mejor podía: dando clases de baile de salsa, cantando música latinoamericana y jazz en bares, en bodas: acumulando horas sobre las tablas.
La música brasileña fue el primer idioma en el que lograron entenderse. Donald tenía un grupo que la tocaba porque estaba de moda y una noche, a último momento, la vocalista de su banda llamó para decir que no iría a la tocada. Donald entonces se acordó de la “chica latina” a la que había visto en el jam y le pidió que la reemplazara. La sintonía entre ambos fue tal que, dos meses después, María y Donald formaron el Dúo Iguazú, con el que desde hace dieciocho años han venido tocando su repertorio de músicas del mundo.

“Sobre música ecuatoriana, en cambio, no sabía mucho, salvo por los discos que María tenía en Francia. Y al escucharla me di cuenta de que hacía falta darle un sonido un poco más universal y no tan nacionalista”, dice Donald sin dudar. Para eso, para explorar in situ las posibilidades de revestir las canciones locales con arreglos más globales, María y Donald vinieron a vivir a Quito en 2008. Ella volvió, además, para procesar un doloroso duelo postergado: la muerte de sus abuelos y de su tía, sin quienes María Tejada no sería María Tejada. Los tres fallecieron el mismo año, en 2005, y María no pudo estar aquí, junto a ellos, ni cuando empezaron a enfermarse ni cuando los enterraron. En la distancia, ninguna otra ausencia suya le costó tanto como esta.
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A lo largo del año pasado, María se enfrentó a lo que ella define como “un túnel de angustia psicológica”. Empezó a sentir dolores en su vientre bajo que al principio eran soportables y que, poco después, sobrepasaron ese umbral benigno. Asustada, buscó un especialista, acudió a la cita y recibió una receta que, en apariencia, la curaría. El diagnóstico fue que tenía una infección común de vías urinarias que desaparecería con antibióticos. Pasaron más de siete meses en los que María tomó pastillas y siguió las recomendaciones que le dieron, pero nada aminoró las punzadas. Por eso, incluso, dejó de dar clases de canto en la San Francisco y en el Conservatorio Mozarte.
En noviembre sus colegas organizaron un concierto y le entregaron lo recaudado en taquilla. Con ese dinero, y como penúltima opción, María viajó a Metz para otro chequeo. El diagnóstico que recibió allá, sin embargo, fue aún más paralizante: “Usted tiene una enfermedad terminal y autoinmune”. Devastada, María tomó el vuelo de regreso, llegó a su casa, buscó un ginecólogo especializado en la guía telefónica e intentó una última llamada. O había cura o había silencio por el resto de la vida. El doctor, esta vez, le reanimó el pulso: el diagnóstico anterior no había sido correcto. Lo que ella tiene en realidad es un problema crónico y tratable de vejiga que, de a poco, ha ido mejorando.
“Llevo ya casi un mes sin molestias y estoy muy contenta. Nunca dejé de cantar, por suerte, porque la música siempre me ayuda a desconectarme del dolor”, me dirá María días después de su concierto en el Teatro Variedades.

Entre junio y julio del año pasado, en medio del espanto y la incertidumbre por ese diagnóstico negligente, María grabó y lanzó Canciones de bruma, un disco de tangos, fados (cantados en portugués) y pasillos ejecutados solo con voz y guitarras: clásica, melódica, acústica, buzuki griego y cavaquinho portugués. “El fado siempre me gustó. Siempre fue una cosa muy emocional. No fue para nada intelectual como llegó a mi vida. Fue más por esa identificación que tengo con el mar, que hace que me gusten mucho las canciones creadas cerca de los mares y los puertos”, explica María en el tráiler del álbum. El mar, para ella, es Manabí. Las vacaciones en la casa de sus abuelos maternos. La plenitud de mirar un horizonte sin un cerco montañoso.
En esta noche lluviosa, María y sus músicos vinieron a presentar las quince canciones del álbum en vivo. Donald Régnier y Horacio Valdivieso, los guitarristas, salen juntos al escenario. Ella entra enseguida, con un brilloso vestido negro soldado a su cuerpo delgado. Lleva el pelo rojizo recogido en un moño que, vaya coquetería, es el de una bailarina. Las luces, sobre el tablado, dan un último pestañeo lánguido. Ella avanza hacia el centro, escucha el rasgueo de las guitarras, cierra los ojos y acerca el micrófono hasta su garganta con arena. En los palcos, en las butacas y tras bastidores todo empieza a quedarse en silencio. Escuchar a María Tejada cantar es sentir que la vida puede ser armónica, que puede ser justa, que puede ser bella.