Por Daniela Merino Traversari.
Fotografía: archivo María José Argenzio.
Edición 450 – noviembre 2019.

Argenzio no es un apellido ecuatoriano. María José lleva sangre italiana en sus venas. Hace poco obtuvo su pasaporte que le permite entrar a cualquier país de Europa, entre otras múltiples ventajas y privilegios que tienen los europeos y que todos conocemos. Esto es algo de lo cual se puede sentir muy orgullosa. Algo de qué jactarse. Para su familia ha sido un gran triunfo reafirmar en papeles que su verdadero origen está en el viejo continente.
Desde que era niña, María José recuerda a su familia, más que nada del lado paterno, en una búsqueda constante de un linaje azul, de ese origen puro que claramente los separe de los otros. Ha sido una obsesión imposible de ser disuelta en el tiempo, a pesar de la fuerza con que la realidad se pinta a su alrededor. Alguna vez su tío confesó a la familia que el abuelo es el fruto bastardo de una aventura amorosa entre el bisabuelo capataz y una indígena de la hacienda, algo que el padre de María José no solo rechaza, sino que niega con profunda convicción. El problema no era tener un abuelo bastardo, lo más vergonzoso era la probabilidad de tener sangre indígena en la familia.
Sin embargo, la tez morena, el pelo rizado y los rasgos faciales fuertes de esta artista de espíritu rebelde y contestatario dan testimonio de una buena mezcla de herencia europea e india. Por el lado de su madre existe una bisabuela indígena que crio a sus descendientes bajo el paraguas del fanatismo católico, de manera sesgada y opresiva, sin dejar filtrar ningún tipo de cuestionamiento.
Por cualquier lado que se mire, la biografía de María José Argenzio refleja nuestra historia social: un mestizaje innegable que nos marca como seres individuales pero también como colectivo social, pero que es permanentemente rechazado en pos de una construcción ficticia de la identidad, consecuencia directa de nuestra herencia colonial.



sobre una base de concreto, 2019.
Su motivación viene de adentro
Desde muy pequeña estuvo en el colegio de monjas María Auxiliadora. Ahí observó la veneración ciega a un Dios omnipotente pero lejano y la propuesta permanente de una sociedad igualitaria que nunca pudo comprobar. Entonces, María José comenzó a cuestionar su origen y la filosofía de vida de sus dos ramas familiares. “¿Quién dice la verdad?”, empezó a preguntarse. Y peor aún: “¿Qué es la verdad?”. Estas preguntas ya instaladas en su mente la empujaron a cambiarse al colegio Nuevo Mundo, un establecimiento laico y mixto. Las fórmulas y verdades absolutas provenientes de ambas familias y de una educación muy conservadora ya no le daban ninguna respuesta satisfactoria. El cambio de colegio abrió un poco su rígido horizonte.
Así, en ella se fue forjando un espíritu crítico y cuestionador de una realidad paradójica que nos define a todos, pero que al mismo tiempo lucha por mantener las apariencias y acentuar las diferencias. Desde su infancia se fueron entretejiendo las fibras de un arte que cuestiona el linaje, la historia de clases, la injusticia social y la superficialidad de los emblemas poscoloniales. Allí encontró la verdadera raíz de su deseo y de su necesidad de crear, de hacer arte para justificar su existencia y aquellas dolorosas memorias familiares. Pero, sobre todo, como una gran alternativa a la construcción de su propia identidad, como mujer y como heredera directa de un linaje mestizo.
Su motivación artística es muy íntima, viene desde una multiplicidad de vivencias familiares que reflejan, como un gran espejo, las dicotomías e incoherencias de la alta sociedad ecuatoriana. Aunque siempre estuvo en contacto con el mundo artístico, proponiendo que se den clases de historia del arte en el conservatorio de sus tíos (solo para poder asistir como una alumna más), no fue directamente a la universidad para estudiar Arte. Primero probó la escuela de Diseño, y eventualmente viajó a Londres a estudiar Arte como carrera formal. Desde entonces, este se ha convertido en el verdadero motor que impulsa su vida.
“Mi vida es mi carrera,” dice María José, en todos los sentidos. Es su razón de ser y lo que la ha forjado como ser humano y como mujer, dándole gratas satisfacciones, pero también en su lucha permanente por no decaer y dejarse arrastrar por la falta de apoyo económico, tanto de instituciones públicas como privadas.
Su arte provoca y descoloca. También trastorna y causa cierta repulsión. Nos hace sentir desnudos en nuestra intención escondida (o no tan escondida) de ser más que el otro. La artista critica el pensamiento sobre el que fue estructurada su propia vida. Quizá esto hace que su obra gane en fuerza y contundencia. En carne propia ha vivido la distancia que abre la grieta entre dos razas, entre dos mundos.



Oro no es…
La obra de María José Argenzio pone en evidencia las estructuras de poder colonial aún vigentes en nuestra sociedad. Estas dan cuenta no solo de una grieta profunda entre distintas clases sociales, sino también de todo el desgarramiento interno que esto provoca: racismo, exclusión, explotación y violencia bajo el claro lema de la otredad.
Ese “yo no soy el otro” es el núcleo centrífugo sobre el que gira su obra. El tema central de su carrera artística que le ha llevado a explorar distintas posibilidades creativas tanto en lo material como en lo simbólico.
En trabajos como Notabile y nobicile (2017), Con nombre y apellidos (2017), Genealogías (2015) y Banderines (2015), Argenzio puso al descubierto todos estos elementos implícitos en nuestro sistema social desde hace varios siglos. Juega con la materialidad del escudo heráldico, con su simbología, mediante el mismo lenguaje elegante y minimalista pero con una gran puesta en escena para crear, como explica la curadora Sara Garzón, una producción en serie que simplifica y minimiza la jerarquía entre estas relaciones sociales, quitándole peso a su historia y a su iconografía. La artista se niega y se resiste a generar un retrato exclusivo de los apellidos de renombre, como dice Garzón, y la idea subyacente es invisibilizarlos.
Una manera de hacerlo ha sido mediante resignificar la heráldica familiar. En sus orígenes esta era utilizada en la Europa feudal por aristócratas que ostentaban títulos nobiliarios y ayudaban a distinguir entre familias nobles y plebeyas. Por ello, cada apellido tiene un escudo que lo representa. Es un símbolo que retrata un determinado linaje. Los domingos en la revista Semana del diario Expreso de Guayaquil sale el escudo de un apellido y su historia. Considerando la gran circulación de este medio de comunicación, esto ya dice mucho de una sociedad que sigue perpetuando símbolos y estructuras caducas para nuestro tiempo.
El apellido en la aristocracia ecuatoriana siempre ha sido el referente principal del origen de una persona, pero también da cuenta de una superioridad o una inferioridad social, económica y racial. Hasta el día de hoy nuestros apellidos importan más que los nombres (quizá entre las nuevas generaciones esto ya esté cambiando), y actúa como una fotografía de nuestra sangre y nuestra estirpe. Nos definen. Nos marcan de por vida, como un tatuaje en la piel. Son nuestro destino y el símbolo de identidad por excelencia que nos distingue de los demás, nos hacen especiales y únicos.
En la obra Banderines (2015), por ejemplo, Argenzio cambia la iconografía medieval de la heráldica por figuras de un origen de tradición indígena, más local y más real, si se puede decir de este modo, mostrándonos la otra cara del mismo país: el rostro de un indio, un instrumento musical, un ave y una hacha, todas figuras y elementos autóctonos. La curadora Garzón nos advierte del auténtico significado de estos dibujos sobre los banderines, que en realidad representan aquello que el blanco nunca querría llegar a ser: un indígena.
Dentro de su exploración formal está el trabajo con materiales cargados de significación para nuestra historia particular como país y como cultura. Hay un uso del ornamento, del oro y del dorado que llaman nuestra atención desde su exuberancia y sus connotaciones particulares. La obra La más castellana de América (2015), que pone en evidencia el trabajo indígena detrás de la arquitectura europea (como oro expuesto en el interior de columnas jónicas partidas) de nuestro Centro Histórico, nos lleva a pensar en quién fue quien realizó el verdadero trabajo detrás de esa estética arquitectónica impuesta en América una vez conquistada, y con ello todo lo que quedó enterrado detrás de la historia.
Un cuestionamiento similar aparece con 25000 (2011), donde monedas doradas expuestas en una mesa de vidrio hacen una referencia directa a la crisis bancaria de 1999, que terminó con la desaparición del sucre y la imposición del dólar. Se trata de una crítica al mal manejo económico de la clase alta, que siempre termina afectando a la población más vulnerable y marginal del país.
En junio de este año expuso sus obras en la muestra No todo lo que brilla en el MAAC de Guayaquil y ahora está en el Centro de Arte Contemporáneo (CAC) de Quito su exposición Frágil genealogía II, curada por Eduardo Carrera. A la artista le gusta dar visitas guiadas de sus exhibiciones pues no se trata de una obra ligera, de rápida lectura. Es necesario adentrarse en su filosofía y, sobre todo, hay que hacer una reflexión profunda sobre los temas que propone. Muchas veces la gente se ofende escuchándola durante las visitas y ella, quizá, se siente satisfecha incomodando a su público.
4, 5. 3° 16° 0° S, 79° 58° 0° W, proyección de diapositivas, árbol de banano cubierto en pan de oro, 2010.