Por Alexandra Kennedy-Troya.
Fotografía: cortesía de NGA y Alamy Stock.
Edición 467 – abril 2021.

Hace ya cien años algunas mujeres empezaron a posicionarse como profesionales independientes en muchos campos: bailarinas, modelos, telefonistas o bibliotecarias; advirtieron al mundo occidental que los roles de género se habían transformado sin vuelta de hoja. Confinamiento y emancipación fueron temas ineludibles. Vivir en el hogar o salir de él. Muchas se convirtieron en fotógrafas de alto vuelo que dedicaron su vida a retratar la agitada vida urbana de Nueva York, México o Berlín; otras viajaron traduciendo exóticos mundos en imágenes de una modernidad pretendidamente incluyente o reportaron sus hallazgos en términos etnográficos. Dora Maar, Lola Álvarez Bravo y Berenice Abbott lograron integrar sus trabajos en revistas y periódicos de gran circulación. Estas y otras búsquedas femeninas son parte de una pionera exhibición La nueva mujer detrás de la cámara que estará en pie en la National Gallery de Washington desde octubre hasta enero del próximo año.
El lector podría sorprenderse de que uno de los museos más tradicionales de Estados Unidos haya entrado a explorar temas de género de gran actualidad y resonancia. Lejos de ello, este gran espacio iniciado en 1937 por un donante, el banquero y coleccionista Andrew W. Mellon, ha emprendido proyectos temporales que hablan o informan críticamente sobre aspectos de la modernidad y lo contemporáneo que dialogan con sus visitantes de manera dinámica y sugerente.
Un espacio educativo de calidad excepcional que allá por los años noventa tuve el gusto de conocer, invitada por la embajada de Estados Unidos. Entonces me llamó la atención el público al que estaba dirigida la sofisticada programación y el diálogo bilateral que parecía establecerse entre esta nación y Europa. No se miraba al sur. Alguna vez pude conocer a uno de sus directores en una visita a Quito y discutimos sobre ello; le proponía una gran exhibición sobre paisajismo de las Américas, cosa que pareció interesarle momentáneamente. Lo haríamos más tarde, pero en la Pinacoteca de São Paulo.
El ala oriental de la galería, diseñada por John Russell Pope y terminada en 1941, alberga la colección de maestros antiguos, el único cuadro de Leonardo da Vinci en una colección pública estadounidense o el lienzo del pintor de Venecia Tiziano, “Venus con el espejo” de 1555. El ala occidental, diseñada más tarde por Ieoh Ming Pei, exhibe las colecciones de grabados, pinturas, fotografías, dibujos, artes aplicadas y esculturas tanto modernas como contemporáneas. Pei terminaría la saga de museos con la reforma del Louvre en 1989 y la polémica instalación de una pirámide de cristal en la entrada principal del palacio.


Van Gogh, Gaugin y los otros
El móvil más grande del escultor Calder nos recibe en el gran hall de recepción. Rojo y titilante contrasta con su entorno blanco y los grandes ventanales que dejan ver el tercer espacio de este museo: el Jardín de esculturas. Durante los meses de invierno su gran pileta central, al congelarse, se convierte en pista de patinaje. Recorrerlo es un deleite; pasas por debajo de la gran “Araña” de la francesa Louise Bourgeois, por el costado del intimidante “Borrador de máquina de escribir, escala X” de Claes Oldenburg y Coosje van Bruggen. Roy Lichtenstein te recibe en su “Casa I” que resulta divertida para chicos y grandes.
Así olvidas al poco rato que te encuentras en la capital de esta gran nación. Este mágico lugar que te atrapa por el diseño y la magnitud de sus divertidas obras te lleva a pensar en otro museo y jardín de esculturas en la misma ciudad: el Hirshhorn. Es que Washington ha sido una de las ciudades en el mundo en implementar un conjunto de museos del más variado tenor bajo el gran paraguas del Instituto Smithsoniano.
Dos cuadros en el ala este captan nuestra mirada: los autorretratos de dos contemporáneos: Van Gogh y Gauguin. El segundo, fauvista por su tratamiento plano del color utilizando una policromía fuerte y poco convencional, se muestra displicente, rodeado de los símbolos de la tentación: la serpiente y la manzana, mientras un halo de santidad rodea su cabeza en clara alusión de su alejamiento de la todopoderosa Iglesia católica y sus centenarios preceptos. Su abandono del convencional mundo de la banca parisina, en su viaje a Polinesia, le va despojando de los viejos modales y sentires europeos.
Menos arrojado, más temeroso y depresivo, en uno de sus más conocidos autorretratos (1889), el expresionista holandés Vincent Van Gogh se exhibe como pintor asiendo paleta y pinceles, el vestuario azul se confunde con el agitado entorno construido por nerviosos brochazos del mismo tono, opresivos, creando un personaje meditabundo y encerrado en sí, que terminará sus días suicidándose.
Las anteriores obras personales contrastan con otra celebratoria de gran formato, el cuadro histórico del romántico francés Eugène Delacroix: “Cristóbal Colón y su hijo en La Rábida” de 1838. En este convento español, Colón, rodeado de religiosos y ajeno a ellos, posa su mirada sobre un gran mapamundi que le direccionaría a sus viajes por el Atlántico en búsqueda de nuevas y seguras rutas comerciales a Oriente. Las academias de arte de entonces priorizaban las grandes escenas de historia, uno de los géneros más apreciados en los salones europeos. Se trató de crear las claves para la invención visual de las naciones modernas, de dotarlas —vía la historia— de un sentido de identidad nacional.


Entre Picasso y Frederic Church
Posteriormente, la creación visual dejaría de ser el arte de narrar escenas, emparentándola con la literatura y la crítica de literatos y se movería hacia campos de experimentación propia, interesándose por la luz y sus evanescentes cambios de acuerdo a las horas del día, cosa que captó la atención de pintores impresionistas como Monet. En “El puente japonés” de 1899, el autor se acerca a una pequeña porción de su propio jardín para insinuar, mediante manchas de color sin trazos de dibujo, los nenúfares que flotan en el pequeño arroyuelo bajo el puente azul de madera. Gran coleccionista de estampas japonesas, al igual que otros artistas parisinos, Monet contemplaría ávido nuevas formas de enfrentar el arte en contacto con otras culturas que se iban acercando al mundo europeo y que permitieron detonar un genuino interés por las culturas japonesa, africana o árabe, amén de nuevas formas de representación.
Estos contactos hicieron gran mella en el pintor del siglo XX: el español Picasso, afincado en Francia. Picasso, uno de los creadores del cubismo, siguió la línea de un arte centrado en indagarse a sí mismo. En el “Músico arlequín” de 1924, se destaca el juego de planos de diversos objetos y cuerpos a modo de collage en el que se exige la participación del ojo y la sensibilidad del espectador. No es una imagen dada, concluida; es una que obliga al otro a ejercer miradas cambiantes, inseguras, dislocadas; en las que el objeto o los objetos representados se liberan a los caprichos de la experimentación del arte. En sus períodos Rosa y Azul, el arlequín, un personaje popular de la comedia del arte italiana de origen medieval y compañero habitual del astuto Brighella y la pícara Colombina, ocupará un lugar importante de su mundo iconográfico, recordando cuán cerca estuvo Picasso del teatro.
Muchos de estos artistas de la primera mitad del siglo XX, parte importante de las colecciones de la National Gallery, fueron activos políticos, como el prolífico estadounidense Rockwell Kent quien, además de pintor, fue grabador, ilustrador de revistas, escritor, marinero y viajero. Militó en el Partido Socialista de América y apoyó la lucha obrera que se daba tanto en Europa como en América. Por la década de 1920 fue fundador y empresario del teatro y cine Cape en Dennis, Massachusetts, donde se encargó de diseñar murales para la sala de cine.
Mientras realizaba este tipo de trabajos, se integraba a protestas como aquellas por la muerte de Sacco y Vanzetti en 1927. Es posible que la obra que me gusta, la litografía o grabado en piedra, “Mala” de 1933, esté fuertemente emparentada con su pasión por las artes escénicas y el cine. Tanto la fotografía como el grabado fueron técnicas de amplia reproductibilidad, cosa que permitió que su obra captara un amplio público. Era un momento en que las artes trastocarían su aura de obra única para cubrir las apetencias de una nueva clase media.
Siguen muchas obras extraordinarias pero yo selecciono uno de los paisajes más visitados de la galería, el “Niágara” de Frederic Edwin Church, un pintor de grata recordación en el Ecuador, ya que viajó a nuestro país en dos ocasiones durante la década de 1840 y de la mano del paisajista Rafael Salas recorrió la avenida de los volcanes activos ecuatoriales y llevó al público del país del norte obras como el “Corazón de los Andes” o “El Cotopaxi”.
Este fue otro de aquellos momentos denominado del “destino manifiesto” en que Estados Unidos se sintió con el derecho de expandir sus fronteras al sur y volver a mirar, a través de los ojos de un Humboldt, no solo los fenómenos naturales de este increíble lugar del mundo, sino la belleza subliminal y mística de la naturaleza tropical. Estos aspectos se ven claramente expuestos en su representación del Niágara, una de las cataratas más impactantes del mundo.


