Por Ana Cristina Franco.
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.
Edición 448 – septiembre 2019.
Mi ojo izquiedo ve muy poco. No sé por qué. Siempre lo he asumido como una raíz sombría conectada al inconsciente. También lo he comparado con el lado oscuro de la luna.
Hace unos días tuve que hacerme varios exámenes de rutina, para lo que me pusieron unos colirios fuertes que prácticamente me dejaron ciega el día entero. No ver. Ver sombras. Ver con los ojos cerrados. Entre esas tinieblas sutiles, recordé una pregunta que el pintor italiano Amadeo Modigliani le hizo a su amada: “¿Qué mira un ciego?”. Después me sumí en la ensoñación y los colores reconociendo en mis huesos el cansancio. Estaba frustrada. Me habían contratado para escribir una obra de teatro y al final se habían echado para atrás, dejándome sin dinero y con más de cien páginas que yo no había pedido escribir; por otro lado, el contrato que estaba a punto de firmar para vender un guion, que llevaba años escribiendo, se había desecho de una manera surreal. Cuando estaba por cerrar el trato, el productor se arrepintió, alegando, entre otras cosas, que su estómago “no lo sentía”.
¿Por qué y para qué había escrito esas historias? ¿Para guardarlas en el cajón? Con la romántica y obstinada idea de que la vida es un puzle cuyas piezas se van completando y no una película de Lucrecia Martel, buscaba señales. Tiraba el tarot una y otra vez. Los arcanos hablaban pero yo no sabía descifrarlos. El que más se repetía era el diablo. La carta que habla de los deseos ocultos, de los negocios turbios, de la creatividad sensual. ¿Pero qué tenía que ver eso con mi experiencia? Todavía no lo entendía. Le dije a un amigo que me recomendara una lectura, quizá ahí encontraría una respuesta. Quería leer algo como un pastel de chocolate pero también como un revólver. Algo que me hiciera llorar y que me devolviera las ganas de escribir. Mi amigo me dio su lista.
Yo había escuchado a Patti Smith cantando Gloria y la había bailado sola, imaginando su delirio, pensándola elevada o salvajemente lúcida. Luego la vi en Rolling Thunder Revue, el documental sobre Bob Dylan, y la amé otra vez. Esta man es voladísima, pensé. Y aunque la droga de Patti no es otra que el café, apenas abrí su libro Éramos unos niños, encontré lo que buscaba: un cóctel de estrellas. Una adolescente que llega a Nueva York sin dinero y con un ejemplar de Iluminaciones, de Rimbaud. Que come pan con lechuga y mira el cielo. Había en su historia algo salvaje que me recordaba a la figura de la vagabunda o la peregrina. La libertad, el compromiso, no con la vida sino con el arte; su relación con el fotógrafo Robert Mapplethorpe me recordó a un período de mi adolescencia en el que no importaba nada más que lo que estaba escrito en los libros. Robert le dice a Patti: “Nadie mira como nosotros”.
¿Qué mira un ciego? Imaginaba mi ojo izquierdo como un puente. Pero, ¿las páginas escritas y olvidadas? ¿Cuál era el sentido de haber trabajado tanto sin tener resultado? ¿Qué tenía que aprender de esa experiencia? Esas preguntas todavía eran piedras molestando en los zapatos.
Visité a un amigo del pasado. Me enseñó una película que había hecho con harto corazón y poco dinero. Cuando acabé de verla subimos a una terraza y compartimos un cigarrillo. Nos quedamos conversando hasta la madrugada. Le conté sobre mi rompecabezas inconcluso y él me lanzó el anzuelo final. “Estás haciendo las cosas por el motivo incorrecto”, me dijo. De repente entendí el arcano del diablo. Entendí que, al invertir tanta energía en intentar vender algo, estaba desperdidicando lo que de verdad quería hacer. Pensé otra vez en Patti. Entendí que no solo me había identificado con ella porque me gustan el café, Murakami y yo también me tiro las cartas del tarot para entender la vida: lo que me había cautivado de su universo era su corazón, su mirada, su capacidad de ver lo invisible. Su vida se había regido por causas inútiles; no había viajado para conocer ciudades sino siguiendo los pasos de sus héroes desaparecidos: Mishima, Jim Morrison o Genet. Cerré los ojos. Agradecí el encuentro con mi amigo, el hallazgo de estos libros, agradecí que todavía puedo ver con los ojos cerrados.