
El ecosistema manglar es el eje transversal que sostiene al 80 % de la población del cantón Muisne, ubicado al sur de la provincia de Esmeraldas. Paolo Realpe es uno de sus hijos y nos mete mangle adentro para contarnos su oficio de conchero, en clave de arrullos.
Una jornada en el manglar
Conchar, la práctica de recolectar conchas y moluscos en el manglar, más que un oficio, es un legado cultural. Paolo Realpe inicia el día encendiendo su bola de humo, un incensario con fibras de coco, hojas y ramas secas. Este fuego lo ofrenda a un árbol centenario de manguillo al que, cariñosamente, llama Abuelo. Lo rodea con sus brazos y le pide permiso para entrar. “El manglar me ha enseñado quién soy, de dónde vengo y a dónde voy”, dice con la convicción de que su propósito en el mundo es ser vocero de la magia de este santuario natural.
Acompaña la jornada con sus arrullos: cánticos en honor al mangle, gestados a partir de la música y el lenguaje de los pueblos afroesmeraldeños; que Paolo recita con una singular energía que alegra al grupo.
“Río arriba voy remando, la concha se está acabando, al manglar ya voy llegando, los moscos me van picando, la bola de humo me va llamando, yo voy llegando, pero ahumando, ayayay”.
El suelo pantanoso y espeso del manglar exige pies diestros y fuertes para sortear esa textura que no deja saber dónde caerá el siguiente paso. No hay botas ni guantes que puedan con este oscuro espesor. El calor es intenso y la humedad abruma. Los mosquitos también hacen lo suyo, pero de ellos se encarga la bola de humo que los repele desde la canoa y los atados de tabaco y habanos que usan las mujeres concheras.
Las y los concheros de Muisne ven en este trabajo un vínculo con la naturaleza, cuyo lenguaje han aprendido a decodificar para sobrevivir. A este vínculo, Paolo lo entiende como la relación desde el ser: “relacionarse desde el ser es hacerlo desde la magia de la existencia, desde la humildad y la conexión, desde la pureza y los principios, que se van extinguiendo”.
Paolo Realpe sabe leer el movimiento de los árboles, comprende los colores del mar y el comportamiento de las especies bioacuáticas. Entiende el vuelo de aves, como el martín pescador, que le indica el momento adecuado para entrar a conchar. Sabe cuándo y dónde meter las manos para extraer moluscos, diferencia las conchas que ya han cumplido su ciclo de desove, de las que aún deben terminar de criar a las especies que, luego, alimentarán a las siguientes generaciones. Sabe leer el compostaje natural de las ensenadas, así como las ráfagas de viento, mareas y estaciones.
También sabe cómo lidiar con adversidades como la picadura del pejesapo, el “doctor del manglar”, como lo llama él, quien cree que su veneno es medicinal, y lo equipara a la apiterapia. Cuando entras a este ecosistema con alguna dolencia, dice, el manglar te escanea y envía la picadura de este pez para que se active tu sistema inmunológico y aprendas a neutralizar el dolor a través de la respiración y el elemento fuego. Por eso, encender una llama es el inicio del ritual de recolección.
La madre manglar
Cuando Paolo habla del manglar lo hace en femenino. Se refiere a ella con amor y gratitud; la piensa como una madre que da vida, enseña y sostiene a la mayoría de las y los habitantes del sector. Ella fue su verdadera maestra: “La manglar es el ser que me enseñó de forma amorosa, me dio la facilidad de aprender desde la simplicidad. Nunca me regañó, nunca me reprochó y se daba cuenta cuando no entendía para… generar una lúdica de aprendizaje personalizada”. Se refiere a la conexión manifiesta entre naturaleza y ser humano, cuando el manglar enseña su abundancia y secretos de forma única y personal a cada individuo que llega.
Si bien la concha no es un rubro significativo en el PIB del Ecuador, frente a otros productos como el camarón, sí lo es para las comunidades de pescadores no solo de Muisne, sino de otras provincias costaneras del país.

Se calcula que cada año el manglar ecuatoriano provee de algo más de 34 millones de conchas. Eso significa un ingreso en el presupuesto nacional de entre tres y seis millones de dólares anuales. Sin embargo, para la economía local, cada ciento de conchas cuesta diez dólares, lo que repercute de manera significativa en los hogares de quienes se dedican a este oficio ancestral.
Además, el manglar funciona como referente social, pues genera identidad y un fuerte sentido de pertenencia. Así, el ecosistema provee seguridad y soberanía alimentaria, ya que sostiene la dieta de la población, con alimentos de alto valor nutricional y, además, es una fuente de ingresos locales.
Por otro lado, el manglar es una barrera natural que protege a sus pobladores de fenómenos naturales, como aguajes y vientos huracanados; además, es el hábitat de varias especies endémicas, amenazadas y en peligro de extinción, como ciertos moluscos y crustáceos. También almacena carbono azul, incidiendo positivamente en el efecto invernadero y el calentamiento global, debido a que este ecosistema acuático absorbe y retiene en sus raíces el CO2 del agua que proviene de la atmósfera.
A eso se refiere Paolo cuando habla de que el manglar es el eje transversal que atraviesa la mayoría de actividades sociales y económicas de su territorio.
Para entenderlo tuvo que meter las manos y el cuerpo entero al fango. Hablar con la naturaleza es un aprendizaje que adquirió estando en ella y no en un sistema educativo que, a decir de Paolo, no supo cómo enseñarle saberes prácticos: “Estas personas no me podían enseñar como me enseñaba la madre manglar. A los nueve años decidí irme de la escuela, de la casa y vivir en la calle, donde me formé, aprendí y fue el complemento que me marcó e hizo de mí el ser que soy ahora”.
Modernidad frente a lo ancestral
Así versan otros arrullos que Paolo ha escrito: “Los concheros de mi pueblo no comen el camarón, y el otro le respondió camarón silvestre es que como yo”, en estas rimas su autor sugiere una reflexión sobre el desproporcionado aumento de piscinas camaroneras, cuya dinámica industrial contrasta con actividades ancestrales como conchar. El camarón silvestre es una especie única del Ecuador, conocida como titi o pomada que se da naturalmente y es recolectado por la pesca artesanal. Por otro lado, la crianza del camarón en cautiverio ha provocado la tala del mangle, la extinción y reducción de especies y el desapego a un ecosistema que, ancestralmente, ha vinculado a la naturaleza con el ser humano.
Las consecuencias de este repliegue ambiental y cultural se sienten en la ruralidad esmeraldeña; así lo canta Paolo en sus arrullos: “La concha se está acabando, antes yo cogía quinientas y ahora no cojo cincuenta, la concha se está acabando, ayayay, río arriba voy remando”. Si antes la recolección de concha no era una actividad muy rentable, ahora tampoco alcanza para sostener la economía familiar de quienes la practican.
El resultado de las jornadas de hace dos décadas era de por lo menos uno o dos cientos de conchas por persona que se vendían a diez dólares en el mercado. Pero ahora se recoge la mitad o menos, y el rédito económico, por lo tanto, también se ha reducido. Los cánticos y la alegría de los arrullos de Paolo son parte de una celebración y evidencian la sabiduría ancestral del pueblo afroesmeraldeño, pero también son un vehículo de protesta que evidencia problemáticas cotidianas a las que se enfrentan no solo los habitantes del manglar.
El desequilibrio ambiental generado por su tala y el crecimiento de piscinas camaroneras trascienden las fronteras de dicho territorio. Las expresiones del pueblo afroesmeraldeño que giran en torno a este ecosistema son parte de la diversidad cultural del país, y sus manifestaciones conciernen a todo el Ecuador.