Mamá, soy satánica

Por María Fernanda Ampuero.

Ilustración: Mauricio Maggiorini.
Edición 467-Abril 2021.

Mientras en un cuarto yo veo Heil Satan? (Magnolia Pictures, 2019), el documental de Penny Lane sobre el activismo político de los satánicos contemporáneos, mi mamá, en otro, escucha la misa de la iglesia La Merced de Portoviejo.

Los audios se entremezclan y de ellos sale un combo increíble. A veces pasan esas cosas en la vida, ¿no? Cosas que parecen híbridos de videoarte y no un domingo por la noche en pandemia.

Mi mamá canta con su falsete de señora devota: “y de mí, Cristo, apiádate, contra ti, yo pequé”, y yo escucho a los portavoces del Templo Satánico explicar por qué el satanismo es la única religión posible para quienes queremos el bien común.

Heil Satan? es una maravilla. Con un ritmo y un tono que recuerdan a los documentales de Michael Moore, desnuda los prejuicios, discriminaciones y odios de los católicos estadounidenses contra todo el que sea diferente, mientras muestra a los satánicos como un grupo de personas con los que, sin dudar ni un minuto, te irías a tomar una cerveza, a cenar y, por qué no, de luna de miel.

Como usted y como yo, pero mejores.

Los miembros del Templo Satánico estadounidense, por ejemplo, limpian las playas de desechos plásticos, donan toallas sanitarias a mujeres que no pueden pagarlas, hacen voluntariado con niños y abrazan a todas las personas sin importar en absoluto su inclinación sexual, su historia, su físico.

Los satánicos aceptan a todos, todas y todes como en un jardín del Edén regentado por Lady Gaga.

Mientras tanto, en el documental, los católicos son esas personas de gesto crispadísimo y dedo enhiesto, carentes de toda magia y alegría, que señalan a los demás como pecadores y que amenazan con el castigo divino a todos quienes, según ellos, no se acercan al modelo establecido por Dios.

No es muy difícil optar por un bando.

Los satánicos hablan a cámara con una claridad de evangelistas sobre la división de Iglesia y Estado, y sobre por qué es inconstitucional, por ejemplo, tener una estatua de los diez mandamientos en el Capitolio.

Ellos, por no ser menos, quieren poner un bronce del diablo con unos niñitos junto a las tablas de la fe.

Toma.

El debate es interesantísimo y, al escuchar las explicaciones de los políticos católicos, una no puede dejar de sentir que, en caso de tener que tomar partido, dirías bien fuerte y bien claro: “salve Satán”.

En la otra habitación mamá sigue cantando “seeeeñor, ten piedad, seeeeñor, ten piedad” y esas canciones me recuerdan el larguísimo tiempo que viví creyéndome culpable, pecadora, indigna.

Los seguidores del demonio en Heil Satan? explican que, obviamente, no creen en el diablo en sí mismo, sino en el símbolo, en lo que representa: libertad.

Lucifer fue el primer libertario, el primero que dijo: “No, no, no”.

Yo también me negué a seguir pidiendo piedad, perdón y ayuda a un dios que parecía ajeno a todo lo que no fuera provocarme una inquietante culpabilidad por ser quien era: una criatura humana.

¿Eso me hace satánica?

Que sea lo que Dios quiera, ah no, perdón, que sea lo que quiera el otro.

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