Por María Fernanda Ampuero
Edición 462-Noviembre 2020
A Quino, por mi feminismo.
Por supuesto que conocía a Mafalda: sus viñetas estaban por todos lados; Bernard, el de El show de Bernard, la tenía sobre su piano y la idolatraba, pero, sobre todo, esa niña preguntona, regordeta y de pelo extraño era una copia argentina de la niña preguntona, regordeta y de pelo extraño que era yo.
Unas vacaciones nos mandaron a mi hermano y a mí a Machala a visitar a nuestros tíos recién casados y resultó que mi tío Ricardo, una de las personas que yo más he amado en la vida, tenía la colección completa de las historias de Mafalda y también las otras viñetas de Quino, aquellas que eran puro arte, pura rebelión, pura conciencia social.
Nunca olvidaré la devoción con la que me lancé a esos libros, ¿los recuerdan? Eran rectangulares y cada portada tenía un color. Leí Mafalda como se lee una novela. Casi puedo verme en esa casa diminuta de mis tíos completamente poseída por la historia de esa niña, su globo terráqueo, su tortuga Burocracia, su hermanito que no podía pronunciar la r (¿se acuerdan que le querían enseñar a decir tortuga y fue tan frustrante que al final el muy malcriado preguntó: “¿y si mejod la pateo?”?) y, sobre todo, su grupo de amigos.
Esas vacaciones me cambiaron la cabeza para siempre.
A cuántos de nosotros les habrá pasado lo mismo, ¿no? El rechazo y la burla que causaban el clasismo y el racismo de Susanita, la gracia triste del capitalismo feroz de Manolito, las ansias de cambiar el mundo de la chiquitita Libertad, el agobio tan grande como la vagancia de Felipe (no hay mejor imagen para los ultimahoristas como yo que la de Felipe sentado en la silla en todas las viñetas diciéndose que ya va a hacer los deberes) y la candidez de niño filósofo existencialista de Miguelito.
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