Por María Fernanda Ampuero
Fotos: Gabo Abad
Una madre ordena a su hija que se adentre en el bosque.
La hija es pequeña, indefensa.
El bosque es oscuro, está lleno de peligros.
La hija lleva una prenda de color brillante, un abriguito que es cualquier cosa menos camuflaje: la niña viste un farol.
-Hola, cómanme.
Una madre ordena a su hija que se adentre en el bosque donde, en caso de ser atacada por un animal salvaje o un ser humano salvaje, o ambas cosas, no tendrá ninguna oportunidad. De hecho, alguien de mala mente podría pensar que no quiere que la tenga.
Una niña, un bosque, una caperuza rojo corazón.
¿Qué tipo de madre permite que su pequeña se adentre –diminuta en la inmensidad de lo desconocido- en el terror? ¿Qué tipo de madre (por Dios, hay que insistir en esto) dice: Ve tú, niña, llévale esta canastita con miel y otras boberías a tu abuela enferma que vive allá donde, dicen, hay un lobo que, encima de ser lobo que ya es bastante malo, es feroz?
Vaya madre símbolo.
El resto del cuento ya lo sabemos: Orejas grandes, ojos grandes, boca grande. Oírte, verte, comerte mejor, la abuela y su gorrito en la barriga del lobo, bla, bla, bla, colorín colorado.
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Enamorada de la revisión que el dramaturgo argentino Javier Daulte hizo del clásico cuento de Charles Perrault (1628-1703), la productora y actriz Martha Ontaneda decidió traer a Guayaquil Caperucita (un espectáculo feroz), la versión adulta del cuento clásico (como si fuera muy infantil el maltrato que escribió el loco de Perrault). Con la brillantísima materia prima de la pieza de Daulte y dirigidos por Carlos Ycaza, los actores Verónica Garcés (Caperucita), Martha Ontaneda (La Abuela), Montse Serra (La Madre) y Alejandro Fajardo (El Lobo), dan vida a esta delirante vuelta de tuerca de la historia original.
Se entienden tantas cosas:
Si el cuento pretendía ser una especie de manual de advertencia para que las niñas y las señoritas se cuidaran de los extraños en la gran ciudad y no se alejaran del buen camino –lo que hace la descocada de Caperucita para irse a buscar flores-, esta versión teatral quiere explicar los complejos entramados afectivos de una familia de mujeres, mujeres sin hombres, trinidad matriarcal: madre, hija, caperuza.
Nada es facilón en Caperucita, un espectáculo feroz, nada se da masticado al espectador, las metáforas bailan con lobos. Y duelen. Duelen tanto que hacen reír.
A veces parece que han puesto un gigantesco espejo en el escenario del MAAC para que te veas ahí: tú, tu madre, tu abuela, la gente que has amado y que no te ha amado o que te ha amado mal o que quién sabe: la locura del amor es más fiera que cualquier fiera.
No estoy bien y no voy a estar mejor.
Madre, hija, caperuza: la profundidad de las heridas se hereda de una mujer a otra, tanto que ya no se sabe quién clavó el cuchillo del desamor primero, cómo diablos hicieron para herirse como piezas de dominó. Esta es una historia de mujeres que también son bestias, mujeres que se muerden entre ellas, mujeres lobos de mujeres. O sea, esta es una historia sobre las familias.
¿Me quisiste alguna vez? ¿Por qué me trajiste al mundo? ¿Por qué no te mueres? ¿Y si te mueres yo qué hago? ¿Quién eres? ¿Quién soy? ¿Quién es ella? ¿Quiénes somos? ¿Nos queremos? ¿Podremos vivir la una sin la otra? ¿Podemos morir la una sin la otra?
En esta versión de Caperucita Roja –hermosa y feroz caperucita protagonizada por Verónica Garcés- no hay respuestas sino preguntas. La abuela está enferma, sí. La madre manda a su hija con la canastita con las golosinas, sí. Hay un lobo, sí.
Pero más allá de eso, de las similitudes que todos buscaremos con la historia que leímos de niños, en esta obra hay gente ahogada por el miedo –a la vejez, a la muerte, a la soledad, al abandono, al rechazo- y, quizás, el verdadero problema es que todos tienen una necesidad de amor demasiado grande –es para quererte mejor– y no hay lobo más feroz que el corazón.