Por Huilo Ruales.
Ilustración: Miguel Andrade.
Edición 451 – diciembre 2019.
Nunca supo si fue parte de un sueño; pero, de pronto, se encontró escabulléndose entre la muchedumbre que subía y bajaba de los gigantescos carruseles o se embadurnaba la cara con manzanas pintadas de rojo. Huía de una comparsa de payasos que con chorizos de trapo zarandeaban gente a diestra y siniestra. Uno de los payasos se desprendió de la comparsa y empezó a perseguirlo. Asustado, volteando el cuello conforme corría, llegó hacia una escombrera. Con las piernas dobladas como sapo se desplazó buscando un escondite. Los pasos y la voz estridente del payaso, que gritaba cierta copla inentendible, estaban cada vez más cerca. Por fin, logró ovillarse en el interior de una de las tantas cajas de cartón arrumadas entre los hirsutos matorrales. Inmóvil, pasmado de miedo, desde su escondite vio al payaso acercarse, removiendo desechos y cartones con las manos enguantadas y los zapatos enormes. Ante ello, el niño hundió su cabeza entre las clavículas y cerró avestruzmente los ojos. Le dolían las piernas y la espalda a causa de su posición, pero se mantuvo inerte, hasta cuando sintió que en su entorno nada se movía. Incluso escuchó el silencio, apenas mancillado por el remoto bullicio de feria, como si el payaso hubiera desistido de buscarlo. Con ansias de verificarlo se permitió la audacia de semiabrir un ojo, pero se le abrieron, se le exorbitaron los dos: el payaso, sigiloso, tenso, estaba delante de su escondite, como una fiera acechando a su presa. Castañeteando los dientes y con las manos empuñadas a la altura del pecho, como para impedir que se le reviente el corazón, cerró nuevamente los ojos. El payaso se le fue acercando hasta topar la base del cartón con uno de sus zapatos. Le bastaba inclinarse para descubrir su presa, yerta, ovillada, tiritando de miedo y con las rodillas flacas de Hombre Araña clavadas en su mentón. La sola razón por la que el payaso no lo encontraba era la sombra compacta que albergaba el cartón e invisibilizaba el cuerpo encogido del niño. Este, con los ojos cerrados, veía al payaso inmóvil y tan cerca que oía sus resoplidos y olía su aliento pestilente a aguardiente y tabaco. De pronto oyó una maldición y un puntapié que lanzó por los aires el cartón contiguo. Empavorecido, el niño abrió los ojos y encontró allí, a la mano y bañada por el sol, la monstruosa careta del payaso. Su hiperbólica sonrisa paralizada y detrás de los dos orificios superiores, los ojos voraces, demasiado vivos. Durante una eternidad sintió, en olas, el jadeo pestilente, hasta que el payaso, balbuceando, escupiendo, dio media vuelta y se alejó empuñando no un tolete de trapo, sino un enorme cuchillo.
Lo encontraron en una banca hipando de llanto. Luego de despeinarlo con una manaza, el hombre que venía de conocer cómo su padre lo empinó hasta tenerlo cara a cara. Los varones no lloran ni en las peores, le dijo, sacudiéndolo. En ese instante el niño se mojó en los pantalones de Hombre Araña, y de paso mojó las manos del hombre. Este, al darse cuenta, lo soltó entre procacidades y sacudiendo las dos manos fue en busca de un baño. Enfurecida, la madre del niño le propinó allí mismo la primera paliza de su vida. Pero su hijo andaba en otro mundo como para sentir dolores corporales. Por eso ni siquiera el escándalo público, ni el traje de Hombre Araña desgarrado, ni el llanto histérico de su madre, ni el sollozo de la desesperanza, ni el frío de la noche, lo distrajeron de su aterradora convicción: los ojos acanelados y voraces de su padre eran los mismos ojos del payaso asesino.
Vamos, creo que tu papá ya no viene, le dijo, y jaloneándolo de la mano abandonaron el Lunan Park.