
Luna tenía veinte años cuando conoció Lima o, más bien dicho, cuando por primera vez la olfateó y le pareció que hedía a agua empozada y sangre (años más tarde, con estupor, encontraría ese mismo tufo en las páginas de Conversación en la catedral).
El avión de Air France aterrizó a las siete de la noche de un viernes de mayo. Casi una hora le llevó pasar migración y aduana, antes de aparecer en el hall de llegada que era un espacio cercado de vallas como una frontera, donde los pasajeros desaparecían englutidos por abrazos y llantos, propuestas de taxis, cartelillos anunciando hoteles y nombres de viajeros.
En medio de ese caos, sus ojos celestes buscaron hasta hallar el cartelito manuscrito con su nombre. Hacia allá se encaminó empujando un coche con sus dos maletas. Un trío de comegatos sonreídos se las cargaron al hombro y presurosos se encaminaron, seguidos por ella, fuera del aeropuerto. En una fangosa calle aledaña les esperaba un auto con pinta de yate recuperado de aguas submarinas.
En total eran cuatro comegatos gordos, retacos, un tanto borrachos. El uno, que tenía cara de gato viejo, se puso al volante, los otros se sentaron en la banca trasera, y Luna, en el asiento del muerto. ¿Y cómo quedó La Flaca?, le preguntó el chofer. Muy bien, respondió, les envía muchos saludos, además, unos regalos.
Aunque nadie le escuchó porque el coche tenía las latas flojas, el escape roto y la radio llena de estridentes huainitos. La verdad, era mentira lo que venía de comentar, pues, a la tal Flaca no le conoció sino vía mensajes en WhatsApp, y los regalos se los trajo ella como gratitud por recibirla. ¿Puedo fumar?, preguntó más bien con gestos. Los comegatos de atrás se rieron y le pidieron cada uno un cigarrillo.
El resto del viaje ya nadie habló porque el chofer alzó el volumen y se concentró en la ruta, ya que los faros no funcionaban. Por su lado, Luna, con la cara metida en el viento, se sumergió en el oscuro paisaje de viviendas miserables salpicadas de luces y en las súbitas siluetas de zombis caminando de ida o de regreso por los flancos de la ruta. Hasta que se quedó dormida.
Diez horas más tarde un muchacho encapuchado le sacudió el hombro. Luna abrió los ojos y lo vio sin entender nada. Creí que estabas muerta, le dijo. Luna se palpó el rostro, se vio las manos, los pies descalzos y más al fondo un reguero de casuchas hundidas en un infinito desierto. Intentó erguirse, pero sintió dolor por todas partes, en especial en su bajo vientre.
¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú? Yo, soy el Gato Félix, le dijo desde el fondo de la capucha. ¿Qué me pasó?, preguntó gateando y poniéndose de pie. Te borraron con burundanga. ¿Y mi equipaje? ¿Mis documentos?, preguntó, hurgándose en los bolsillos de su jean, donde no encontró sino una triturada cajita de chicles. Pero yo estaba en el auto de los primos de una amiga. Aquí todos somos primos de tu amiga, dijo, subiéndose en una destartalada bicicleta. Te saco de aquí, si quieres, más tarde esto se llena de gatos.