Diners 464 – Enero 2021.
Por: Diego Pérez Ordóñez
Casati fue una “precursora del body art y la perfomance” al transformar su cara en el icono de la belle dame sans merci (la bella dama sin piedad), con sombras negras, pupilas dilatadas con la aplicación de gotas de belladona, labios escarlata y pelo rojo.

A lo largo del tiempo la literatura y el arte han estado salpicados de personajes extravagantes. Estetas, estrafalarios y múltiples genios que impusieron sus propias reglas, que movieron el tablero y las placas tectónicas a su entero gusto.
Ese trayecto está poblado de protagonistas que han logrado cambiar el curso de los vientos, sellar improntas o marcar surcos a su capricho. Malditos como Rimbaud o Gauguin, dandis como Beau Brummell o Robert de Montesquiou —el ataviado modelo para el perverso barón de Charlus de la saga proustiana— o el mismo Baudelaire, librepensadores como Voltaire o libertinos ilustrados como Giacomo Casanova. Sin duda, los grandes procesos culturales e históricos también giran en torno a figuras excéntricas y estrambóticas, capaces de romper moldes y de aportar distintas visiones.
A su modo, todos en la anterior y ejemplificativa galería de heterodoxos se han dado formas de dejar huella y de alimentar la leyenda por generaciones. Pocos, sin embargo, se han propuesto con tanto ahínco convertir su propia vida en obra de arte como la marquesa Luisa Casati (1881-1957). La estela de esta aristócrata italiana marca extremos aparentemente irreconciliables, como la influencia popular y la alta cultura, el retratismo y la imagen pop, el cine y las artes decorativas. Su crónica de esplendor, ostentación y predecible declive merece ser repasada de vez en cuando, sobre todo en contexto de los tiempos que corren, de cancelación y corrección. La marquesa Casati, apodada por Gabriele D’Annunzio como la Divina marquesa en evocación al antiguo marqués de Sade (otro ejemplar de leyenda, aunque por distintas razones), se dio el lujo de vivir a caballo entre Roma y Venecia, con frecuentes viajes a París, Capri, Viena o Antibes (alguna vez estuvo en Lima, para ver a los ballets rusos) en traslados que eran verdaderas procesiones: criados de uniforme, ayudantes, animales domesticados y otros no tanto (en jaulas), baúles y baúles de ropa, libros y objetos de magia. Desfiles de originalidad y talento.
La historia de esta polifuncional musa, mecenas y practicante de mil y una rarezas sobrepasa —creo— cualquier precedente. Nacida en Milán en una familia de prósperos capitanes de la industria textil, casó en 1900 con un marqués lombardo y, según parece obsesionado, como los de su clase, por la cacería y la sosegada vida de club. No tardaron en aparecer las diferencias, Luisa en el fondo enfermamente tímida, pero, quizá por las mismas razones, tendiente a la rareza y a llamar la atención a toda costa; el marqués, honrando el estereotipo aristocrático, flemático y poco dado a los aspavientos. La inevitable separación, datada en 1914, lanzó a la marquesa Casati a un estrellato que duró tres décadas.
En parte gracias a su aspecto poco convencional, que un perfil de la revista New Yorker resume como el de una mujer inusualmente alta, de rasgos huesudos y cadavéricos, de ojos incandescentes y con una melena leonina, pero mayormente por su gusto por lo excesivo y excéntrico, la irradiación de Casati es generosa: las artes decorativas, la arquitectura, la moda y una actitud irreverente que, incluso en estos tiempos, rozaría el envanecimiento. Su brillo también incluyó una vida sexual variada e intensa, que ciertamente contribuyó a su mito.

Der.: Su extravagancia conquistó a intelectuales de principios del s. XX.
Con cuartel general en un desvencijado palacio con vistas al Gran Canal veneciano (que ahora aloja las colecciones de Peggy Guggenheim, otra iconoclasta), la marquesa Casati organizaba unas fiestas de tal calibre que bien pueden haber sido caracterizadas como performances o, en algunos casos, como auténticas obras de teatro. Con un pie en el antiguo régimen y con el otro en el modernismo, las parrandas de esta patricia italiana incluían sirvientes de librea encargados de colorear el fuego de las chimeneas por medio de limaduras de cobre, variedad faunística (pavos reales, serpientes y galgos) y ofertas psicotrópicas para las mentes y tabiques más exigentes. También son célebres sus paseos por las estrechas calles de la ciudad, una atracción turística por derecho propio:
“Dada la compacta geografía de Venecia, para Luisa resultaba muy fácil congregar multitudes cada vez que aparecía en público con su guepardo. La ciudad, como Henry James había observado, se parecía a un ‘inmenso apartamento colectivo’: sus cafés, sus plazas, sus iglesias, incluso sus puentes, eran espacios donde la gente se reunía de forma natural para cotillear y observar. Y no había un mejor momento para que Luisa se mostrase en público que a la hora del passagietto de la tarde en San Marco. Un testigo recordaba que, en una de las primeras ocasiones en que Luisa se dejó ver entre la gente, los turistas veraniegos que bebían en la terraza del Florian’s, los vendedores callejeros, las vecinas vestidas con sus chales y zuecos, guardaron un estupefacto silencio. La marchesa iba vestida con una opulencia ajena a la estación: llevaba una capa de Fortuny en rojo y oro, una gorra de piel negra y ristras de collares de oro; estaba acompañada por el largo y enturbantado Garbi, que sujetaba la correa del guepardo con una mano mientras en la otra llevaba la sombrilla de pavo real que protegía a su señora de los últimos rayos de sol”, nos cuenta Judith Mackrell, en su perfil de Luisa motivado por la historia del palazzo mencionado.
Lejos de la frivolidad, la filosofía de la marquesa Casati siempre fue la de vivir como una obra de arte en tiempo real y de estar a la vanguardia de las corrientes artísticas. Por eso Ezra Pound y Jack Kerouac la consagraron en sus poemas, Man Ray y Adolph de Meyer la fotografiaron y los pintores Giovanni Boldini y Romaine Brooks la inmortalizaron en el lienzo, y Vivien Leigh e Ingrid Bergman han interpretado papeles cinematográficos basados en su leyenda. Es decir, la suya siempre fue una postura moral, una posición estética que implicaba, por supuesto, nadar contra las todas las corrientes y cuestionar siempre los cánones vigentes. María Belmonte, autora de un exquisito tratado de los viajeros artísticos por el Mediterráneo italiano y griego, ha retratado así a nuestro personaje:
“La Casati era una mujer riquísima que se consideraba a sí misma y a su vida como una obra de arte. Alta y muy delgada, con penetrantes ojos negros ribeteados con abundante kohl, tenía un rostro de rasgos aliñados rematado por una leonina cabellera roja. Dueña de múltiples palacios, era famosa por sus performances, veladas orientales y bailes de disfraces que organizaba en el palacio Venier dei Leoni en el Gran Canal de Venecia (más tarde comprado por Peggy Guggenheim y convertido en museo)… En sus paseos nocturnos por la plaza de San Marcos, se hacía acompañar de un lacayo negro provisto de antorchas para iluminarla a ella, completamente desnuda bajo su voluminoso abrigo de piel, y a sus dos guepardos”.
Evidentemente ese tren de vida terminó por erosionar su fortuna. El palazzo veneciano pasó a manos de Doris Castlerosse, una dama de la sociedad inglesa y posteriormente a la mencionada Peggy Guggenheim. Las buenas épocas quedaron atrás, las facturas se apilaron y su imagen de patrona de las artes se deterioró notablemente. El patrimonio de la marquesa fue subastado para satisfacer la saciedad de los acreedores y la marquesa tuvo que instalarse en Londres en condiciones para ella muy modestas: en un departamento de un solo cuarto, en el elegante barrio de Knightsbridge. Tras un ataque cerebral, en 1957, fue sepultada con cierta modestia en el vecino cementerio de Brompton. En un último gesto de rareza su enterramiento incluyó a su perro pekinés y una capa de estilo leopardesco.