Lugares luminosos de la memoria (estos son los cuarenta)

Ilustraciones: Paco Puente

Cuando este texto vea la luz (de la pantalla o de la revista) ya habré cumplido cuarenta años. Seguramente ya me di cuenta que nada cambió, que habrá sido igual que cuando nos preparábamos para la llegada del año 2000: el Y2K que esperábamos colapsara el universo tecnológico en el que ya estábamos inmersos. Teorías apocalípticas y conspiranoicas sobre un cambio de siglo que solo se harían realidad en septiembre de 2001 con el ataque a las torres gemelas. Ese sería el verdadero gran evento que cambiaría no solo el siglo, sino el mundo. ¿Dónde estabas cuando caían las torres gemelas?, fue la gran pregunta que nos hicimos durante los siguientes diez años.

Yo dormía como solo se duerme a los veinte, sin ninguna preocupación. La noche anterior había ido al cine a ver la versión remasterizada y extendida de El exorcista. Yo, que desde niña tenía prohibido ver películas de terror por ser muy impresionable, veía por primera vez una película clásica del género y en pantalla grande. Tuve pesadillas durante semanas. Me levanté y vi que en mi casa estaban alarmados por las noticias, en el televisor se veía una y otra vez la imagen del avión que choca con la primera torre y la llegada inmediata del segundo. Vi las noticias sin entender muy bien qué pasaba y volví a la cama. Dormí hasta el mediodía soñando con una mezcla entre las imágenes de las torres, con la escena en la que Linda Blair, la actriz que hace de niña poseída, ataca a su madre mientras su cabeza gira 360 grados. Hoy he vuelto a buscar en YouTube el ataque a las torres y esta escena que, además, aparece en un canal llamado Satanismo, y ambas siguen imperturbables en mi memoria de un modo extraño.

Así de extraña es la memoria y solo el tiempo la devuelve cargada de ficciones y fantasías, de ideas disímiles de quiénes éramos, qué sentíamos y qué era lo importante para uno y para el mundo.

Hace poco les hice a mis alumnos la popular pregunta: ¿Y tú dónde estabas cuando caían las torres gemelas? Todos me respondieron que no habían nacido aún y el evento les era, en general, indiferente.

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Este arribo a mis primeros cuarenta años ha generado más expectativa que cualquier otro evento que haya registrado en mi mente o en mi cuerpo. Mi terapeuta me ha dicho que he recargado innecesariamente a este número con un temor irracional. Que me he dejado llevar por desafortunadas concepciones sociales que hacen que una mujer de cuarenta años sea una persona mayor y toda la carga que eso conlleva. De tarea me mandó que dibujara el número cuarenta y lo decorara con colores, con flores, con escarcha; que hiciera varios carteles así. Los pegue a mi alrededor y me familiaricé con el número para dejar de temerle.

No hice la tarea exactamente, pero empecé a dibujar muchos números 10 coloridos y alegres para preparar la llegada de la primera década de mi hijo. Y esto en lugar de disipar mi creciente ansiedad la disparó: tengo un hijo de diez años. ¡Diez años! ¿En qué momento pasó esto? Y vuelvo a la frase célebre de todos los padres y madres: “El tiempo pasa volando”. Es real, es más real que nunca. Releo las páginas de mi libro La madre que puedo ser para preparar una versión en audiolibro, y me impresiona la antigüedad de la anécdota. El cuento contado es la prehistoria, es una memoria de la que participo a medias, de la que he perdido conciencia y se ha archivado entre las ficciones de lo vivido.

Me afecta. Me permito sentir esa afectación porque en realidad no temo al número en sí, temo al paso del tiempo, temo que esta película que se proyecta delante de mis ojos se termine pronto, sin que haya descifrado del todo la trama.

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Me inscribo en otro tipo de terapia, coaching se llama. Alguien que me empuja a hacer las cosas que decididamente no hago por miedo a la vida. Mi coach me entrena para el futuro, me prepara para ser una mejor versión de mí. Funciona por un tiempo. Hago enormes esfuerzos por salir de mi “zona de confort”, ese lugar que se ha inventado la contemporaneidad para hacernos sentir inadecuados a todos, porque estar cómodo es un privilegio estúpido, aparentemente.

Hablo con mis amigas que tienen cuarenta y más, todas me ofrecen paraísos: Vas a ver que es la mejor edad que hayas vivido. Vas a ser tú misma, pero más segura, más sabia y darás menos importancia a todo lo que piensa el resto de ti. Estás en la flor de tu vida.

Es posible que todas tengan razón, no me aferro a la juventud como si en ella hubiera dejado algo valioso, además de la elasticidad de la piel de mi rostro. Me aferro a esa sensación intermitente que produce el haber pasado por lugares hermosos y haber dicho: ¡Paremos al regreso! Y no haber parado nunca. Me aferro a esos momentos que pudieron durar más; en los que hubiera sido bueno estar más presente, no irse a dormir primera, correr el riesgo, seguir la intuición, no decir será la próxima, porque esa próxima no llega. Ningún camino se parece a otro. Todos recorremos exactamente lo que es para nosotros, lo que nos corresponde; sin embargo, no dejo de pensar en el que hubiera pasado si…

Me asusta no haber sido suficientemente aventurera, no haber aprendido todo lo que mi cerebro era capaz de comprender mejor, no haber elegido bien mi oficio, no haber disfrutado mientras el cuerpo aguante, porque ahora ya no aguanta. Es todo relativo. Escucho a Lisa Genova, una neurocientífica que dice que nunca es tarde para aprender, que no es verdad que la capacidad del cerebro aminora mientras creces. Entonces, en un arranque de espontaneidad, me inscribo en una clase de pintura con acrílico y en otra de lettering en acuarela, y soy tremendamente torpe. ¿Hubiera sido menos torpe si lo hacía de más joven? Lo dudo. Pero he disfrutado varias semanas de la compañía de extraños que ejercitan sus dones artísticos con la paz que brinda el ejercicio de la paciencia. He conocido a un profesor a quien admiro y encuentro absolutamente genial y eso me inspira.

Estar inspirada no me hace pintar mejor, pero me he permitido vivir el error con calma, quedarme en la “zona de confort” de mi falta de talento, que no ha resultado ser un lugar tan ingrato como pensaba. Genova también dice que mantener el cerebro activo aleja el Alzheimer y que para hacerlo hay que aprender mucho y que conocer nuevas personas y escucharlas cuenta como un aprendizaje significativo. Entonces me alegro. Por un momento alejo a esa maldita enfermedad de mi campo de visión. Esa enfermedad que atrapó a mi abuelo y que genéticamente podría atraparme a mí también. Ser más joven no resolvería este temor, pero también dicen que, de tener el gen, a esta edad ya podría estar activo en mí.

Entonces en el fondo, o a simple vista, lo que soy es cobarde. Tengo miedo de crecer, tengo miedo de lo que conlleva hacerse grande, ver al cuerpo hacerse grande, ver al cuerpo de los padres hacerse grande. No quiero la fuente de la juventud, no quiero la belleza, las pasiones álgidas, el rostro terso. Quiero alejar de mí la visión de unos padres que se volverán viejos, de unos hijos que serán jóvenes y estarán lejos antes de que yo haya superado las impresiones nítidas de su primera infancia. Tengo miedo de no poder asir el amor, de envejecer sin saber de cuánto he sido capaz.

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Cambio de perspectiva, empiezo a leer sobre Esther Díaz, la filósofa punk, una mujer argentina de ochenta años que ha mutado muchas veces de piel: ha sobrevivido a sus hijos y a generaciones enteras de misóginos y gente que odia a los viejos, y se ha enfrentado desde la palabra, la cátedra, desde su propia biografía repleta de confrontaciones a la muerte, sobre la que aclara que desde Sócrates está presente la noción de vivir una vida consciente de sí misma y de sus límites, preparándose para la muerte.

En un último intento por recibir esta nueva década con menos terror y más certezas tomo el curso The Science of Well Being (La ciencia del bienestar), un seminario de diez semanas que la Universidad Yale ofrece de manera gratuita a través de la plataforma Coursera y que mediante la psicología positiva prepara a la gente para comprender mejor sus fortalezas, aceptar sus falencias y experimentar bienestar en el presente. Docentes investigadores y científicos de Yale lo han desarrollado tras los varios años en los que Estados Unidos, a pesar de ser el país más rico del mundo, ha aparecido como número uno en la lista de los países con mayor depresión. La doctora Laurie Santos, quien dirige el curso, propone subir los niveles de felicidad para alcanzar el bienestar. Una de las herramientas propuestas invita a los participantes a revisitar los momentos felices de su vida, elegir un puñado de memorias y viajar en el tiempo hacia ellas y recordar detalladamente lo que sintieron. Tengo vocación para la nostalgia y este ejercicio me resulta placentero. Siento que llegar a los cuarenta requiere revivir, asegurarme de que esas memorias medio reales y medio ficcionadas se completen, tengan su cierre, sean en sí mismas historias redondas, sin cabos sueltos (y no solo esas que mezclan las torres gemelas con El exorcista), para no tener el corazón galopando con esa horrible sensación de que la vida no ha sido suficiente.

Mi terapeuta de tarea me mandó que dibujara el número cuarenta y lo decorara con colores, con flores, con escarcha; que hiciera varios carteles así. Los pegue a mi alrededor y me familiaricé con el número para dejar de temerle.

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Viajamos hacia el campo. Alterno entre observar por la ventana verdes cultivos de choclos y leer Corazón de Edmondo De Amicis. Bajamos del auto, llegamos a un sitio donde nos brindan panales de abeja, masticamos el panal y la miel se escurre dentro de la boca y resbala por las comisuras de los labios. De regreso paramos en un campo de choclos, mis hermanos y yo nos metemos atravesando los alambres de púas, nos robamos cuatro choclos y nos vamos. Volvemos a casa, cocinamos los choclos y cenamos eso, y lo que queda de los panales.

Me pongo los audífonos del walkman y me acuesto sobre el césped. Es un día despejado, tengo diecisiete años y suena el disco Ok Computer de Radiohead. La cabeza me da vueltas, no tengo palabras para la experiencia de escuchar atentamente esa música que retumba en mi pecho. La voz aguda de Yorke diciendo cosas que no entiendo amplifica la belleza de todo lo que toca. Me habré enamorado por primera vez y para siempre. Desde esa mañana su voz me acompañará en cada uno de los días importantes de mi vida, desde el reniego y la melancolía, hasta escribir la tesis de la licenciatura, hasta viajar por el camino culebrero que va de Pujilí hasta Zumbahua, sintiendo que llegas a las nubes atravesando los Andes, hasta esas silenciosas mañanas en las que mis dos hijos fueron bebés y reposaban ligeros en un colchoncito de estrellas tomando los primeros rayos de sol de sus vidas.

Tengo veinticinco años, viajo a Alemania. Estoy perdida y confundida la mayor parte del tiempo, hasta que el grupo con el que viajo me invita a unirme a una excursión a Rostock, una pequeña ciudad a las orillas del mar Báltico donde se reunirá el G8 y nosotros viajaremos para ser parte de las manifestaciones en contra del poder. Viajamos en tren entre miles de personas, mientras se oyen las noticias sobre cómo desde el otro lado de Alemania viajan los grupos de neonazis, y la policía trata de contener a ambos grupos para que no se encuentren. Vivo esta experiencia casi desdoblada, arrastrada por una multitud eufórica; veo la alegría de las protestas, la música, los globos en el aire, el colorido y las pancartas en un extremo, y la violencia en el otro; jóvenes encapuchados arrancan adoquines y se los avientan a los policías que como única defensa los filman. Yo observo. Perdemos el tren y terminamos durmiendo en el suelo del sótano de un alemán que simpatiza con los latinos.

Tengo veintisiete años, estoy sentada en el sillón junto a este amigo a quien he amado discretamente durante algunos años, conversamos y tomamos vino; es una noche como cualquier otra cuando de pronto me mira a los ojos y me dice: Te he querido toda mi vida. No nos hemos separado desde entonces.

Llegar a los cuarenta ha sido reunir lo mejor de mí y ponerlo en un lugar seguro. Aceptando que si los primeros cuarenta fueron dignos de ser vividos, seguro los siguientes cuarenta tendrán algo relevante. En el camino tendré que encontrar las herramientas para enfrentar el paso del tiempo, estas arrugas necias, el temor a la enfermedad y la muerte. Ahora me queda este día soleado en el que escribo y mi corazón se siente seguro, abrigado por estas letras.

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