Los verdaderos problemas no se atienden en las elecciones, solo digo

Por Salvador Izquierdo.
Ilustración: Diego Corrales.
Edición 467-Abril 2021.

Cuando votamos, obligados, nos dividen en mesas de hombres y mujeres. Solo ese dato pequeño debería ser suficiente como para entender que ningún cambio significativo podemos esperar del proceso electoral. En ese momento, haciendo fila en alguna parte al interior del recinto que nos han asignado, se debería producir un alivio de todas las ansiedades, una reflexión pasiva sobre lo que estamos viviendo, mientras agradecemos al ciudadano al que le ha “tocado mesa” por su trabajo descomplicado. Un simulacro de la primaria no debería ser ocasión para morirse de las iras, no debe ser la vara para medir decisiones importantes que queremos tomar como, por ejemplo, huir del país o hacernos del pueblo. Hay que votar con argumentos personales, secretos, pero sin presión encima, los que ganan las elecciones son turros a la final, como los best sellers del momento. Están jugando a perder.

El verdadero problema del país son el racismo y el machismo. Una opción acerca de eso no está en la papeleta. No se puede elegir cada cuatro años ser o no racista y machista. Estas cosas las llevamos incrustadas adentro, en nuestra programación interna. Ya la cagamos, en ese sentido, hace un ratito nomás cuando le tratamos de usted a una persona de nuestra misma edad que vino a arreglar un tema de la conexión eléctrica. O cuando subestimamos el trabajo artístico, académico, deportivo, intelectual de una de nuestras colegas, por ser mujer. La cagamos al imponer una distancia que no tendría por qué estar ahí. Pero está ahí, con violencia, tiene control sobre nuestro cuerpo y mente. Necesitamos desintoxicarnos, no de la política de temporada, sino del patriarcado. O al menos empezar a debatir estos temas, creer en la gente que lo hace, sintonizarse con luchas que se están dando debajo de nuestras narices. Escuchar.

Hace poco escuché al escritor argentino Diego Sztulwark referirse a las Madres de la Plaza de Mayo como las responsables de haber salvado a su país de una debacle… espiritual (esta última palabra es mía, no recuerdo exactamente cómo lo dijo él). Un grupo de mujeres, madres, abuelas, allegadas, que obstinadamente, durante los años ochenta, sobre todo, se empeñaron en rechazar la normalización de una serie de atropellos individuales, la desaparición, la tortura, el asesinato de personas disidentes y la trasplantación involuntaria, anónima, de sus hijos e hijas recién nacidas a otras familias. Una reunión de personas que no permitió que se olvidara algo que, si se llegaba a olvidar, podría haber desintegrado el sentido de vivir en comunidad.

Me voy a alejar por un segundo de cualquier connotación ideológica que puede tener la frase de Sztulwark, me voy a hacer el loco frente a los vínculos que han establecido algunos organismos de Derechos Humanos con gobiernos de izquierda de la región, sean kirchneristas, chavistas, correístas… restándoles toda credibilidad. Hago esto solo para tratar de traducir ese gesto de rescate a nuestro contexto. ¿Quiénes salvan al Ecuador cuando todo parece estar perdido? ¿A quiénes acudimos? ¿Al movimiento indígena? ¿A los movimientos feministas/trans/Lgbti? ¿A los Yasunidos? ¿A los obreros? ¿Al periodismo de investigación? ¿A los inmigrantes? ¿A la religión? ¿A la música? ¿A los no contactados? ¿A los negros?

Opciones hay, faltan imágenes creíbles. Falta afecto. Falta trabajo. Pero tiempo hay, aunque muchos piensen lo contrario. El esfuerzo por rescatar lo que llamamos país va a seguir produciéndose, lejos de las urnas, los balotajes, lejos del ruido, en los vericuetos, en zonas periféricas, en subterráneos; casi siempre se lo considerará “inútil”, “poco práctico”, “poco profesional”, “perdido”. Ese es el vocabulario de nuestra salvación.

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