Los tiempos de la concentración

Contra el tiempo, libro del fotógrafo quiteño Armando Salazar Larrea, centra su mirada en los lapsos previos al éxito deportivo: el entrenamiento, los descansos, las líneas de partida. Es un homenaje al tiempo en que los deportistas se detienen y piensan, por un momento, en las hazañas de su insistencia.

Los tiempos de la concentración.
Portada del libro.

El triunfo obvio no existe, no importa. En estas fotografías sobre distintos deportes —atletismo, gimnasia, box—, la celebración está ausente, suprimida. Para paladear las glorias estáticas o en replay están los periódicos, la televisión, las redes sociales. Ahí suelen enfocar las medallas mordidas, los brazos en V, los cuerpos rompiendo las cintas de llegada, los récords.

En Contra el tiempo, el segundo libro del fotógrafo y documentalista quiteño Armando Salazar Larrea, la mirada, en cambio, está en lo que sucede antes de la competencia: en los entrenamientos, los descansos, las líneas de partida. En los instantes después de que un jab, un levantamiento de pesas o una jugada, repetidas docenas, quizá cientos de veces, no salen como debieron haber salido: como los deportistas y los entrenadores anhelaban.

“Cuando empecé a ir a la Concentración Deportiva de Pichincha, en 2008”, dice Salazar, profesor del Colegio de Comunicación y Artes Contemporáneas de la Universidad San Francisco de Quito, con cuyo sello editorial —USFQ Press— se editó este libro en marzo de 2022, “vi que las pruebas deportivas no eran lo más interesante sino el cansancio, siempre el cansancio”.

Concentración de los deportistas.

Pero en su búsqueda también apareció —desde un inicio y desde mucho antes de este proyecto— la concentración. La Concentración misma como un espacio arquitectónico ingente en el centro-norte de Quito, que lo cautivó desde sus años de estudiante en el colegio Cardenal Spellman (que antes quedaba cerca de ahí), y la concentración (in)quebrantable como un estado, una disciplina y una insistencia estoica para dominar una kata, la velocidad en la pista, un giro majestuoso en el aire o un solo de violín.

En Preludio, su primer libro (publicado por el Instituto de Patrimonio Cultural del Municipio de Quito en 2016), Salazar también captó esa dedicación ensimismada y esa necedad entusiasta de músicos que se formaban en el Conservatorio Nacional de Música y que, casualmente, funcionaba cerca del colegio Spellman, entre las calles Madrid y Andalucía. El interés por fotografiar este tema surgió, también y primero por el lugar: “era un edificio nada adecuado para enseñar música, las paredes eran de tríplex. Era un laberinto muy descuidado, pero del que siempre, a toda hora, emanaba música”.

Quienes entraban y salían de esas aulas, además, eran cuerpos parecidos a los que entraban y salían de las pistas, las canchas y las piscinas de la Concentración: cuerpos elásticos, vigorosos, en pleno brote fresco de su juventud.

¿Por qué esa fijación en los jóvenes?, le pregunto. “Es por el paso del tiempo”, dice Salazar, nacido en 1966. “Yo dejé de ser joven hace unos años atrás. Mentalmente te sientes joven, pero tu cuerpo es otro. Eso me pasó sobre todo con los deportistas: los veía y me decía: hace años quizá podía hacer algo parecido a eso, ahora ya no. He envejecido. Y uno a veces fotografía lo que ya no tiene: justo como no lo tengo, quiero verlo”.

“Si uno es deportista, el tiempo que transcurre es también el de la juventud y no solo el del cronómetro”, agrega Salazar en “Las imágenes y la memoria”, uno de los textos que acompañan sus fotos. “Desde esos años de juventud se vive el presente con una gran fuerza y se siente que el tiempo no pasará, que el cuerpo será siempre joven y la marca, el récord, el logro físico mejorarán. Se siente y se piensa así, pero, de pronto, un día, la marca no mejora o la vida nos lleva a otros menesteres”.

Los tiempos de la concentración.
Fotografías: Armando Salazar

En este caso, Salazar —quien también fue director de fotografía en las películas Qué tan lejos (2006) y En el nombre de la hija (2011), ambas de la cineasta ecuatoriana Tania Hermida— no sabe cuáles fueron los caminos en los que terminaron las vidas de los deportistas fotografiados entre 2008 y 2012: no ha vuelto a hablar ni a saber de ellos desde entonces.

Trece, catorce años después, mientras revisaba estas imágenes para el libro, entendió que “a veces las fotos no tienen mucho que ver con la memoria”. A él, en realidad, lo que le interesa es capturar cierta dialéctica: la relación de las personas y los espacios en determinado momento.

“El ser humano y su relación con el mundo: eso es lo que yo fotografío”, dice Salazar. “Cómo se sienten mientras están en el espacio en el que están. De alguna manera trato de captar el interior de las personas, y eso me lleva a un territorio que se puede definir como fotografía humanista, no humanitaria, porque no estás viendo vidas en riesgo”.

Vemos, sí, vidas paralelas en sus fotografías: compañerismo, complicidad. El deporte como una hermandad casi casi sanguínea: gimnastas con el pelo recogido en colas idénticas; karatecas enfundados en kimonos exactos: asépticos, marciales; nadadores que parecen trillizos bajo la uniformidad de sus gorros lisos y sus gafas anfibias. Todos concentrados: todos parecidos en la rigurosidad de sus vidas cronometradas, vendadas. Como ya se dijo: insistentes.

Los tiempos de la concentración.

“Los deportistas, como los músicos, como los fotógrafos, viven una permanente invisibilidad y este bello libro, hecho con paciencia y perseverancia, es un homenaje a cada uno de ellos, a todos esos personajes invisibles que siguen armando sus oficios a pesar de tener siempre el tiempo y, muchas veces, al mundo en su contra”, escribe la autora Paulina Simon, pareja de Salazar, en el texto que cierra el libro, llamado “Invisibles contra el tiempo”.

Una doble obstinación

El propio oficio de Salazar —fotógrafo analógico— ha librado su lucha particular contra el apuro absolutista de la tecnología digital. ¿Fotografiar con una cámara analógica es, entonces, una forma de fotografiar que va en contra del tiempo actual? “La fotografía analógica todavía existe, se ha adaptado a los tiempos, no desapareció.

En ese sentido sí, mi libro muestra una postura mía a favor de la fotografía analógica”. Para Salazar es útil que el arte tenga límites: una carencia de la fotografía digital. “En lo digital nunca se te acaba el rollo, puedes tomar miles de fotos. Pero en lo analógico es importantísimo saber que te queda poca película, porque eso hace que tu mirada se concentre más. Es más difícil”.

Entre las fotografías en blanco y negro que Salazar tomó con una cámara Nikkon F4 y una Leica M6, y que reveló en un estudio que él mismo adecuó en su casa en Tababela, además, aparecen sus hojas de contacto: láminas de papel fotográfico que muestran los distintos negativos de una imagen, la sucesión de cuadros —cambiantes— de un mismo momento. Las incluyó como un “elemento didáctico” para sus estudiantes y como un diario visual. “Diarios casi siempre implacables. La mayoría de las veces dejan un sabor amargo porque reflejan la constante imposibilidad de llegar a tiempo”.

Sutilmente variantes, las hojas de contacto revelan también el entrenamiento propio y tácito del fotógrafo que, entregado a su propia disciplina, busca, encuadra y dispara hasta dar —tras varios intentos— con una foto que funcione: que dé sentido a su persistencia. “Me gusta creer que estos personajes, todos jóvenes y yo”, escribe Salazar, “nos conectamos momentáneamente en la fracción del tiempo de la creación de la imagen —por fracciones de segundos, nadas más—, y en ese momento de conexión tuvimos un sentir compartido”.

Los tiempos de la concentración.

Fotógrafo y deportistas, cada uno volcado a su objetivo, acompañándose en su obstinación.
La última foto del libro es la de Luis, un boxeador, el único deportista adulto que aparece entre las páginas; en ese entonces tenía 36 años. En la conversación que Salazar y él tuvieron afuera del Coliseo Rumiñahui (parte de la Concentración), Luis le dijo: “No hay cómo boxear todo el tiempo, igual que usted no podría hacer fotos todo el tiempo, se aburriría”. Salazar lo anotó en la libreta de apuntes que llevaba consigo.

Allí también apuntó, en 2008, que las alegrías y la derrota extrema no son tan interesantes en los deportes. “Lo que motiva al deportista es un terreno intermedio, no delimitado; ese momento de reflexión que el final de la práctica deportiva nos da, cuando el cuerpo se ha relajado y la mente está clara y pensando en lo que se ha hecho”.

Relajarse, tener la mente clara para pensar en lo que se ha alcanzado: en medio de ese “mundo de intensidades contenidas, de miedos y de carencias” en el que viven los deportistas —como lo describe Salazar— esos momentos, quizá, son los que más deben sentirse como pequeñas grandes victorias.

Concentración del deportista.

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