Por Huilo Ruales.
Ilustración Miguel Andrade.
Edición 425 – octubre 2017.
Qué otra cosa podía hacer en ese tiempo sino practicar a diario la natación. Subir al Monteblanco sin moverme de casa. Perdonar a mi madre por milésima vez. Poner el dulce veneno en el agua del hormiguero. Y, a medianoche, con el maletín de Jack el Destripador y la determinación del ángel de la Gran Marca, penetrar en la ciudad para escribir en las paredes al ritmo cuatro por cuatro del funk. Sudar, no de miedo, sino de trance. Un muro alto como de búnker y blanco como la nieve, esa es la página que te ha sido concedida. Sálvala de la mudez. Que pronuncie un anatema, un rizo de fuego cuyas chispas brinquen al ojo que lo descubra. Por ejemplo: “la muerte se alimenta de vida, matémosle de hambre”.
Los escuadrones volantes se habían multiplicado como los animalitos del yogur. Los gorilas habían cambiado de régimen alimenticio y ahora comían carne fresca. Estudiantes, vagos, huérfanos, poetas, melenudos. Qué otra cosa podía hacer, sino fotografiar el otro lado de las cosas que para colmo estaban de este lado. Y rondar los bebederos subterráneos. Y asistir a los grupos clandestinos de escritura.
También asistía a las reuniones de un grupo con problemas de encogimiento. Gente buena aunque silenciosa, casi tanto como yo en ese tiempo.
Es en una reunión de aquellas que conocí a Sofía, una guapa chica de rostro un tanto hinchado por la droga; uso y abuso sobre el que ella contaba con riqueza de detalles, como si intentara vender el producto. Fue ella quien me condujo a la Kofradía de los Poetas Desalados, a la que pertenezco, aunque no siempre sus diletantes miembros se hayan enterado. También fue en su compañía que visité otros grupos literarios, cada cual dueño de la clave única y todos con el mismo enemigo que era y sigue siendo el miedo. Grupúsculos como las pandillas de las historietas cómicas, obsesionados por demarcar su territorio. Lo raro era que la inquina y la rivalidad los dejaba agotados como para dedicarse a la escritura y la lectura. Había clanes especializados en vender su marca, aunque debajo de ella no hubiese nada, ripio, detritus, sálvese quien pueda.
Gracias a Sofía, una noche de juerga en el Bukowsky, conocí al poeta que tenemos derecho cada cien años. Hablo del poeta Pedro Moreno. Hablo de Dios cuando estaba enfermo. Hablo de Satanás cuando tenía alas blancas y emplumadas y en su zarpa izquierda un aro matrimonial. A simple vista, el poeta tenía solamente dos ojos pero, si colocabas en ellos los tuyos, se te podían convertir en ceniza o en nieve. Dependía del momento. De la música que corría por las venas de la rocola. Del día de la semana. De la gente que encontraba. De la gente que necesitaba encontrar. Si encontraba depredadores, los depredaba. Si encontraba depredados, los ignoraba o los crucificaba. Abría la boca y salían flores venenosas y los buscadores de oro lloraban apoyándose en los hombros. Tenía mirada de niño cantor en el coro de Malher y la sonrisa del diablo cuando se caga en los querubines. Una vez, Pedro y Sofía, entre besuqueos, se encaminaron al pestilente baño del bebedero y no salieron más. Hasta ahora.
Actualmente la Sofía es más conocida como Aryastark. Ya no se encoge pero tirita hasta con los ojos, hasta con la palabra que se le enreda en los dientes como si la boca se le llenara de bichos vivos. Dicen que en los polvos tiene miles de orgasmos, como fuegos pirotécnicos, que la dejan muerta, como le deja la heroína. Hace poco presentó en el Palacio de la Polecía, que así se llama el antro del conde Drácula Cordero y Cordero, un poemario de carne. Literalmente, de carne, no de papel. Carne cruda y dura. 125 gramos sin hueso, pesaba cada ejemplar.