Por Francisco Febres Cordero.
Ilustración: Mario Salvador.
Edición 440 – enero 2019.
La plaza de toros no era un lugar: era un destino. Y diciembre no era un mes: era una cornada profunda, de tres o cuatro trayectorias, que la juventud daba a nuestra niñez. Eso es una verónica, me soplaba al oído mi hermano Rafael. Y eso, una rebolera.
Así fui aprendiendo un nuevo lenguaje.
Y mis ojos fueron agradándose de asombro.
Y mi memoria fue acostumbrándose a hacer que lo efímero se guardara adentro, en ese rincón donde está lo permanente.
Ya sabía lo que era un toro burriciego. Y un corniveleto. Y un negro, zaíno, bragado.
Pero todo eso se me olvidó cuando, desde el tendido de sol, arriba, arriba, cerca de la bandera, me preocupaba que la chica que estaba abajo, abajo, en la fila de contrabarrera, levantara la vista y me viera en medio de ese aguacero que se descerrajaba de improviso, aunque a la siguiente corrida la chica que estaba abajo, abajo, ya estaba arriba, arriba, porque era donde el sol había iluminado la fiesta con baile y con gritos, y después la invitación a una casa donde había más baile y más gritos, hasta salir por la noche a la calle donde el trago podía hacer el milagro de que por fin me viera pero, en lugar de embestirme con su pelo negro, zaíno, terminaba huyendo por la puerta de cuadrillas para siempre jamás, dejándome solo su perfume efímero que quedaba impregnado de melancolía adentro, adentro.
Y es que la Feria de Quito no solo eran los toros. También eran los toros y quienes los toreaban, pero era igualmente el Clan 5 y sube y sube la espumita/ como si fuera una cervecita y las bandas mochas que tocaban en las esquinas y las tarimas que cruzaban todo lo ancho de la calle y la locura de la madrugada y el chuchaqui del día siguiente que nos acompañaba durante toda la siguiente corrida y la siguiente y la siguiente.
Y así hasta que, ya a mis viejos años, un libro me refresca la memoria y me lleva hacia esos rincones de la Feria que para mí, entre tantos saltos, gritos y flirteos, estaban recubiertos por la niebla de la ignorancia o del olvido. Quito, la feria de América es un libro cuyas páginas conducen al lector hacia los territorios más serios de la tauromaquia, en que no caben otras verdades que aquellas que se van tejiendo en el ruedo entre el torero y el toro, entre el valor y la furia, entre la muerte y la vida.
La obra, tan minuciosa, tan rigurosa, tan puntillosa, está destinada, ¡qué duda cabe!, a los aficionados de postín. Pero también a aquellos curiosos que quieran adentrarse en ciertos meandros de la historia y saber el origen del toro en estas latitudes, lo arraigadas que estuvieron las corridas en las celebraciones populares, el origen de las ganaderías, las primeras plazas, los primeros toreros.
Tal vez —digo tal vez— fui testigo del primer torero que, en la plaza Quito, cayó herido con una cornada hondísima, que las manos prodigiosas del doctor Guillermo Acosta supieron curar. Pero tal vez —digo tal vez— mi mirada no estaba en ese instante dirigida hacia el ruedo, sino que buscaba anhelante el diálogo imposible con esos otros ojos. Por eso ahora, al abrir el libro de Gonzalo Ruiz Álvarez, me surgen los tal vez como en cascada, y voy, página a página, (re)viviendo la Feria, buscando llenar de pases los olvidos, de certezas las dudas, de arte y de valor los desencuentros.