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Diners 466 – Marzo 2021.
Por Fernando Hidalgo Nistri
Fotografías: Cortesía Instituto de Patrimonio Cultural
Entre fines del siglo XIX y comienzos del siguiente, el Ecuador asistió a los momentos picos de una fiebre por construir vías férreas. No hace falta entrar en detalles. Solo decir que de estas fechas data la mítica y ciclópea obra del tendido de la línea Guayaquil-Quito. Posteriormente se iniciaron los trabajos de los ferrocarriles Ibarra y San Lorenzo y Sibambe-Cuenca. Gracias a esta red vial, el Ecuador logró articular buena parte del territorio y sobre todo mantener comunicadas tres grandes regiones, la Sierra centro norte, la comarca azuaya y una parte de la cuenca del Guayas. No obstante, y por iniciativa de los poderes locales, territorios periféricos del país también se interesaron en construir sus propias redes ferroviarias. Un buen ejemplo de ello fue lo ocurrido, tanto en Manabí como en la provincia de El Oro. La temprana incorporación de estas subregiones al comercio internacional reclamaba buenas vías de comunicación para facilitar la extracción y la exportación de productos que, a partir de 1870, habían empezado a cobrar importancia. Esta demanda resultaba más urgente debido a que en ambas provincias y a diferencia de Guayas y Los Ríos, no contaban con una buena red hidrográfica apta para la navegación.
Primeras redes
La primera iniciativa ferrocarrilera la promovieron las élites de El Oro, que lograron poner en comunicación Puerto Bolívar, Machala, El Guabo, Arenillas y la localidad de Piedras. Las operaciones empezaron hacia 1898, esto es ¡diez años antes de que entrara la primera locomotora a Quito! Aunque no se pudo llegar hasta la minera Portovelo, tal como se había previsto originalmente, la red alcanzó la no despreciable extensión de 128 km. Los ferrocarriles orenses se mantuvieron en activo hasta la década de los años sesenta y setenta del siglo pasado y dejaron de funcionar en 1971. Esas redes ferroviarias resultaron muy útiles para las provincias en cuestión toda vez que fueron grandes dinamizadoras de la economía local. Gracias a ellas fue factible la exportación de cacao, café, maderas y hasta la producción aurífera de Portovelo. Hay que tener presente que hasta los años cincuenta Manabí y El Oro se hallaban muy deficientemente conectadas con el resto del país. Más fácil resultaba ir a Guayaquil por barco que por la incipiente carretera existente.
El proyecto manabita ya había sido propuesto por Eloy Alfaro. Sin embargo, los que llevaron a cabo la empresa fueron los empresarios alemanes Gonzenbach y Voelker. Con muchas dificultades y a falta de interés de los inversionistas extranjeros, a la larga, el ferrocarril tuvo que financiarse gracias a los capitales que aportaron tres acaudalados caciques de la zona, Manuel Chávez, Ricardo Delgado y Francisco Delgado. En realidad se trataba de un equipo de empresarios que habían prosperado a raíz de las exportaciones de tagua, cacao y sombreros de paja toquilla. El resto del presupuesto se financió gracias a la asignación de unos cuantos impuestos y tasas locales al tabaco y al alcohol. La red manabita contaba con dos ramales: el primero comunicaba entre sí las localidades de Manta, Montecristi, Portoviejo, Santa Ana y Chone, mientras que el segundo hacía lo propio con Bahía, Tosagua, Calceta y Chone. El ferrocarril dejó de funcionar hacia mediados de los años sesenta del siglo pasado. Según el testimonio de los viejos moradores, si algo caracterizaba el paso de los convoyes, era el fino aroma a cacao y a tagua recién quemada que solía dejar a su paso.
Optimismo
Un dato importante a consignar: ambas redes ferroviarias fueron construidas con la intención utópica de conectar el mar con las comarcas serranas. El ferrocarril de Manabí tenía la mira puesta en la posibilidad de llegar a Quito, mientras que el de El Oro proyectaba comunicar Loja, Cuenca y, posteriormente, desembocar en un imaginario puerto en el Amazonas. De hecho, en los años treinta del siglo pasado, todavía había unos cuantos ingenuos convencidos de la factibilidad del proyecto. ¡Toda una muestra del exceso de imaginación y de optimismo de los ecuatorianos de la época!
Pero no todo quedó ahí, las élites locales guayaquileñas también se embarcaron en la construcción de una línea férrea entre el puerto y Salinas, una obra hoy completamente olvidada. Por lo visto, la primera iniciativa correspondió al célebre Archer Hartman que había propuesto comunicar Guayaquil con Manglaralto. Pero en realidad no fue sino en el año de 1906 cuando Eloy Alfaro puso el preceptivo “ejecútese” a la petición que meses atrás habían presentado al Congreso, más de cien “propietarios y vecinos honorables”. Aunque inicialmente el proyecto estaba pensado para llegar a la población de Playas, años después fue rectificado y se optó más bien por llevarlo a Salinas. Esto implicó que se tendieran 150 km de rieles en lugar de 91, y un sobrecoste no previsto. Su construcción empezó hacia 1912 y solo en 1926 logró llegar a Santa Elena. Al puerto de La Libertad tardaría ocho años más y otros dos a la población de Salinas. Finalmente, la inauguración de las obras tuvo lugar el cinco de octubre de 1936, en unas instalaciones ubicadas en el actual barrio de Bazán. El ferrocarril funcionó a lo largo de veintiocho años, desde 1926 hasta 1954. Aunque no existen datos contables fidedignos, la empresa fue deficitaria y los números rojos provocaron su quiebra. Sin embargo, y como en otros casos, la causa de su defunción fue su incapacidad de competir con el automóvil y con el fenómeno de la carretera. Para los años cincuenta, el servicio de autobuses ya se había implementado y el viaje resultaba mucho más rápido y barato.
Fines recreativos
Por curioso que pueda resultar, la construcción de la línea del ferrocarril no fue pensada con fines económicos. A diferencia de otras obras similares, el desarrollo de la agricultura o del comercio de una zona periférica no fue una prioridad. En un prospecto de la empresa, los promotores declararon sin remilgos y con claridad absoluta, que la idea de lucro “no había inspirado jamás el ferrocarril a la Costa”. Y no solo esto, para rematarlo precisaron que, “en cuanto a la carga, debemos convenir, en que poco nos importa”. La razón que motivó a los autores de la iniciativa fue el deseo eminentemente lúdico y recreativo de los “vecinos honorables” del puerto de acceder a las playas de la península. Tal como se argumentaba en el mismo documento, la idea era que los guayaquileños tuvieran un desahogo y evitaran los rigores de los meses del invierno costeño. “Los cansados hijos del trópico” demandaban “las frescas brisas del mar” para reponer energías. De hecho, sus promotores calificaron al ferrocarril de “exclusivamente sanitario” para satisfacer “una imperiosa necesidad pública en orden a la conservación de la salud”. Esta justificación, que hoy nos parece un poco banal, en esa época no lo era en absoluto. Hay que tener presente que, si en los años veinte y treinta había un valor en alza, este no era otro que la salud pública. De otro lado, y pese a las campañas de saneamiento de la ciudad llevadas a cabo por Noguchi, Guayaquil seguía siendo un foco de enfermedades tropicales.
Tren de carga que parte de la estación de Durán. Guayas, 1900-1910.
Por otro lado, es evidente que el ferrocarril dinamizó la economía de la zona. La facilidad del transporte supuso la rebaja de los costes de la sal, pero también se logró que la producción hortícola se pudiera transferir a Guayaquil. Adicionalmente, las élites guayaquileñas invocaron otras razones para justificar el proyecto. Víctor Emilio Estrada argumentó que la obra era útil para defender Guayaquil de una posible incursión militar peruana. Según él, la ciudad era muy vulnerable por el flanco de la costa. El otro objetivo, este sí más creíble y real, era lograr que Salinas se convirtiera en eso que se llamó el antepuerto de Guayaquil. Hay que considerar que para estas fechas el canal que utilizaban los barcos para hacer la entrada al puerto ya presentaban grandes dificultades para los trasatlánticos de nueva generación. Por otro lado, los sedimentos del río disminuían, cada vez más, el calado de las vías de acceso a los muelles de la ciudad. Los gestores de las obras pensaron que la construcción de una buena infraestructura en la bahía de Salinas estaba en condiciones de solventar el problema.
Detractores
La construcción del ferrocarril tuvo sus detractores y no precisamente en Quito. Por un lado, hubo muchas voces de protesta contra una obra que no se consideraba prioritaria y que, por otro lado, no parecía que iba a ayudar al desarrollo de la región. A la final, en esa época, la península de Santa Elena no era sino un mar de pampas semidesérticas y agrícolamente poco productivas. Hay que tener presente que el Ecuador de los años veinte y treinta estaba sufriendo una de las peores crisis económicas de su historia. Pero también las protestas vinieron de ciertos sindicatos que argumentaron que el ferrocarril era un lujo del cual solo podían aprovecharse los más pudientes de Guayaquil. “Los ricos e influyentes de sangre azul —decía un sindicalista— deben costearse sus comodidades sin recurrir a los centavos de los infelices”. Los promotores del proyecto, por su parte, dieron la vuelta a estos argumentos, apelando a los valores democráticos inherentes al tren. Sostuvieron que el ferrocarril estaba hecho para beneficiar sin distinciones a toda la población y el que les permitiría viajar y aprovecharse de la playa. A la final se trataba de un transporte igualitario, masivo y barato. El automóvil, ese sí, era el que efectivamente promovía el elitismo y volvía el acceso al mar un privilegio exclusivo de ricos.
Entre caimanes
La historia de este ferrocarril está plagada de anécdotas curiosas que dan buena cuenta de la vida cotidiana de las familias guayaquileñas de la época. El tren y los autoferros no solo eran medios de transporte poco confortables, sino que, además, había que soportar los grandes inconvenientes que suponía la vía. Ya, a poco de salir de Guayaquil, aparecía el primer obstáculo con el cual había que lidiar. A la altura de lo que ahora es la urbanización de Puerto Azul, se encontraba el sitio conocido como La Lagartera. En este lugar las locomotoras debían interrumpir momentáneamente su marcha, hasta que el personal del ferrocarril terminara de retirar las decenas de caimanes que salían a tomar el sol sobre los rieles. Cuando empezaban los rigores del invierno —entre diciembre y mayo— decenas de familias guayaquileñas se aprestaban a huir de la sofocante ciudad a la frescura de las playas. Para esto se reservaban vagones enteros que albergaban no solo a la numerosa prole y al ejército de sirvientes, sino también colchones, menajes de cocina, provisiones y más implementos. El viaje, en condiciones normales, solía durar en torno a seis horas. Ello constituía un triunfo tomando en cuenta que antiguamente la travesía a lomo de mula duraba tres días.
Accidentes
La historia del ferrocarril acusó dos accidentes graves. El primero tuvo lugar hacia el año 1941, a la altura del antiguo puente de madera sobre el Estero Salado, cuando la locomotora denominada Mastodonte se precipitó al agua. Pese a lo aparatoso de la tragedia, solo hubo que lamentar la muerte del maquinista, mientras que los doscientos pasajeros del convoy apenas si sufrieron heridas leves. El otro accidente fue muy grave y ocurrió en 1950 cuando, en circunstancias extrañas, colisionaron la máquina 45 y el autoferro 26. El accidente se saldó con veinticinco pasajeros fallecidos y veinte heridos.
Como dije, el ferrocarril dejó de prestar servicios en 1954. Para estas fechas ya se había construido una carretera por la cual circulaban vehículos particulares y los primeros autobuses con servicio regular. La línea y las estaciones se desmantelaron y en pocos años todo se esfumo. Apenas si quedó el viejo muelle de Salinas como único rastro de lo que había sido el proyecto. Los rieles terminaron utilizándose como postes para el tendido eléctrico.