Los niños vagabundos que encontraron su albergue

Treinta y cinco años después de la creación del Proyecto Chicos de la Calle, algunos de quienes se beneficiaron de él cuentan cómo cambiaron vida y dieron otro rumbo a su destino.

Por Estefanía Montalvo Cózar

Fotos: Eduardo Valenzuela

Por un instante se traslada a 1979. “Cuando uno inhala cemento de contacto las gotas de lluvia caen como si fuesen florcitas de colores”, recuerda “Chepito”, uno de los primeros participantes del Proyecto Salesiano Chicos de la Calle. Lo revive con lujo de detalles, cuando estaba agazapado detrás de un gigantesco tanque de agua, ubicado en el tradicional barrio de San Juan. Mientras rememora ese episodio, simula tocar esas florcitas que revoloteaban cuando tenía apenas 10 años. “No todo era un juego, era una salida para olvidarme del hambre y el frío que sentía”.

Jesús Yánez, para los panas “Chepito”, fue uno de los primeros 11 muchachos que ingresaron al Proyecto Salesiano Chicos de la Calle, conocido originalmente como El Galpón de los Muchachos. Era un albergue que acogía a niños y jóvenes de hasta 18 años que vagabundeaban por las calles del Quito de los años setenta. Algunos eran huérfanos, otros no tenían hogar, otros habían huido de sus casas y querían probar suerte.

“Chepito” fue de los que abandonó su casa. Cuando cumplió ocho años, sus padres se divorciaron y, en señal de rebeldía, se escapaba a gastar suela en las calles, día tras día. Sin embargo, algunas noches volvía pasadas las 22:00 a su cama caliente, donde le esperaba una “juetiza” de su mamá. Se acostumbró a ello, hasta que un día encontró oficio.

Su primer trabajo fue el de limpiar las planchas donde se coloca el pan para llevarlo al horno. Sus pequeñas manos eran perfectas para limpiar los bordes interiores y exteriores de las latas de una panadería en San Juan. Al principio fue todo como juego, su grupo de siete amigos, también fugados de sus casas, dormían en la panadería hasta que “Chepito” tuvo problemas con los dueños: el hambre era tal que se comían las pastas que los dueños guardaban para los comensales del día siguiente. Los descubrieron y los niños emprendieron una veloz huida.

El gusto era corretear

Al inicio cada andanza empezó como un juego, corrían de un lado a otro, escudriñaban los recovecos de la ciudad. A finales de la década de los setenta, Quito bordeaba el millón de habitantes. En esa misma época, el Gobierno militar dictó la controvertida ley de reforma agraria que, lejos de mejorar la situación del agro, la empeoró, provocando un abandono del campo con el consiguiente aumento del flujo migratorio a las urbes. Varios niños del Proyecto, justamente, venían de provincias hacia la “gran ciudad”.

Una hazaña de esos niños callejeros era robar las propinas de los restaurantes ubicados en la Av. Amazonas. Los meseros correteaban para atraparlos, pero se daban por vencidos al cabo de pocos minutos.

Los rumores e historias revoloteaban a lo largo del día, tenían mucho tiempo para conversar. Uno de los muchachos comentó que unos religiosos regalaban cajones para lustrar zapatos y que en una camioneta pasaban recogiendo a los niños por la Universidad Católica, en la Av. 12 de Octubre. Los religiosos a los que se refería eran parte de las misiones de salesianos que hacen labor social ya por varias décadas en el Ecuador.

Así empezó la aventura de “Chepito” en el Proyecto Salesiano. A los 11 años entró a San Patricio, donde los salesianos acogían a los niños para reinsertarles socialmente. El albergue estaba ubicado en el valle de Cumbayá, rodeado de potreros y árboles de eucalipto, una posada donde tenían comida, cama y talleres prácticos de carpintería, electricidad, mecánica y más.

El padre Pierluigi Carletti, a quienes los niños apodaron “Chicho”, fue claro con las reglas al ingresar: podían salir, pero debían también tener un oficio. Cargados de una caja para lustrar zapatos, su base de operaciones era el entonces playón de La Marín y las calles del Centro Histórico.

Estaban motivados, sobre todo, por el desayuno fortificado que los padres salesianos les brindaban cada mañana. Las contundentes porciones eran esperadas con ansias. “Uno soñaba en las noches con el desayuno del otro día. Era bueno gracias al padre “Cuchiplumas”: una taza de leche de vaca, un pan bien grande, arroz con huevo, arroz con guineo o arroz con aguacate”, cuenta “Chepito” ahora, a sus 47 años.

La persistencia con los muchachos hizo que la mayor parte de quienes empezaron en el proyecto —recuerda Jesús Yánez— ahora tengan un oficio o una profesión que les ha permitido formar una familia y tener una vida digna, lejos de la calle. “Chepito” aprendió carpintería y un poco de electrónica, al punto que 10 años más tarde volvió como educador de las nuevas generaciones de los Chicos de la Calle.

Permaneció ocho años con los salesianos, ayudando a formar y rehabilitar a más y más muchachos que necesitaban una mano para no “lanzarse al ruedo en las esquinas”. Pero finalmente se especializó en máquinas soldadoras electrónicas, a las que aprendió a manipular en Austria, adonde viajó por encargo de su jefe durante un mes. Quiso quedarse allá pero no pudo. El oficio que aprendió en el extranjero lo mantiene y le permitió criar a sus cuatro hijos. Se considera un especialista en arreglar soldadoras digitales.

Uno de los primeros alumnos de “Chepito” en San Patricio fue un niño muy locuaz, afrodescendiente e inquieto, Édison Santacruz. Con apenas ocho meses, quedó huérfano de padre y madre. Hasta que cumplió los cinco años, permaneció con una tía, quien lo cuidó hasta que el niño tuvo que salir a la calle en su natal Ibarra. “Vagabundear” es la palabra que más repite cuando se le pregunta por la historia de su infancia.

A los siete años emprendió un viaje que parecería una epopeya para su edad. Sin importar las condiciones, llegó a Calceta, Esmeraldas, y de allí se trasladó a otras ciudades. Contando con la complicidad de los pasajeros, se escondía debajo de los asientos de los buses como un auténtico polizonte.

“Era un negro bien chiquito, nadie me encontraba”, cuenta mientras sonríe. Sus ojos brillan a sus 39 años, cuando ya no padece el frío de la vereda que durante casi dos años tuvo que sentir en su cuerpo y que terminó por congelar su inocencia.

Un salesiano lo encontró en una calle de Quito y le llevó al Proyecto. “Al principio no me adaptaba, me escapé unas tres veces, pero luego volvía”. El padre Marco Paredes fue una ayuda durante su rehabilitación en San Patricio.

“Muchos de mis compañeros fallecieron por cuestiones de droga, prácticamente, ellos tenían otro estilo de vida, la más fácil, robar. Otros están presos. Los padres nos dieron las herramientas y la oportunidad, pero de cada uno depende tomar el camino adecuado”, insiste sentado en el parqueadero del bloque A de la Universidad Politécnica Salesiana, donde ahora trabaja como guardia. “Hola Cookie”, le saluda una de las alumnas de la universidad. Él sonríe. ¿Cookie? Galleta de chocolate, responde de inmediato. Es un apodo que heredó de su hermano mayor Juan Carlos, a quien encontró en el Proyecto, en el 79, desde allí no se separaron. De pequeños, tras la muerte de sus padres, sus nueve hermanos tomaron rumbos diferentes, pero con el paso de los años se reencontraron.

Algo que marcó al “Cookie chico” fue cuando uno de sus compañeros del Proyecto, al que llamaban “Sheriff”, cayó herido de bala. Moribundo, casi tartamudeando, una noche que “Cookie” lo visitó, tomó su mano y le dijo: “Nunca te dañes”. Eso lo marcó. Al contar esto, su voz se torna casi inaudible. Pese a su edad, quiere seguir estudiando. Está ahorrando para cumplir su sueño de ser abogado y defender a sus amigos, dice.

A Juan Carlos Padilla, hermano de Édison, lo llaman “Cookie grande”; los libros no lo seducen tanto como a su hermano, su debilidad es el fútbol. Aunque tiene 44 años y sabe que no puede volver a jugar profesionalmente, cada vez que puede lo hace como hobby. Él tenía cinco años cuando murió su madre; su padre se dio al abandono y él decidió salir a vagabundear en Ibarra. No moría de hambre porque en el mercado le regalaban cualquier cosa que le servía de alimento.

Un primo lo llevó a Quito. Su primera parada fue la Villaflora, al sur de la capital. Lo que mejor sabía hacer entonces era caminar. No temía. “Hacía frío, pero en cualquier banca nos acomodamos durante las dos noches que estuvimos en la calle”.

Anduvieron sin rumbo, hasta que les recomendaron el Galpón de los Muchachos. Con la caja para lustrar zapatos, igual que “Chepito”, subsistió. El abrigo, la cama y la comida no le faltaban. A quien recuerda es a la madre Sigmunda Schnetzer, ella le extendió una mano para que aprendiera a leer y escribir en la escuela Ruswell. Su hiperactividad era un problema al momento de sentarse a estudiar; sin embargo, terminó la escuela. La madre Sigmunda es conocida en el país porque abrió el Hogar Santa Lucía en Chillogallo y fue partícipe de otras obras sociales en el Ecuador.

Luego de unos tres o cuatro años —según recuerda “Cookie”— de los 11 originales sumaron 70 muchachos a quienes albergaba el proyecto. Según estadísticas de Unicef, 350 millones de niños trabajan en el mundo, y, de ellos, 789 000 son ecuatorianos. Pero el objetivo, según el actual director del Proyecto Salesiano Chicos de la Calle, Robert García, siempre fue “devolverles la dignidad de hijos de Dios, restituyendo sus derechos”. Actualmente, albergan a tres tipos de niños: los ‘callejizados’, niños que tienen a la calle como su hogar; los que están en procesos de ‘callejización’, es decir que deambulan en la calle durante horas, y niños trabajadores, quienes tienen familia pero que deben trabajar para ayudarla. El proyecto que empezó hacia 1977, en Quito, ahora está en siete ciudades del país y acoge a alrededor de 5 000 muchachos.

Los dos “Cookies”, al igual que sus otros amigos del Proyecto, aprendieron agricultura en una huerta que tenían los salesianos y que hasta ahora la conservan. Pero cuando los talleres de oficios se abrieron, la carpintería fue lo suyo, claro, no más que el fútbol, recalca “Cockie Grande”. Pero se autodefine como el mejor tornero. Hacía tazas, artesanías, lámparas… En el Proyecto estuvo desde los siete hasta los 16 años. Pero en vez de ir al colegio, decidió jugar fútbol en las inferiores de El Nacional. Su experiencia fue enriquecedora, pero —insiste— siempre fui muy agradecido con el apoyo de los salesianos que me tendieron una mano para no quedarme en la calle. Luego de casi cinco años, dejó las canchas.

“¿Quieres ayudarnos con los muchachos como educador?”, le preguntó uno de los padres del Proyecto

“Claro que sí, padrecito, no puedo decirles que no”, respondió “Cookie”.

Dejó el fútbol y llegó a La Caleta, también parte del Proyecto, pero ya no era un niño de la calle sino un fornido adolescente, educador. Tampoco dejó completamente el deporte, enseñaba fútbol a los muchachos del Proyecto. “Fue una forma exitosa de lograr que los chicos sean constantes y permanezcan en el albergue”.

38 muchachos estuvieron a su cargo. No solo el fútbol fue útil para el trato con ellos, sino preparar la comida. Uno de sus éxitos fue lograr que se construya un horno grande de pan. Fue innato, hacía deliciosos panes y, a consecuencia de ello, dirigió la panadería Don Bosco, en La Tola, durante dos años. Finalmente, con otro grupo de chicos, fue a Ambato a la granja Don Bosco, donde también formó y rehabilitó a decenas de muchachitos. “Mantenerlos ocupados en un oficio hacía que se olviden de los vicios que siempre te encuentran en la calle”, dice.

“Cookie grande” controla el ingreso y la salida de vehículos en el parqueadero de la Universidad Salesiana en Quito. Allí trabaja ya 10 años sin interrupciones, al igual que su hermano Édison. De vez en cuando agacha la cabeza, pensativo, para recordar detalles de su vida. Lo cuenta todo sin recelo, pero hay temas que lo entristecen. Me clava la mirada y dice tajantemente: “No, eso no”. Cambiamos de tema. ¿Cómo encontró a su hermano el “Cookie chico”? Contundente: “La sangre llama a la sangre”. Caminaba por La Marín, rumbo al valle, y le llamó la atención una “pelotita negra” ahí en la vereda, era su hermano menor, a quien no había visto desde hace una década. Ambos son una leyenda en la universidad por su don de gentes y su espontaneidad. Hasta dan consejos a los universitarios cuando están en líos, dramas o encrucijadas. ¡Quiénes mejor que ellos que saben lo dura que es la vida!

Han transcurrido 35 años, ya no deben cuidar a los muchachos de la calle sino a sus hijos. “Chepito” se las sabe todas y se esfuerza para que sus hijos sigan sus estudios. Ya el primero está en la Universidad Central, en Ingeniería Comercial, los otros, en el colegio. “No quiero que jamás mis hijos se desvíen o tengan que padecer lo que yo en las calles”. Esa misma oración hacen los “Cookies”, apenas dejan la guardianía en la Salesiana, corretean, como cuando eran muchachos, a ver sus hijos, no quieren dejarlos solos.

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