Por Alexandra Kennedy Troya.
Fotografías: cortesía The Metropolitan Museum Of Art.
Edición 454 – marzo 2020.

La amapola, símbolo de muerte, sueño, oscuridad; el tulipán, de belleza y lo perecedero; la rosa, del amor. ¿Qué tal si juntamos todas las flores, aquellas que se abren en primavera, aquellas que recién lo hacen finalizando el verano o las verdáceas que duran eternamente? En el buqué pintado juntamos, además, las que significaban vida, muerte o lujuria. Un verdadero despliegue de naturalezas vivas —como floreros— y muertas, como aquellos restos de fruta recién pelada, dulces cortados con delicadeza, copas de plata de las cuales aún chorrean las últimas gotas de vino compartido por alegres y despreocupados comensales.
Sendas pinturas con estos temas salen de los talleres holandeses durante su Siglo de Oro, el XVII. Algunas llegan hasta América, otras merecen ser grabadas y así se reproducen por cientos y circulan por los lugares más inusitados. Uno de estos pequeños grabados cae en manos de nuestro pintor quiteño Miguel de Santiago, quien se afana por reproducir un rico hábitat multifloral (muy holandés) alrededor de una escena religiosa, la Virgen con el niño, una pintura que aún adorna el refectorio del convento de Santo Domingo en Quito. En esta se juntan el obsesivo catolicismo español y el fresco rostro de la sociedad holandesa convertida entonces al protestantismo.
Estos dos mundos, que ahora los creemos muy distintos, estuvieron alguna vez íntimamente ligados. El gran imperio de los Habsburgos había incorporado en 1477 a Holanda como parte de sus Diecisiete Provincias. Holanda dominaba al norte y su último conde fue Felipe II de España, depuesto oficialmente en 1581. Sin embargo, los monarcas hispánicos conservaron su poder como condes de Holanda hasta la Paz de Münter firmada en 1648. Mientras duraron los largos enfrentamientos entre España y Holanda, y en general los Países Bajos, los iconoclastas protestantes destruían a sierra y machete las imágenes en iglesias, capillas y hospitales católicos. En 1566 habían eliminado el 90 % de su arte mayoritariamente religioso. Había que inventarse algo distinto…
Entonces se crearon nuevos géneros pictóricos para representar la activa vida mercantil de Holanda, las tabernas de vida licenciosa, las intimidades de mujeres que acunan al hijo o leen la carta de su amante, el paisaje plano serpenteado por caminos de tierra y pastores solitarios, los retratos de profundidad psicológica o las mencionadas naturalezas muertas. Detrás de ello la intención parecía ser la de celebrar pictóricamente la libre vida de comerciantes y navegantes, eliminar al menos parcialmente la representación unívoca de aristócratas, reyes o caracteres de la Biblia. En una palabra, esta sociedad empezaba, antes que otras, su marcha hacia la secularización.
Entonces, lo que animó a Rembrandt, Vermeer o Ruisdael fue pintar al óleo sobre lienzo o madera pulida, en formatos medianos y pequeños, obras que ocuparían los espacios domésticos, las salas de sesión de los concejos municipales, las casas gremiales, las morgues o las escuelas de Medicina. Se escudriñaba el carácter y la intimidad de los personajes; basta revisar los autorretratos de Rembrandt en sus diversas épocas de vida o La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp del mismo autor, donde los médicos y pupilos que estudian los interiores de un cadáver miran al observador o al pintor casi como frente a la cámara, como congelados, señalando los minúsculos rasgos y gestos que no pasaron desapercibidos al artista.

Johannes Vermeer, c. 1662.


Una técnica asombrosa
El Museo Metropolitano de Nueva York (MET), al exponer de sus reservas 67 pinturas de la Escuela Holandesa de los siglos XVII y XVIII, y hacerlo bajo las directrices de un curador excepcional, el joven Adam Eaker del mismo MET, vuelve a refrescarnos la mirada de aquel momento con la exhibición denominada In Praise of Painting. Dutch Masterpieces at the Metropolitan (Elogio a la pintura. Obras maestras holandesas en el Metropolitano). El momento parece ser el perfecto, una especie de rescate porque la pintura de caballete ha entrado en una prolongada crisis de valoración por parte de museos y coleccionistas contemporáneos.
Es verdaderamente asombrosa la capacidad técnica de estos pintores; la luz y la oscuridad, los ambientes velados, que animan muchas de estas obras creando escenas de misterio y fantasía como aquella de Vermeer, Joven con una jarra (c. 1662). No solamente es la luz, es también el valor que los artistas de esta región pusieron sobre los objetos: el brillo intenso de la palangana y la jarra de plata a la que la muchacha se apresta a levantar, insinuando por medio de una ventana semiabierta algo o alguien fuera de casa que atender; el estropeado forro de cuero de libro delcual casi puedes sentir su piel; el mapa colgado detrás de la mujer trazado minuciosamente, recordándonos quizás el apego holandés por la navegación, las conquistas territoriales y la trata de esclavos. Una de las entradas temáticas de la exposición es precisamente la denominada “Tras puertas cerradas”, donde se analizan muchas escenas de privacidad. La luz se convierte en brillos titilantes en manos del pintor Franz Hals en sus escenas de cantina, enamorados riendo y cortejándose mientras beben, pájaros parlantes que se comunican con sus dueños de manera divertida. Todo esto en medio de escenas con gran capacidad expresiva y de movimiento, de un pincel que hace de la seda roja del ropaje de algún personaje un verdadero deleite visual. Su Joven y mujer en una taberna (1623) sirve de ejemplo de lo dicho.
El jocoso y divertido mundo de las cantinas públicas pasa al ámbito privado en escenas cómicas familiares como la de Jan Steen en El hogar disoluto (c. 1663-64), donde hombres y mujeres juegan, tocan instrumentos y beben hasta emborracharse, comen al hartazgo y desatan la lujuria. Un gato negro merodea husmeando un filete o un pescado tirado en el suelo; el gato en este contexto simboliza la voluptuosidad. Un niño entra en la escena para jugar con los bigotes de una viejecilla ebria dormida. Detrás existen lecciones de moralidad y enseñanza de virtuosismo para sociedades que tras haberse enriquecido disfrutan de la vida sin importarles las consecuencias ni el origen de tanto dinero. Nuevos ricos en plena acción.
Los artistas se mueven por los recovecos del hogar. No dejan de pintar baños, salas, comedores o cocinas. En esta última aprovechan para registrar los cuartos fríos y las despensas, la lumbre de la cocina de leña, el mercado del día o el jugueteo oculto de una pareja. Así, no es de extrañar que otro de los tantos pintores, Peter Wtewael, realice por 1620 su Escena de cocina donde aparecen la cocinera joven riendo con el vendedor de huevos y aves. Alrededor se disponen los animales muertos, el costillar, listas las perdices para ser asadas. Nuevamente brillan los utensilios dispuestos sobre una repisa encima de la pareja. Son las “Cosas elocuentes” o las “Vidas de mujeres” otros ejes temáticos muy sugerentes de la exposición.



Barroco que llegó a Quito
Las tensiones entre realismo e idealismo juegan un rol sobresaliente en la pintura holandesa, incluso para representar una escena mitológica, asunto que no falta en el repertorio de esta sociedad protestante de consumo. Por ejemplo, Gerard de Lairesse, de quien existe un extraordinario retrato en la colección, representa Apolo y Aurora (1671). La bella Aurora, diosa romana del amanecer, sostiene un canasto lleno de rosas y otras florecillas e ilumina el paso celestial de Apolo, hijo del gran Zeus, dios del Olimpo. Apolo es conocido como dios de la luz, la música, la poesía, la curación y la profecía. Esta pareja fue muy representada en la pintura tanto italiana como francesa y en este caso en particular se creyó que, debido a los rostros atractivamente individualizados, podrían haber sido los retratos disfrazados (de dioses) de una pareja recién casada. Este tipo de encargos eran usuales por aquel entonces.
En el cuadro anterior la naturaleza se muestra viva, las hinchadas nubes arremolinadas bajo las patas de los briosos caballos que jalan el carro de Apolo nos llevan a comprender por qué el paisaje holandés fue el detonante de un género pictórico que habría de convertirse en central durante el siglo XIX, cuando las naciones se creaban como tales y deseaban representar sus territorios como únicos. Entonces los paisajes holandeses del siglo XVII, tanto rurales como urbanos, ocupan la labor de una gran cantidad de pintores demandados por propios y ajenos. Uno de los paisajistas más sobresalientes de la época fue Jacob van Ruisdael, como podemos apreciar en Campos de trigo pintado en 1670. También acá se puede sentir la tensión señalada atrás, entre un idealismo acusado en la representación del paisaje general y, a la vez, un realismo a la hora de tratar los troncos o árboles de manera más individual.
Lo cierto es que la pintura holandesa barroca marcó un antes y un después en la pintura europea, sobre todo en la española y en nuestras tierras que recibieron cientos de grabados originales que propiciaron una particular forma de representación, así como aquellos detalles incorporados en la pintura, por ejemplo, de los barrocos españoles Zurbarán o Rivera, enamorados de los principios de este arte y de los cuales bebimos con fruición.
Como dijimos, la circulación de imágenes fue enorme y con ello la circulación de nuevas ideas de ida y vuelta. Era ya un mundo globalizado donde se debatían sin tregua los principios del catolicismo y el protestantismo; donde el consumo sería pan de todos los días, sobre todo en sociedades como la holandesa tremendamente mercantil. Y en medio de este mundo de hombres surge una que otra mujer, como la pintora Margareta Haverman de la cual se presenta en esta exposición un cuadro de flores, un campanazo que nos debe alertar sobre la necesidad de seguir indagando en el mundo aún oculto del quehacer femenino.
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