Los defectos de papá

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Por Mónica Varea

Mi papá fue un hombre maravilloso, prueba de ello son las innumerables veces que escribo sobre él; es que de verdad era un lindo tipo, pero tenía dos defectos terribles: era despistado e indiscreto, jamás sabía con quién saludaba o a quién daba un pésame, durante su vida perdió múltiples oportunidades de quedarse callado, ¡le habría ahorrado tanta vergüenza a mi santa madre! Pero así es la vida, él estaba para meter la pata y ella para pasar el trago amargo del “chasco”.

A papá lo quería mucha gente y siempre lo visitaban, él era un gran anfitrión y los recibía cariñoso, pero más de uno nunca volvió; tal fue el caso de unas buenas señoras amigas de mamá a quienes no he vuelto a ver desde el día en que vinieron a dar el pésame por la muerte de la abuela. Papá las recibió en la sala, las elogió una por una y, finalmente, monopolizó la conversación con sus historias. El rato de despedirse, las acompañó hasta la puerta y mientras mamá, de luto hasta los dientes, se abrazaba llorosa con cada una de las damas, él dijo a viva voz: “A la final, nunca supe quiénes eran esta tarea de gordas”.

Otro de los visitantes asiduos era un amigo de mis hermanas, el Lucho Patiño, a quien recientemente habían echado de su trabajo; apenas golpeó la puerta mamá le advirtió: “Por Dios, Marco, no mencionarás el despido”. Él, con su amabilidad de rigor, lo recibió y, tan pronto se acomodó en el sofá de la sala, Lucho empezó a fanfarronear sobre sus planes, proyectos e inversiones; todos lo escuchábamos y lo congratulábamos por el brillante futuro que se avecinaba para él, excepto papá, quien con total atención lo oía sin pestañear. Cuando Lucho terminó papá le preguntó con total desparpajo: “¿Oyes y por qué te botaron del trabajo?”

Otra de las resentidas que nunca volvió fue la esposa de Juan, un amigo mío de infancia. Ella era una mujer muy atractiva, pero el tiempo no pasa en vano. Mi amigo siempre llegaba a la casa de mis padres con alguna golosina para papá y él lo recibía como a todos, con su abrazo cariñoso y su amplia sonrisa. La conversación con él no se hacía esperar, excepto aquel último día en que al parecer a papá algo lo inquietaba, hasta que de pronto lanzó la pregunta: “¿Y tu mujer, Juan?” “Pepita, pues Marco, aquí está”, respondió Juan contrariado, y papá ni corto ni perezoso dijo: “¿Esta será? Ahí tienes, no le reconocí. ¡Qué bárbaro! ¿Qué le ha pasado? Bien guapa era”. Pepita se levantó como un resorte, tomó su cartera, salió furiosa y nunca más la volvimos a ver.

Ese era el Dr. Marquito, un metepata consuetudinario y un ser maravilloso que la vida me regaló por casi 50 años.

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