Diners 464 – Enero 2021.
Por: Carla Badillo Coronado.
El argentino Alberto Manguel es un escritor más que notable y, como cualquier escritor valioso, es ante todo un lector apasionado. Ha cargado con una biblioteca inmensa por medio mundo, y ahora esos libros han encontrado por fin un lugar donde residir legal y libremente.
“Sin bibliotecas,
¿qué nos quedaría?
No tendríamos pasado
ni futuro”.
Ray Bradbury

“¿Cómo está su biblioteca?”, fue la pregunta que un periodista portugués del diario digital Observador le hizo a Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) en octubre de 2019, a lo que el escritor, traductor y erudito respondió: “Mi biblioteca continúa enterrada en cajas”. Una respuesta sombría, triste, pero no menos cierta, para quien sobre todo se considera un lector. Dueño de una de las bibliotecas más míticas de nuestro tiempo, Alberto Manguel dejó sentada en esa frase la devastación de un paraíso que él mismo se dedicó a construir por años.
“Una biblioteca”, afirma, “es una autobiografía de muchas capas”, y en ese sentido una buena parte de su vida también se quedó enterrada.
¿Cómo acabaron cuarenta mil libros en tantas y tan oscuras cajas?
No es novedad que el autor de libros tan célebres como Una historia de la lectura (1996), Guía de lugares imaginarios (1994) o Historia natural de la curiosidad (2015) haya cambiado de residencia un sinnúmero de veces a lo largo de su vida (Tel Aviv, Toronto, Londres, París, por citar algunas), pero en ningún sitio se sintió tan a gusto como en el viejo presbiterio al sur del valle del Loira, en la campiña francesa, donde visualizó su biblioteca en medio de una tranquila aldea medieval. Fue allí donde él y su compañero, Craig Stephenson, levantaron muros y estantes para dar vida a un verdadero santuario. Un santuario profano de libros, desde luego, porque en él se mezclaban todo tipo de géneros, autores y épocas; desde biblias bizantinas hasta estudios queer, pasando por clásicos de literatura, filosofía, diccionarios, poesía contemporánea y un largo etcétera.
“Los libros más valiosos para mí eran ejemplares con los que guardaba una relación personal como, por ejemplo, uno de los primeros que leí, una edición alemana de 1930 de los Cuentos de hadas de los hermanos Grimm, impresa en una sombría letra gótica”.
En su libro La biblioteca de noche (2005), otro fascinante recorrido por sus obsesiones habituales, Manguel retrata las imágenes que elaboraba mientras la biblioteca se iba erigiendo.
“Mi primera visión de lo que había de ser una biblioteca fue la de las piedras y el polvo que cubrían un espacio rectangular de unos trece metros por seis. (…) Era un espectáculo extraordinario ver trabajar a esos hombres colocando una piedra junto a otra, hilera tras hilera, con la habilidad de expertos tipógrafos en una antigua imprenta. La imagen vino a mi mente porque, en la jerga local, las piedras grandes se llaman ‘mayúsculas’ (majuscules) y las pequeñas ‘minúsculas’ (minuscules), y durante la construcción de la biblioteca me pareció perfectamente coherente que aquellos herederos de los albañiles de Babel mezclaran piedras y letras en su trabajo”.
Este paraíso duró quince años
Por cosas de la vida (relacionadas con engorrosas trabas de impuestos), Manguel se vio obligado, en 2015, a abandonar el lugar, desmantelando su biblioteca y trasladándose a un pequeño departamento en Nueva York, no sin antes dejar enterrados sus libros en un depósito de Canadá. De aquella ardua y dolorosa tarea, Manguel escribió Mientras embalo mi biblioteca (un guiño al ensayo de Walter Benjamin, pero a la inversa), publicado en 2017. Se trata de una elegía, un manifiesto, un gesto de rebeldía frente a la amenaza de olvido que supone vaciar los estantes; la reivindicación de la biblioteca que sigue existiendo en la cabeza del lector, el poder de la palabra y los juegos de asociaciones y memorias que los libros, aún encerrados, producen.
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“Mi biblioteca, tanto cuando está instalada como cuando está embalada en cajas, jamás ha sido un animal individual, sino un conjunto compuesto por muchos otros, una criatura fantástica formada por las diversas bibliotecas que construí y que luego abandoné, una y otra vez, a lo largo de mi vida. No recuerdo ningún momento en que no haya tenido alguna clase de biblioteca. Cada una de mis bibliotecas es una especie de autobiografía de muchas capas, y cada libro alberga el instante en que lo leí por primera vez. Los garabatos en los márgenes, la ocasional fecha en la guarda, el descolorido billete de autobús marcando una página por razones que hoy son misteriosas, todas esas cosas intentan recordarme quién era yo entonces. Mayormente, fracasan. Mi memoria está menos interesada en mí que en mis libros y me resulta más fácil recordar la historia leída una vez hace mucho tiempo que al joven que la leyó”.
Alberto Manguel, Mientras embalo mi biblioteca.
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En esa misma entrevista de 2019, Manguel llegó a confesar su esperanza de que alguien, algún día, se interesara por su biblioteca para poder montarla de nuevo, y luego acotaba con desasosiego: “pero eso todavía no pasó”. Afortunadamente, el azaroso destino de los libros puede llevar a sus propietarios —si saben ser pacientes— a presenciar verdaderos milagros. En este caso la resurrección. Manguel no se imaginaba que, justo un año después de aquellas preguntas, él estaría de vuelta en Lisboa, pero esta vez para quedarse, materializando aquello que había deseado e incluso mucho más.
El 5 de septiembre de 2020, en plena pandemia, apareció un titular que de alguna forma animaba a saber que no todo —o casi todo— eran malas noticias. Al menos las secciones de Cultura de los medios portugueses tenían algo más alentador que contar. Alberto Manguel anunciaba la donación de su biblioteca de cuarenta mil libros a Lisboa, enfatizando que sería de acceso público.
La promotora del milagro fue su editora portuguesa, Bárbara Bulhosa (Tinta da China), quien conocía de cerca su odisea y decidió proponerle al presidente de la Cámara Municipal de Lisboa, Fernando Medina, la posibilidad de que la ciudad se hiciera cargo de su patrimonio. Para sorpresa de ambos la respuesta no solo fue inmediata y positiva, sino generosa, puesto que la cámara se había comprometido a instalar la biblioteca en un antiguo palacete de los marqueses de Pombal y, además, a crear un Centro de Estudios de la Historia de la Lectura (CEHL) del cual Manguel sería director.
Lógicamente, los libros tardarían en cruzar el océano y la restauración del palacete demoraría uno o dos años más, pero el trato estaba hecho y la firma de Manguel se concretaría en la Feria del Libro de Lisboa, ese mismo septiembre.
En todo caso, Manguel (que en su momento fue director de la Biblioteca Nacional de Argentina, cargo que también ocupó Borges durante casi veinte años) enfatizó su deseo de que el CEHL fuese un punto de encuentro multicultural real, para lo cual empezó creando un consejo honorario entre cuyos integrantes figuran la Nobel de Literatura de 2018, la polaca Olga Tokarczuk, el escritor indio-británico Salman Rushdie, el cantautor y novelista brasileño Chico Buarque y la poeta y novelista canadiense Margaret Atwood.
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La biblioteca como mito
La biblioteca como orden
La biblioteca como espacio
La biblioteca como poder
La biblioteca como sombra
La biblioteca como forma
La biblioteca como azar
La biblioteca como taller
La biblioteca como mente
La biblioteca como isla
La biblioteca como supervivencia
La biblioteca como olvido
La biblioteca como imaginación
La biblioteca como identidad
La biblioteca como hogar
Alberto Manguel,
Índice de La biblioteca de noche.
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Lisboa, 12 de septiembre de 2020
Sobre el parque Eduardo VII, uno de los jardines más extensos y agraciados del centro de Lisboa, transcurre la Feria del Libro en un aire atípico. La gente acude con mascarillas y en general las ventas parecen más bajas. En los corredores centrales hay varias mesas redondas, pero el evento que más gente convoca lo anuncia una pantalla gigante: “Firma del protocolo para la donación de la biblioteca de Alberto Manguel”. Una frase suya se proyecta permanentemente: “La lectura es una actividad subversiva y no cree en la convención de las fronteras”. El primero en arrancar es el presidente de la Cámara de Lisboa, quien recibe a Manguel con un discurso elogioso, poniendo énfasis, además, en la tradición literaria portuguesa. Ahora es Manguel quien sube al podio vestido de azul y con un sombrero que contrasta con su barba blanca. Se quita la mascarilla y aparece la sonrisa de un niño de 73 años. Su discurso lo hace íntegramente en portugués (traducido por su editora), sin perder la cadencia de su voz y de la lengua que ahora lo acoge. Su erudición es la de siempre: un despliegue de datos y referencias con un lenguaje sencillo y cautivador.
“Recuerdo a mi abuela” —dice en algún punto— “a los noventa años, agachándose dolorosamente para levantar del suelo un libro que había dejado caer (cualquier libro, incluso una agenda telefónica), y llevándolo a los labios con reverencia. Mi abuela sentía tal respeto por los libros que, cuando yo paraba de leer, ella siempre me decía que cerrara el libro antes de salir de la sala; si lo dejaba abierto, me advertía, el demonio de Oblívio haría que me olvidara de todo lo que había aprendido”.
Casi antes de terminar —y ya firmado el protocolo—, Manguel saca de su bolso dos libros y los entrega como si fueran dos piedras fundacionales de ese nuevo paraíso. El primero: una Biblia manuscrita del siglo XIII, en pergamino, con iluminaciones; y el segundo: un ejemplar de la Historia de la literatura arábigo-española, escrito por González Palencia, cuyo dueño había sido Jorge Luis Borges. Manguel levanta el libro e intenta mostrar al público la primera página, donde consta la firma y la fecha: 1934, y algunas páginas que incluyen anotaciones, también de la mano de Borges, que más tarde serían parte de la estructura de su relato “La busca de Averroes”, publicado en la revista Sur, en 1947, y que dos años más tarde se incluyó en El Aleph. Es el momento más climático de la ceremonia, como si todo lo fabuloso que ya resultaba escucharlo se concentrara en ese instante, casi milagroso, del testimonio que dejan los libros a través del tiempo.
“Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca”.
Jorge Luis Borges
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El azaroso destino de los libros, insisto, puede llevar a sus propietarios —si saben ser pacientes— a presenciar verdaderos milagros. Esa tarde conocí a Manguel y pude agradecerle. Sus libros también me han acompañado a lo largo de los años, a pesar de mis múltiples errancias. Una historia de la lectura fue el primero que llegó a mis manos, una década atrás, cuando vivía en San Francisco, y a ese título se fueron sumando otros, igualmente fascinantes y reveladores. Si todo esto me emociona muchísimo es porque recuerdo el olor exacto de esas largas noches de lectura en un cuartito minúsculo rodeada de libros, colocados en el suelo, imaginando otras bibliotecas como quien imagina vida en otras galaxias y es feliz solo con hacerlo. La biblioteca de Manguel era una de ellas.
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Ayer, mientras releía Una historia de la lectura y La biblioteca de noche (en cuyas páginas ahora llevo su firma, su rastro), me detuve un momento para reflexionar sobre alguna idea y en esa mirada suspendida me llevé la sorpresa de que entre mis estantes se encontraba otro libro de Manguel. Seguramente lo traje desde Quito y no me acordaba. Se trata de En el bosque del espejo, una serie de ensayos entre los cuales destaca, por ejemplo: “Borges enamorado”. Curiosamente el libro que lo acompañaba, justo al lado, era Discusión de Jorge Luis Borges. Como es lógico adoré ese encuentro involuntario —que para mí fue en realidad un reencuentro—, capa con capa, entre dos autores cuyo puente en la vida real fueron los libros (no olvidemos que Manguel a sus quince años ya era librero y que fue, precisamente, en una librería que Borges —ya ciego— lo conoció, pidiéndole posteriormente que fuese a su casa para leerle en voz alta algunos clásicos. Nadie imaginó que, más tarde, Manguel llegaría a ser director de la Biblioteca Nacional de Argentina). La reflexión en la que estaba sumida, y que por un momento perdí, había vuelto con fuerza. Ambos han sabido dejar inscrito su amor profundo por los libros —su devoción—, convencidos de que una Biblioteca será siempre una especie de paraíso y en ello ya somos tres los que nos reencontramos.