El Museo del Escritor, en Argentina, tiene verdaderas joyas literarias que yacían abandonadas en un sótano; luego de años de desidia, humedad y olvido, esos tesoros de papel por fin están siendo rescatados
Texto y fotos: Leila Guerriero
Era 26 de agosto y 1959. El salón de conferencias de la casona de la calle México 524, barrio de San Telmo, Buenos Aires, sede de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), estaba repleto pero la multitud no sorprendía a nadie: la institución, fundada en 1928 por los escritores argentinos Leopoldo Lugones (su primer presidente), Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges (que la presidiría en dos ocasiones), Baldomero Fernández Moreno y Ricardo Rojas, tenía por entonces gran prestigio y poder de convocatoria y aquel, además, era un día importante: se inauguraba el Museo del Escritor, un sitio destinado a exhibir objetos y manuscritos de escritores argentinos y extranjeros como Alfonsina Storni, Leopoldo Lugones, José Hernández, Edmundo de Amicis, Rubén Darío, Rabindranath Tagore, Jacinto Benavente, Ramón del Valle Inclán, Eric La Rochelle. Después de unas palabras del doctor Carlos Alberto Erro, presidente de la SADE, habló el hombre que había impulsado la formación del museo, un poeta y escritor español nacido en Almería en 1900 y que vivía en Buenos Aires años ha: Fermín Estrella Gutiérrez. “Este Museo que nace hoy (…) —leyó— será en el futuro, a no dudarlo, el arca de Noé donde habrán de salvarse del olvido y de la destrucción documentos y recuerdos de los hombres que, con su talento y con sus vidas, han hecho año tras año, y generación tras generación, el alma y el destino de nuestra patria”. El conjuro funcionó como un espejo maligno: exactamente al revés. Porque durante los últimos 25 años las piezas del Museo del Escritor estuvieron abandonadas en un sótano, a punto de terminar en la basura.
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Alejandro Vaccaro, directivo máximo de la división de básquet del club Boca Juniors, escritor y coleccionista de obras, manuscritos y objetos relacionados con Jorge Luis Borges (20 000 volúmenes, afiches, cartas, invitaciones, todo digitalizado, clasificado y preservado en papel especial) es, además, desde diciembre de 2008, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores. En un edificio de estilo francés —circa 1920, alguna vez casa del escritor Leopoldo Lugones— funciona, desde 1972, otra de las sedes de la SADE. Allí, en la sala de reuniones del primer piso, hay pocas cosas: una mesa grande, un escritorio, una silla. En uno de los extremos de la mesa está Alejandro Vaccaro.
—Cuando yo llegué la institución tenía una deuda de 200 mil euros y, de los 4 000 socios que hubo en una época, solo quedaban 700. Este edificio estaba a punto de ser vendido en un millón setecientos mil dólares, cuando la tasación real es de tres millones y medio.
Lejos de aquel prestigio de los años cincuenta, la SADE, después de décadas de decadencia ininterrumpida, tenía las cuentas bancarias embargadas, varios empleados habían iniciado juicios laborales por falta de pago y las actividades organizadas en sus salones —lecturas, presentaciones de libros— solo convocaban a tres o cuatro personas. El antiguo edificio de la calle México era —es— restaurante y garaje, y este, de la calle Uruguay, estaba casi en ruinas y tenía —tiene— sus cuartos alquilados a profesores de yoga, pintores, talabarteros o artesanos.
—Los alquilaron los directivos anteriores. Ahora estamos viendo si en el quinto piso podemos poner una radio. Pero primero se tiene que ir la señora.
—¿Qué señora?
—Una que alquila y que hace marcos de cuadros.
Lo primero que hizo Vaccaro, además de dedicarse a contestar demandas judiciales y reparar caños de agua, fue ordenar: el sitio estaba, dice, cubierto por cajas, monitores en desuso, papeles, sillas rotas. Fue con ese espíritu de desmalezamiento que, el 25 de septiembre de 2009, bajó al sótano. El desorden alcanzaba, allí, grados invencibles. En el cuarto, de cinco por cinco, se acumulaban estanterías, paquetes, libros, cajas, todo envuelto en el olor de la humedad y sazonado por una capa de polvo centenaria. Miró el desastre, se preguntó por dónde empezar y vio varias hileras de carpetas negras perfectamente iguales. Imaginó que contendrían material contable viejo y supuso que, si empezaba por ahí, podría deshacerse rápidamente de unos cuantos metros de material inútil.
—Entonces bajé una carpeta, la abrí, y lo primero que me cayó en las manos fue un papel viejo, amarillo, que empezaba diciendo “Chinita querida”.
Vaccaro es el peor y el mejor hombre para toparse con una cosa así: un coleccionista. Una lectura le bastó para darse cuenta de que tenía entre las manos un manuscrito del año 1868, una carta del escritor argentino José Hernández, autor del poema gauchesco Martín Fierro, a su mujer, Carolina González del Solar. En medio de aquella mugre ciclópea se abrió pasó, bajó otra carpeta, y sacó una versión original y corregida de la Marcha triunfal, de Rubén Darío, poema de 1895. Y bajó otra y sacó cartas de Domingo Faustino Sarmiento (1813-1888), escritor y presidente de Argentina entre 1868 y 1874. Y rato después, cuando había pasado tres horas topándose con manuscritos de Ricardo Güiraldes (1886-1927, autor de Don segundo sombra, una novela rural indispensable de la literatura argentina), de Juana de Ibarborou (1892-1979, poeta uruguaya de alcance continental), encontró un papel pequeño, escrito con tinta roja, en el que se leía esto: “Querido Gálvez, estoy muy mal. Por favor… mi hijo tiene un puesto municipal, yo otro; ruéguele al intendente que lo ascienda acumulándole mi sueldo. Gracias, adiós. No me olviden. No puedo escribir más”. Era una carta de 1938, la última de la poeta Alfonsina Storni que, pocos días después, se arrojaría al mar desde la escollera del Club Argentino de Mujeres, en la ciudad costera de Mar del Plata.
—Hice subir las carpetas al segundo piso y llamé a Silvina y al secretario general y les dije “Encontramos algo increíble”.
Vaccaro comunicó el hallazgo a la prensa, que lo anunció con títulos considerables, y resguardó los materiales en el segundo piso de la casa de la calle Uruguay. Desde entonces, nada más sucedió.
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Las carpetas están sobre la mesa de la sala reuniones. Son negras, están rotuladas con detalle y organizadas por orden alfabético. Contienen, entre otras cosas, los manuscritos de El misionero, de Almafuerte (1854-1917), uno de los poemas favoritos de Jorge Luis Borges, escrito en una libreta confeccionada por el autor argentino con trozos de cuadernos y los renglones dispuestos en forma vertical; la patente con que el escritor Roberto Arlt (1900-1942) registró su invento de medias de punto para mujer que no se corren (incluyendo un trozo de media a modo de muestra); la escritura segura y autoritaria de Leopoldo Lugones (1874-1938) en una nota escueta: “Mi querido amigo, le mandé el otro día un cuento para CyC (n. de la r.: la revista Caras y Caretas). Desearía corregir las pruebas cuando llegara el momento. ¿Debo ir para esto a esa redacción o puede mandármelas?”; varias cartas de Juan Bautista Alberdi (1810-1884, político y escritor, autor intelectual de la Constitución argentina) al escritor Esteban Echeverría, diciendo cosas como “Querido amigo, protesto enérgicamente. Que sea tan amable, tan generoso siempre que habla de mí en sus escritos, y que no venga a visitarme es cosa que no se puede tolerar”, y revelando, dicen, posturas políticas hasta ahora desconocidas. Hay dos mil manuscritos, más de 40 carpetas de eso.
—Todos estos papeles los juntó Fermín Estrella Gutiérrez, que tuvo la idea de formar el museo y empezó a recolectar manuscritos —dice Alejandro Vaccaro—. Estuvieron exhibidos en la sede de la calle México hasta que, en algún momento, calculo que hará unos 25 años, se trajeron a esta sede, alguien guardó todo en el sótano y ahí quedaron. Y el sótano, como cualquiera sabe, es la antesala de la basura. El valor es incalculable. Vale más que todo este edificio. Es el archivo histórico de papeles más importante que tiene Argentina.
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La voz soliviantada de María del Mar Estrella, hija de Fermín Estrella Gutiérrez, se impone sobre los martillazos de los obreros que están arreglando el baño de su departamento.
—Cuando se inauguró el museo yo tenía 17 años, y papá estaba todos los días consiguiendo manuscritos, cartas. Esta es la revista de la Sociedad Argentina de Escritores, de julio de 1961. Acá dice que en 1959 se crea el museo y que todo eso estaba dispuesto en vitrinas, en muebles. Después vinieron todos los presidentes desastrosos de la SADE y quién sabe lo que se habrán llevado.
La revista consigna que, además de cartas, postales y fotos, el museo contaba con una sección importante de primeras ediciones y objetos entre los que estaban la tablilla que usaba Eduardo Wilde para escribir en la cama; la placa de médico de Baldomero Fernández Moreno, la de abogado de Macedonio Fernández, y una condecoración de Alfonsina Storni, entre cientos de otras cosas de las que no, no hay noticias.
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En agosto de 2010, por un acuerdo con la Universidad San Pablo, algunos de los documentos encontrados fueron exhibidos en la ciudad de Tucumán, en el noroeste argentino; en octubre de 2010, se hizo lo mismo en la ciudad de Goya, provincia de Corrientes, y en diciembre de 2010, en la ciudad de Posadas, capital de la provincia de Misiones, gracias a un convenio con la Biblioteca Pública de las Misiones.
—Imaginate —dice Iris Gómez, directora general de la Biblioteca Pública de las Misiones—, tener ese material acá fue un lujo. Vino en cajas, envuelto en hojas blancas, y nosotros lo devolvimos envuelto en papel celofán, tomando las medidas que creíamos pertinentes para preservarlos.
—¿Y de dónde sacaron esas normas de preservación?
—De un libro español. Pero el material estaba muy bien preservado.
Años tras años del hallazgo, no se ha hecho ninguna revisión exhaustiva del material ni un inventario, ni se ha dispuesto su digitalización, ni hay manera de saber si lo que estos documentos contienen modifica, de algún modo, la historia o la literatura tal como ha sido contada.
—Los documentos no fueron analizados a fondo ni mucho menos —dice Alejandro Vaccaro—. Los miramos un poco a grandes rasgos, pero hay que hacer un trabajo de estudio, y eso lo tienen que hacer especialistas. Nosotros no tenemos capacidad para hacerlo ni recursos para pagar ese trabajo. Estoy seguro de que si llamamos a una universidad norteamericana, lo harían encantados en dos minutos.
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—Por un lado está el tema de la importancia patrimonial, y por otro, los nexos que eso puede tener con nuestra historia —dice Rodolfo Hamawi, director nacional de Industrias Culturales, dependiente de la Secretaría de Cultura de la Nación—. Pero para ver si algunos de esos textos puede modificar la interpretación literaria o histórica de estos personajes, tienen que entrar en juego especialistas, y ese es un rol que excede al Estado. Estamos planeando conjuntamente con la SADE hacer una muestra donde podamos mostrar el material, pero en cuanto al estudio de los manuscritos, desde el Estado no lo podemos hacer. Nuestro rol es lograr que tengan difusión.
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No es difícil llegar al sótano. Hay que atravesar el hall de planta baja, doblar un recodo y bajar una escalera. Y eso es todo: el sótano está, estuvo siempre, sin puerta.
—Sí, claro, cualquier persona podría haber entrado y se podría haber llevado cualquier cosa —dice Vaccaro.
El cuarto es chico, rodeado de estanterías pintadas de azul, repletas de libros de autores desconocidos, todos miembros de la SADE. Un foco de bajo consumo arroja una luz lechosa. Vaccaro señala la estantería del fondo.
—Las carpetas estaban ahí.
Ahí. Cuarenta carpetas, dos mil manuscritos de valor incalculable: ahí.
—Vamos que te muestro el resto de la casa.
La puerta del ascensor se abre en el quinto piso a un palier donde las paredes están pintadas de rosa y verde con una técnica de trapeado que les da un aspecto húmedo, decrépito. Hay muestras de marcos de cuadros, una silla, una cocina con restos de té. En los pisos de abajo no se pone mejor: hay baños clausurados con sanitarios rotos, puertas cerradas, detrás de las que suenan radios y martillazos, carteles que anuncian cursos de pintura, de escultura, de grabado, de yoga, o que dicen: “No use este baño, use el otro”.
—Faltaba que alquilaran cuartos para parejas, por turnos —dice Vaccaro—. Ahora estamos negociando con esta gente, porque esta situación no puede seguir.
De pronto, tocan el timbre. En la planta baja, al otro lado de la puerta de entrada, hay una mujer joven. Vaccaro abre, pregunta:
—¿A quién busca?
—A Benjamín Velásquez.
—Esta es la Sociedad Argentina de Escritores —dice Vaccaro.
—¿Es Uruguay 1371? —pregunta la mujer.
—Sí.
—Yo vengo al segundo piso.
—¿Segundo piso? Acá no hay nadie de ese nombre —insiste Vaccaro.
—Es una persona que hace cosas de cuero.
Entonces Vaccaro dice: “Ah”, como quien confirma la evidencia de algo inconcebible.
—Ah. Debe ser una de esas oficinas. Llame y espere. Ya la van a atender.