Los años de Al Capone.

Por Jorge Ortiz.

Edición 454 – marzo 2020.

El entusiasmo era desbordante: “esta noche, un minuto después de las doce, nacerá una nueva nación y se iniciará una era de ideas claras y modales limpios”. Y es que al fin, tras un siglo de insistencia y persistencia en que más de una vez se impuso el desaliento, el Movimiento por la Templanza, cultor de una vida sobria, austera y sin vicios, había alcanzado su objetivo: la prohibición de la fabricación, transporte, venta, importación y exportación de bebidas alcohólicas en los Estados Unidos. Ya nada sería como antes: “los barrios bajos serán cosa del pasado, las cárceles y correccionales quedarán vacíos y los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán las mujeres, reirán los niños…”. Era 1920.

Hace un siglo, en efecto, comenzó la ley seca, establecida por una enmienda a la constitución, la 18°, aprobada por el congreso estadounidense y concretada en una norma, la ‘Ley Volstead’, que determinaba las sanciones (que eran severas) y las excepciones (que eran escasas). “Hoy hemos cerrado las puertas del infierno”, según el eufórico vaticinio del senador Andrew Volstead, el patrocinador mayor de la prohibición.

Sí, la lucha por la prohibición había sido extenuante y prolongada. Comenzó con el siglo XIX, cuando las asociaciones contrarias a la venta de alcohol proliferaron en las ciudades norteamericanas. Eran, en algunos casos, nada más que grupos de vecinos o de padres de familia, por lo general vinculadas con iglesias y parroquias. Llegaron a ser más de ocho mil. Su figura emblemática fue Carrie Amelia Nation, una activista puritana resuelta y arrolladora, que tenía la singular costumbre de entrar en los bares hacha en mano y destrozar todo lo que encontraba a su paso.

Pero en la segunda mitad del siglo, la llegada caudalosa de inmigrantes europeos, más proclives al consumo de alcohol, debilitó al movimiento, que en 1865 fue afectado también por el triunfo en la Guerra Civil del norte industrial, más liberal y tolerante que el sur agrícola. Sin embargo, en los albores del siglo XX el sindicalismo de izquierda se sumó a los afanes prohibicionistas bajo la premisa de que las bebidas alcohólicas deterioraban la capacidad de trabajo de las masas obreras y las llevaban al dispendio, la lujuria y la pereza.

La Primera Guerra Mundial aportó un argumento poderoso: la mayoría de las fábricas de cerveza eran de alemanes, por lo que dejar de consumirla era una “actitud patriótica”, además de que, con la economía del planeta demolida por el conflicto, la gente no tenía dinero excedente para dedicarlo al trago y la borrachera. Era, entonces, un buen momento para imponer la ley seca. Y la ley seca fue impuesta.

Pero nada ocurrió como sus patrocinadores esperaban: las destilerías clandestinas proliferaron, apareció el mercado negro, el contrabando se generalizó, los precios se dispararon, la calidad de los licores se desplomó a niveles críticos, la delincuencia se multiplicó, la corrupción de funcionarios y policías se volvió habitual y, al final, todo fue aprovechado por bandas criminales que ganaron fortunas descomunales controlando el submundo de alcohol, drogas, juego y prostitución. Su personaje más renombrado fue Alphonse Gabriel Capone.

Al Capone fue el gánster por excelencia. Había empezado como integrante de una pandilla juvenil de Brooklyn, la ‘Five Points Gang’, para convertirse después en guardaespaldas y pistolero de jefes mafiosos. En 1919 se fue a Chicago donde, con astucia y sin piedad, se labró un nombre (y un mito) en el bajo mundo y se deshizo de adversarios y competidores.

Con la prohibición, Capone edificó un imperio de destilación y distribución de whisky. Para 1926 ya era el rey del hampa, un trono que consolidó con la ‘Matanza de San Valentín’, el 14 de febrero de 1929, cuando sus pistoleros, encabezados por “Ametralladora” McGun, liquidaron la banda que había creado “Bugs” Moran. Y como rey del hampa permaneció hasta 1931, cuando aparecieron Eliot Ness y ‘los Intocables’.

Para entonces ya era evidente que el vaticinio de Andrew Volstead no se había cumplido: las puertas del infierno no se habían cerrado. Al contrario, el consumo de bebidas alcohólicas (la mayoría tóxicas y todas clandestinas) se mantenía alto y la delincuencia se había incrementado: el número de presos en las cárceles federales había pasado de 4.014 en 1920 a 26.859 en 1932. Para colmo, el crac de Wall Street en 1929 había forzado al gobierno a buscar fuentes nuevas de ingresos: cobrar impuestos a fábricas legales de licores era una buena idea. Y el 5 de diciembre de 1933 otra enmienda a la constitución, la 21°, derogó la ley seca. Al día siguiente ya fue posible vender y comprar alcohol. La prohibición había durado trece años y once meses. No había servido para nada bueno.

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