Los ángeles de Bangkok

Bangok

Por Santiago Gamboa

El avión de la Thai Airlines se inclinó para descender, atravesó una gruesa capa de polución debajo de las nubes y aterrizó en el descomunal aeropuerto de Suvarnabhumi, tal vez el más moderno y transitado del sudeste asiático, abierto hace apenas cinco años en reemplazo del viejo Men Duong, que se quedó obsoleto con sus salones y techos de madera. De inmediato los vidrios se empañaron, pero solo al abrirse la puerta sentimos el aire cargado de humedad; el enorme calor a pesar de que era muy temprano, apenas las siete de la mañana.

Desde la avenida del aeropuerto la silueta de los edificios está cubierta por un aire rojizo, una humareda sucia que no permite ver muy lejos. Bangkok es una de las ciudades más contaminadas del mundo. Al entrar al casco urbano veo transeúntes respirando a través de máscaras de tela similares a las que usan los médicos en los quirófanos. Estas máscaras son tan comunes que las venden en las cajas registradoras de todos los supermercados.

En lengua thai, un idioma tonal con 48 sonidos vocálicos y 41 consonantes, Bangkok tiene un segundo nombre: Ciudad de los Ángeles. En ella viven 12 millones de personas y sus atascos son famosos en todo el sureste asiático. El calor de ciudad tropical, el sol homicida, la victoria del hormigón y el cemento sobre el verde la convierten en un hervidero. Las aguas marrones del Chao Praya, un brazo fluvial que la atraviesa serpenteando, no alcanzan a refrescar. Al revés: su color oscuro recuerda las aguas estancadas y muchos de los canales que parcelan la ciudad son de aguas negras. Por cierto: la proliferación de canales le da a Bangkok otro sobrenombre la Venecia de Oriente.

Pero no todas las ciudades tienen la obligación de ser hermosas y Bangkok, a cambio, es un lugar lleno de vida. Por haber tenido un precipitado auge económico en ella, conviven dos caras opuestas: la opulencia y la extrema pobreza. En Siam Square, una de las zonas elegantes, pude contar 43 Mercedes Benz nuevos, a lo largo de tres manzanas. Pero cerca de allí, en el mercado del Chinatown, niños de cinco años con panzas repletas de lombrices dormitan entre las moscas y el olor insalubre del pescado seco. Disentería es una palabra que forma parte de su vocabulario cotidiano.

A pesar de que el budismo (lo practica un 92% de la población) pregona una cierta indiferencia hacia la historia, los tailandeses se sienten orgullosos de no haber sido nunca colonizados. El reino de Siam, con su vieja capital de Ayuttayah, y la posterior Tailandia, jamás cayeron en manos francesas, inglesas u holandesas. Sus vecinos de Laos, Camboya y los Vietnams conformaron la Indochina francesa. Birmania, Malasia y Singapur fueron inglesas, pero ellos siempre fueron independientes. De ahí que sea tierra de asilo: el 25% de su población es de origen chino y hay decenas de miles de refugiados birmanos, laosianos, camboyanos y vietnamitas que llegaron a sus tierras en busca de un mejor futuro, huyendo de regímenes coloniales o de sistemas opresores. El aliento de Pol Pot y de Ho Chi Minh estuvo muy cerca.

En uno de sus lagos, a principios de siglo, un médico inglés encontró a un niño de dos cabezas. Tras atenta observación descubrió que en realidad eran dos niños con un solo cuerpo y, a partir de ahí, esa extraña anomalía genética tomó su nombre: los siameses. De ojos ovalados, piel oscura y estatura baja, los tailandeses son muy sonrientes. “Bienvenido a la Tierra de la Sonrisa”, se lee en el viejo aeropuerto, el cual está lleno de estandartes con la figura del rey, a quien consideran una especie de dios en la Tierra. Al igual que Inglaterra o España, tienen rey pero viven en democracia. Uno de los monumentos más visibles de Bangkok es precisamente el monumento a la Democracia, de la cual gozan desde 1932.

El “Oriente” de Bangkok no siempre es el de las postales. Está, claro, el Palacio Real en Sanam Luang, con sus variopintas pagodas y estupas, o el imponente Buda reclinado de 46 metros de largo recubierto en oro. Están las imágenes del río Chao Praya atravesado por sampanes, pero al lado campean las torres de cristal de los modernos rascacielos, el World Trade Center, las obras descomunales de puentes y avenidas elevadas, la imagen del pujante capitalismo asiático que la hermana con ciudades como Singapur o Hong Kong. La rica zona hotelera, de cara al río, vende a su manera las fragancias asiáticas. El elegante Hotel Oriental permite visitar las suites de Joseph Conrad y Somerset Maugham, dos de los novelistas que inventaron Oriente para el imaginario europeo.

Pero otras cosas definen Bangkok. Los olores, por ejemplo. Las mil variedades de pescado y mariscos secos, colgados en sartas en plena calle son una dura prueba para el frágil sistema olfativo. Los intrincados callejones del barrio de Sampaeng, el Chinatown de Bangkok, son difíciles de recorrer sin mascarilla. Todo está a la vista y el aire es el mismo. Grillos fritos que se comen con sal. Cerebros de mico flotando en frascos. Estómago de pescado seco que se hace hervir en agua y es bueno para la gastritis. Aleta de tiburón. Sangre de serpiente que los tailandeses beben para combatir la impotencia. En el mercado de Chatuchak las serpientes, vivas, dormitan en una cesta. La sangre de una cobra normal puede costar 100 baht, es decir, tres dólares. De una cobra reina puede llegar a los 100 dólares y de una cobra albina puede elevarse hasta los 5 000 dólares. Una vez elegida la serpiente, el vendedor la saca del cesto, le raja la yugular con una cuchilla y recoge el líquido en un vaso, donde lo mezcla con miel y una copita de whisky helado. El feliz consumidor bebe el contenido de un solo trago. Esto me lo contaron. No tuve fuerzas para probarlo.

El rostro canalla de la ciudad está, sobre todo, en el distrito de Patpong. Allí se encuentra el epicentro del sexo, una de las actividades más buscadas por los occidentales que llegan a Bangkok. Para alimentar el “turismo sexual”, el 25% de las mujeres tailandesas entre los 15 y los 40 años ejerce la prostitución, lo mismo que un número elevado de muchachos. La pedofilia está sancionada por la ley, pero sigue existiendo a través de redes clandestinas, accesibles para quien conoce los contactos. Una prestación completa con una “diosa thai” —así la llaman— está en torno a los 50 dólares e incluye un masaje tradicional, pero si no se toman precauciones esta puede acarrear desagradables sorpresas, blenorragia y hepatitis, herpes o el virus del sida, presentes en los oscuros bares de Patpong. Según supe después, muchas de las jóvenes son heroinómanas; se inyectan en los nudillos o en las ingles para que no les queden marcas. A los fumadores de heroína los llaman moo, que quiere decir cerdo, porque al fumarla emiten gruñidos. Los que usan jeringa son los pei, es decir, patos, “porque viven en el agua estancada”.

Patpong comienza en la Surawong Road y de inmediato un joven llamado Jek propone ser mi guía. De su bolsillo extrae un calendario con fotografías de jovencitas. Cualquiera de ellas podría ser mi “esposa” durante los días de mi estancia. Esto significa cuidarme, viajar conmigo, ocuparse de los alimentos y la ropa y, por supuesto, de todos mis caprichos. Decidí seguirlo, pues supuse que en Bangkok la vida no se encuentra solo en las bibliotecas.

Los bares de Patpong, con nombres atractivos como Queen’s Castle o Casanova, abren sus puertas de par en par y es posible ver, incluso desde la calle, jovencitas bailando con diminutas y sugestivas tangas. Los shows son de una curiosa modalidad circense: el Ping pong Show, por ejemplo, consiste en que una joven se introduce tres bolas de ping-pong y luego las expulsa embocándolas en un vaso. El Banana Show ya pueden imaginarlo y termina con la fruta en elíptico vuelo hacia el público. Dicen que la mujer tailandesa es generosa con el hombre “blanco”; con los farang, como nos llaman. Una vieja crónica tailandesa hace una curiosa descripción de los farang: “Son excesivamente altos, peludos y desaseados. Educan a sus hijos durante mucho tiempo y consagran su vida a acumular riquezas. Sus mujeres, grandes y robustas, son muy bellas. No cultivan arroz”.

Le propongo a Jek una cerveza en uno de esos bares, a cambio de información y él acepta solo porque es temprano y aún no hay muchos clientes merodeando por la calle. Entramos al Blue Hawai. Según Jek, los europeos suelen contratar en Bangkok los servicios de dos “esposas”. ¿Dos?, le digo sorprendido, y él dice, sí, si tomaran una sola corren el peligro de enamorarse. Lo cierto es que hay infinidad de farangs que se quedan en Tailandia hipnotizados por el amor de una “diosa thai”. Muchos enloquecen y lo dejan todo. Jek conoce a varios y promete presentarme a alguno si aparece por ahí, aunque comprendo los mitos urbanos. Los australianos, asiduos de Patpong, tienen un chiste que ilustra de modo racista los privilegios de los “blancos”: Un australiano muere, llega al cielo y San Pedro le dice: “Has sido un buen hombre, ganaste el Paraíso”. A lo que el australiano replica: “Si puedo elegir, preferiría quedarme en Tailandia”. San Pedro lo hace regresar a Bangkok, ¡pero convertido en tailandés! Esto, a los australianos, les da mucha risa.

El Blue Hawai está repleto de mujeres: al menos 150 muchachas (Jek las llama también “ángeles”, ¿no es la ciudad de los ángeles?), cada una con un número en el lazo de la tanga. El cliente la pide al mesero y ella viene a sentarse a su lado. El masaje tailandés es célebre y las jóvenes son expertas. Patpong está lleno de hoteles para desplegar sus artes amatorias y hacer los masajes previos que tienen como fin, además de relajar los músculos, predisponer el cuerpo al placer. Pero algunas tienen hombros anchos y grandes manos. Son extrañas. Mi joven guía me explica que son katoey, hombres que han cambiado el sexo. Más tarde sabré que, en uno de los hospitales donde lo hacen, el promedio es de 11 operaciones de cambio de sexo al día. El costo es de 7 000 dólares; muchos extranjeros acuden a Bangkok por su bajo precio. Charlando le digo a Jek mi nacionalidad y al oírla pega un grito; me dice que lo espere y se pierde entre la gente. Al rato aparece con una joven bajita y, como todas las tailandesas, muy sonriente. Pero no es tailandesa. Es ecuatoriana y se llama Karla. ¿Ecuatoriana? Sus rasgos aindiados le permiten pasar por tailandesa o filipina. Con mucha desconfianza Karla acepta una cerveza y me cuenta que salió de Quito hace tres años para trabajar en un bar de Tokio, donde ganaba 300 dólares por cliente. El problema, me dijo, es que solo hacen contratos temporales y no aceptan a las mismas mujeres más de dos meses. Así ella decidió trabajar en Bangkok el resto del año y regresar cada vez que se lo permitan. Habla thai y algo de japonés; comenzó estudios de Ingeniería en Quito, pero los abandonó para ganarse la vida. Sabe hacer masajes de espalda y pies que enloquecen a los occidentales. Ha sido “esposa” de europeos y, según me dijo, la contratan no solo hombres sino también parejas; un matrimonio francés, por ejemplo, viene dos veces al año y la contrata por 15 días. Hacen tríos y la quieren mucho. Le traen regalos y le han prometido recibirla en su casa de París. Está muy contenta en Bangkok, pues ya tiene muchos amigos, por eso la considera su ciudad.

Muy pronto Karla y Jek se van a trabajar y tomo ánimos para echar un vistazo a los bares equivalentes de hombres en la calle Soy Katoey. Mi sorpresa es absoluta: igual que las jovencitas, los muchachos bailan con tangas sobre las barras, pero su público no es propiamente de mujeres sino de homosexuales. Entre la concurrencia, esa noche, predominan rostros saudíes y, en general, del golfo Pérsico. El ambiente es hostil para quien no esté buscando algo.

Son las nueve de la noche y en las callejuelas de Patpong ya están abiertos los puestos de venta de artículos falsos. Abren tarde, cuando los bares están en pleno furor. Hay relojes Rolex, Breitling, ropa de Armani y Versace, marcas como Camel o Timberland por menos de diez dólares. Es la revancha de los pobres. Estos mercados populares, como Chatuchak y Chinatown, ocupan zonas inmensas de la ciudad y ofrecen esa imagen abigarrada típica de los mercados asiáticos: las oleadas de fritura del sateh, un pincho de dudosa carne, se entremezclan con la venta de flores congeladas para las ofrendas a Buda y las marmitas de picante verde; con las cestas de frutas tropicales rajadas por el medio, muy visitadas por las moscas y otros insectos; con los mendigos que se arrastran por el suelo exhibiendo muñones, piernas retorcidas, brazos alámbricos y horribles deformidades; con el grito del regateo y la música amplificada; con el goteo de la lluvia. Los chinos venden oro. Los tamiles y los indios de Madrás son sastres. Los birmanos son casi esclavos, venden su trabajo por 60 dólares al mes.

La droga también está presente. La ley castiga con cadena perpetua o muerte al traficante y, a pesar de eso, el flujo es continuo. La heroína y las pastillas opiáceas de anfetamina llegan de Birmania, donde el Gobierno y el ejército la toleran. El famoso Triángulo de Oro, una región que abarca una parte de Birmania, de Tailandia y de China, es la gran zona de plantación y producción del opio. Mientras estuve, el Bangkok Post anunció el arresto de un hombre que cruzó la frontera con 200 000 pastillas de anfetamina. Según el diario, cada año entran 20 millones de pastillas procedentes de Birmania; desde Tailandia salen hacia las calles y discotecas de todo el mundo.

Es tarde y para comer regreso a Siam Square, dispuesto a gozar de la cocina tailandesa. Langostinos al vapor envueltos en masa de arroz. Pato asado con setas. Corazón de bambú. Sopa de fideos de soya. Picante. Sabores finos, estiletes de aroma que dan una punzada de placer al paladar y que son extremadamente ligeros. Y al final, de vuelta al Shangri-La Hotel, a orillas del Chao Praya, la idea de que América Latina y Asia deben seguir acercándose, y que Tailandia es uno de los puntos iluminados de ese planisferio asiático al que, desde ya, ansío volver.

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