Lo sucio y lo limpio a través de la historia

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Los antiguos egipcios ya daban gran valor al baño.

Mientras en Europa la civilidad se había perfeccionado y sofisticado, el Ecuador seguía siendo rústico y hasta bárbaro ///

Cuando se habla de revoluciones normalmente se suele pensar en un cambio brusco, en grandes transformaciones que han supuesto un antes y un después radical en el devenir de los pueblos. Sobran los ejemplos, ahí están las revoluciones francesa, la rusa y otras tantas. Pero esta forma tan restrictiva de ver el cambio tiene el problema de que nos impide apreciar en toda su dimensión esas “otras” revoluciones silenciosas y subterráneas que también han impuesto cambios importantes en la vida de los pueblos. De hecho incluso, muchas de estas rupturas han resultado ser más determinantes en el día a día de los individuos que aquellas que han producido las más sonoras y estridentes transformaciones políticas. Precisamente un buen ejemplo de ello es lo que ocurrió en el Ecuador con respecto a la higiene, a los protocolos de comportamiento y a la cultura en torno al cuerpo.

Muy a diferencia de lo que puede creerse, en el Ecuador la limpieza no fue de ninguna manera un valor respetado y apreciado. En realidad sus habitantes tardaron mucho tiempo en lograr que el asunto fuera tenido como una prioridad y como un objeto de interés público y privado. Lo cierto es que durante prácticamente tres siglos y medio todo lo relativo a este tema estuvo muy lejos de inquietar a las autoridades y al conjunto de la sociedad. A lo largo de este tiempo los ecuatorianos vivieron muy cómodamente y sin inmutarse entre montañas de inmundicias, malos olores y ejércitos de bacterias. Pero consolémonos un poco, en realidad no fuimos la excepción. Si efectivamente debemos dar credibilidad a los viajeros, esto fue el pan de cada día en casi toda América.

Da mucho reparo leer relatos de la época que describen el estado de las ciudades en donde la higiene era una rara avis. Era común encontrarse con montañas de basura, de residuos orgánicos y hasta animales muertos. En Quito la evacuación de las materias fecales tenía como destino la quebrada de Jerusalén. Diariamente y a una hora exacta un empleado se encargaba de llevar un recipiente con los excrementos hasta un punto específico. Pero claro, también había muchos desaprensivos que echaban las superfluidades a la calle. La única advertencia era el grito de “¡agua vaaaa!” El solo pensar los olores que habrán despedido las ciudades ya da grima.

Si los espacios públicos eran lo que eran, los interiores de las casas, a su manera, también reproducían este patrón. Las viejas casonas eran igualmente sucias, mal olientes y destartaladas. Hay que tener presente que ahí vivía una población muy densa, compuesta no solo por los dueños de la propiedad sino también por un enorme ejército de sirvientes y todo ello, ¡sin letrinas, sin duchas, sin buena ventilación! Añádase a esto el permanente trajín de mulas que entraban o salían de la cuadra trasera de las casas de la época. Pero aparte de esto, los mismos propietarios eran negligentes y no ejercían la menor vigilancia en asuntos de higiene. Tal como relatan los viajeros, estaban acostumbrados a escupir en el suelo, a apagar los puros en las alfombras y más cosas.

Otro indicador que permite apreciar el grado de suciedad era la cantidad de pulgas y piojos que moraban en las chozas más humildes y en las casas más linajudas. Verdaderas legiones de estos bichos avanzaban amenazadoras por sábanas, suelos y alfombras. Prácticamente no hay viajero que no se quejara de los estragos que producían en sus carnes esos minúsculos torturadores del planeta. Hans Meyer, el famoso geólogo que visitó el Ecuador a comienzos del siglo XX, cuenta cómo en su primera noche en una pensión de Riobamba tuvo que matar en su cama nada más y nada menos que ¡38 pulgas!

Desde luego, la falta de higiene también se hacía sentir en lo personal. La ducha diaria o siquiera semanal resultaba algo impensable. La aversión al agua afectaba a todo el espectro humano de la sociedad. Las familias con recursos y que podían permitirse ciertos lujos no escapaban a la regla. Lo que más se estilaba era la conocida “mano de gato”. La ropa no se lavaba con la frecuencia de hoy ni muchos menos. Para que el lector se haga una idea, a comienzos del siglo XX y cuando las medidas higiene ya se empezaban a tomar en serio, Alejandro Andrade Coello, un escritor de la época, sugería que lo razonable era el cambio de calzoncillos, ¡por lo menos una vez a la semana!

Visto lo visto no resulta chocante imaginar el aspecto desgarbado que hacia la primera mitad del siglo XIX mostraban importantes personajes públicos. El caso de Juan José Flores, el primer presidente del Ecuador es más que significativo. Las impresiones de A. Terry, un viajero que visitó al país en la década de 1830, son muy elocuentes. Si algo llamó la atención de Flores ello fue lo sucio y desgarbado que lucía. “Parecía que el presidente no se había rasurado desde hace dos o tres días y llevaba un abrigo viejo y raído, su ropa blanca estaba sucia y su aspecto en general era descuidado”. Si esto pasaba con el primer mandatario, ¿qué sería del resto?

Los hábitos de mesa eran otro punto flaco en el que flaqueaban las “buenas maneras” ecuatorianas. Como en otros tantos aspectos, los protocolos de marca nacional eran otro ítem que ponía de los nervios a los extranjeros. Solo por dar unos pocos ejemplos: era frecuente que los señores y las señoras de buena familia se hurgaran los dientes con sus dedos, que comieran con la boca abierta y que hicieran ruidos al masticar. Una costumbre muy popular en el país, y que describe el mismo Terry, consistía en que los comensales se ofrecían mutuamente trozos de carne utilizando para ello sus propios tenedores. Lo peor era que llegaba un momento en el que todos hacían lo mismo, de modo que se podía ver una confusión de tenedores circulando de un lado a otro de la mesa. Este ritual, sin embargo, no fue una excentricidad exclusiva de los ecuatorianos sino un hábito generalizado por lo menos entre nuestros vecinos. Flora Tristán, la famosa abuela de Gauguin, cuando fue a visitar a su familia de Arequipa, también observó horrorizada esta misma costumbre.

En la década de 1900 los ecuatorianos todavía no habían asimilado muy bien las buenas maneras que en otras partes ya estaban perfectamente afianzadas. La terrible experiencia de H. Meyer con unos “señores viajeros ecuatorianos” y de familias respetables pone de manifiesto lo que costó aclimatar la civilidad en el país. A la hora de compartir mesa, el explorador contempló con asco y desagrado cómo “durante la comida escupían a derecha y a izquierda en el suelo” y cómo “junto a los otros comensales revolvían la fuente del asado con tenedores ya usados”. Para rematar el horrorizado alemán describe cómo los señores terminaron “hurgándose los dientes con los dedos y limpiándose las manos con la esquina del mantel”. ¡Todo un espectáculo debió haber sido la escenita!

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Baño griego.

No es mi intención seguir torturando al lector con todo este repertorio de “lindezas”. Ahora voy más bien a explicar esa apatía ante la higiene y buenas maneras. En realidad todas estas barbaridades fueron posibles porque la sociedad vivió sumida en un largo aislamiento, situación que ralentizó los cambios mentales y las formas de ser y estar. Esta falta de roce con las corrientes civilizatorias tuvo el efecto de retroalimentar las inercias que hacían que determinados comportamientos se mantuvieran fijos. Las nuevas costumbres y sensibilidades llegaban a cuentagotas y así era natural que pervivieran, como restos fosilizados, prácticas, usos y normas antiquísimas. Mientras en Europa la civilidad y el saber estar evolucionaban y se volvían rituales cada vez más refinados y sofisticados, el Ecuador permanecía rústico y bronco.

Aunque ya hubo intentos anteriores, en realidad, los cambios empezaron a producirse con más intensidad hacia comienzos del siglo pasado. El saneamiento de las ciudades empezó a producirse con la instalación de las primeras redes de agua potable y de alcantarillado. Sobre la base de estos dos grandes logros fue posible que la salubridad sentara raíces en el país. El ingeniero Alejandro Mann y el epidemiólogo Hideyo Noguchi fueron los grandes artífices de esta primera revolución de la higiene en el Ecuador. Por lo tanto, no debe extrañar que ambos personajes formen parte del panteón de los grandes prohombres de Guayaquil. Hacia la década de los cuarenta, ya todas las capitales de provincia y varios cantones de la Sierra podían darse el lujo de tener agua corriente en las casas. Con el alcantarillado ocurrió algo similar. Siguiendo el ejemplo de Quito y Guayaquil, en los años veinte y treinta, el país vio una verdadera fiebre por canalizar ciudades y pueblos de cierta entidad. La tarea la abordaron poblaciones de menor rango como Guaranda o Píllaro. Dicho sea de paso, con la higiene nació también otra profesión hasta entonces desconocida: la de los plomeros.

Si esto ocurría con el espacio público, los espacios privados no se quedaron rezagados. La gran medida aconsejada fue la expulsión de esa multitud que era el servicio doméstico a los arrabales de la ciudad. Los higienistas percibieron en ese gentío un peligroso foco de infección. Los médicos abogaron por los espacios amplios que evitaban los amontonamientos y la acumulación de aires viciados. Pero detrás de esta reforma también actuaban imperiosas razones de tipo moral. Los hacinamientos facilitaban conductas licenciosas. A mayor espacio entre cuerpo y cuerpo y a mayor separación de sexos, tanto mejor. En palabras del famoso higienista Pablo Arturo Suárez, “la moral era cuestión de metros cuadrados”. En paralelo también se produjo la instalación de los primeros retretes y cuartos de baño. Si hacia la década de 1900 todavía eran contados, en los años veinte, ya estaban muy generalizados.

El entusiasmo por la higiene se explica gracias a los cambios de mentalidad y de sensibilidad que sufrieron las élites y sectores medios de la población. Por ser breves, aquí cumplieron un papel crucial los biólogos que introdujeron una nueva colección de miedos en la sociedad de la época. Ellos, en alianza con los médicos, alertaron sobre la presencia de un nuevo enemigo número uno que era capaz de dar al traste con la civilización: los microbios. Pasteur y sus pares encendieron las alarmas y advirtieron de una posible rebelión de estos bichos invisibles. En una época especialmente sensibilizada por los progresos del anarquismo y del comunismo, los virus fueron equiparados a los revolucionarios. Lo suyo, por lo tanto, era establecer medidas profilácticas que los mantuvieran a raya. No había que tener contemplaciones de ningún tipo. Cualquier flaqueza podría desencadenar una rebelión microbiana de incalculables consecuencias. Dentro de este contexto mental fue cómo los médicos empezaron a ganar grandes cuotas de prestigio. No es en modo alguno una casualidad que en estos años la presidencia de la república hubiera recaído en Isidro Ayora, un profesional del ramo.

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Japón tenía baños públicos en sus ciudades.

En lo relativo a los modales y los comportamientos sociales, las cosas también empezaron a cambiar de raíz. Viejos comportamientos fueron a parar al rincón de los trastos viejos. Unas élites más cosmopolitas fueron clave para que antiguos hábitos tuvieran las horas contadas. La interiorización de nuevos valores produjo el efecto de estar “fuera” o “dentro” de círculos sociales que conferían prestigio y que situaban al individuo en la escala correspondiente. El formar parte de ellos implicaba imponerse a uno mismo toda una serie de autocoacciones. El negarse a ello suponía el estigma de autoexcluirse del grupo.

Este nuevo régimen que empezó a instituirse tuvo un amplio espectro y terminó por imponer una severa disciplina al cuerpo. Si algo hicieron las reformas fue obligar a reprimir, contener y mantener vigiladas sus pulsiones: ventosear en público, eructar, escupir, etc., ya resultaban conductas intolerables y blanco de las más duras condenas sociales. Una flatulencia a destiempo era una fea mancha en el currículum. Todos estos códigos de buenas maneras se introdujeron no solo a través de los “viajados” sino del famoso Manual de Carreño, un texto clave para que se generalizaran los protocolos de la mesa, de la visita, etc.

La cultura del baño se convirtió en una práctica más frecuente y más extendida. El primer gran logro fue una ducha semanal y el hábito diario de lavarse manos y cara. Por presiones de los sanitarios estas prácticas llegaron a convertirse en una especie de obligaciones sociales. Los higienistas también ejercieron su autoridad en el peliagudo y problemático campo de la sexualidad. A ellos se debe que se estableciera una relación muy estrecha entre higiene y genitalidad. Mantener limpias y pulcras las zonas pudendas era prevenir males mayores. Nada mejor que un poco de agua y jabón para reprimir los peligrosos deseos eróticos. Hay que ver lo que hizo la ducha y luego el bidet para que los padres de familia al fin respiraran un poco más tranquilos. Nótese también cómo desde entonces los milagros ya no se atribuían tanto a vírgenes de prestigio o a los santos, sino al agua y al jabón. Todo un indicador de los retrocesos del fervor religioso que ya empezaban a producirse entre las élites.

El control del cuerpo, sin embargo, también tuvo otra vertiente: el deseo de conformar tipos saludables, fuertes y musculosos. Había que corregir ese feo espectáculo que mostraba el hombre de clase alta ecuatoriana que, como decía un viajero “a pesar de su vestidura impecable, no era vistoso y tanto su figura como su postura y manera de caminar revelaban la falta de fuerza y una total ausencia de cultura corporal”. Con los nuevos códigos, los enclenques, los desgarbados, los curcos, etc. provocaron mucho rechazo. Este fue el momento en que empezó a triunfar el deporte en el Ecuador. Higiene y educación física fueron de la mano. De los años veinte data la organización de los primeros clubes de fútbol, de la afición por la gimnasia y los balnearios. Detrás de las prácticas deportivas, esto es importante relievarlo, vibraba la idea acerca de que un cuerpo sano y vigoroso era una especie de coraza protectora que inmunizaba al individuo frente a la amenaza microbiana y al vicio. Los debiluchos y los mustios eran presa fácil de los males modernos. Ahí estaban los de la generación decapitada con sus caras demacradas y sus cuerpos enfermizos. Este es también el sentido de la máxima insistentemente repetida por los profesores de educación física: “Mente sana en cuerpo sano”.

Las prendas de vestir, asimismo, se adecuaron a los nuevos tiempos. Los higienistas, obsesionados como estaban por la oxigenación, aconsejan vestidos que permitieran la traspiración y que dejaran de torturar al cuerpo. El ejercicio y las actividades al aire libre pusieron de moda el estilo sport. Un cambio en todo sentido: cuerpos más visibles y, por qué no, un resquicio a la provocación y a la sensualidad. Las prendas femeninas se simplificaron permitiendo a los caballeros un mayor margen de maniobra en las lides amorosas.

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