Lo que nos cuentan los bosques

Ilustración: Shutterstock.

Cuando mis hijos eran pequeños pasábamos mucho tiempo en un bosque de eucaliptos y pinos cerca de nuestra casa. Una tarde de verano nos sorprendió escuchar que empezaba a llover, íbamos a correr al carro cuando nos dimos cuenta de que solo era el sonido del viento contra el follaje: los árboles nos habían engañado, no había tormenta.

A los niños les encantaba buscar caras en los troncos y recoger las piñas del pino o los sombreritos del eucalipto y oír el golpeteo de esas semillas cuando caían al suelo. Una vez nos sobrecogió un crujido aterrador, seguido de un incesante batir de alas. No fue necesario regresar a ver para saber que estábamos en peligro, nos movimos y una rama de ciprés cayó justo detrás de nosotros. Afortunadamente, el árbol nos había avisado con su sonido.

El ser humano es capaz de percibir hojas que sisean, ramas que rechinan, insectos que zumban dentro de las cortezas, seguramente esa fue una destreza indispensable para la supervivencia de la especie. ¿Qué mensajes nos envían los árboles con sus sonidos?, ¿se podría afirmar que existe una comunicación entre especies?

Paisajes sonoros

El biólogo David George Haskell, en su libro En un metro de bosque, cuenta un experimento que realizó durante un año, en Tennessee: se sentó en una piedra, día tras día, para observar y escuchar el bosque a su alrededor. Como aficionado a la ornitología, había desarrollado la habilidad de escuchar y reconocer diversos tipos de aves por su canto, pero en esta experiencia pudo llegar más lejos, pues descubrió que era capaz de identificar diferentes especies de árboles por su sonido.

Con suficiente atención y entrenamiento, afirma que es posible distinguir a un roble de un maple y que incluso se puede escuchar cómo las hojas se amarillan en el otoño. Si bien resulta sorprendente esta percepción tan aguda, no debería extrañarnos, en tanto se ha documentado que las plantas que atraviesan una sequía o pierden agua producen un ruido burbujeante.

Para su segundo libro, Las canciones de los árboles, Haskell usó instrumentos que le permitieron mejorar su percepción auditiva, como estetoscopios, micrófonos y sensores electrónicos. Con estos artefactos escuchó los sonidos de doce árboles distintos alrededor del mundo. En cada capítulo de la obra describe el entorno y los sonidos de un espécimen en particular.

El primer protagonista de su libro es un ceibo del bosque nublado en el Yasuní, que le permite reflexionar sobre la biodiversidad del ecosistema y cómo esta se traduce en una variedad de sonidos cuando la lluvia cae sobre la enorme pluralidad de hojas del bosque, por ejemplo, dice que algunas plantas suenan como una “salpicadura de chispas metálicas” o que hay “un golpeteo leñoso, bajo y limpio” en las hojas del árbol de aguacate.

El naturalista inglés, Bob Gilbert también se interesó por observar cómo la vida silvestre se abre paso  en medio de la ciudad y escribió una crónica sobre los árboles que crecen en la localidad de East End, en Londres. En el pódcast de la BBC, The Susurration of Trees, cuenta que para registrar sus observaciones, en su libro Ghost Trees, sintió la necesidad de encontrar palabras que pudieran traducir los sonidos del mundo natural al lenguaje humano, para lo cual utilizó comparaciones.

Dice, por ejemplo, que el sonido de los álamos se parece al de un arroyo que pasa sobre las rocas en la montaña, o que los álamos temblones suenan como una llovizna de verano o como la apertura de una botella con agua carbonatada. Para poder contar con un vocabulario adecuado Gilbert confiesa que tuvo que adentrarse en la poesía.

La lengua de los árboles según los poetas

El naturalista recuerda algunos versos de escritores de habla inglesa que le ayudaron en su escritura. Menciona al estadounidense Dana Gioia, quien en su poema “Words”, describe: “El mundo no necesita palabras. Se articula a sí mismo/ en luz solar, hojas y sombras”.

Afirma que otro gran referente fue Thomas Hardy, un perspicaz observador de los árboles para quien cada especie tenía su propia silueta y voz. Hardy, en Under the Greenwood Tree, pinta el paisaje diciendo que “el fresno sisea” y el “haya susurra”. En The Woodlanders (Los habitantes del bosque), habla de “las melancólicas melodías gregorianas del olmo” e incluso distingue matices según la estación: “el invierno, que modifica la nota de estos árboles en tanto pierden sus hojas, no destruye su individualidad”.

A este lenguaje inspirado en la bioacústica pueden sumarse los versos de Emerson, en Wood Notes I (Notas del bosque I), quien dice: Cuando el pino arroja sus piñas/ que entonan sus notas de cascada,/ se apresura a los senderos del bosque,/ les habla a las aves y a los árboles”. Emily Dickinson y Henry David Thoreau crearon su obra en un permanente diálogo con la naturaleza y Robert Frost, en The sound of trees (El sonido de los árboles), se pregunta por qué deseamos soportar el ruido de los árboles más que otros ruidos y reflexiona: “ellos son aquello que habla de marcharse/ Pero que nunca se va”.

Herman Hesse, en su ensayo Árboles, encuentra verdaderos maestros en los bosques: “Los árboles me han dado siempre los sermones más profundos… Quien sabe hablar con ellos y sabe escucharlos, descubre la verdad. Ellos no predican doctrinas ni recetas… Cuando estamos heridos y apenas podemos resistir más la vida, el árbol puede hablarnos: ¡Detente! ¡Detente! ¡Mírame! La vida no es fácil, la vida no es difícil. Esas son ideas infantiles. Deja que Dios hable dentro de ti y tus pensamientos crecerán en silencio”.

En español, en el lenguaje cotidiano, contamos con nombres como “sauce llorón” o “chinchin” y nuestros poetas también les han dado a los árboles la cualidad humana del habla, por ejemplo, el mexicano Octavio Paz, en los versos de “Perpetua encarnada”, dice que “juntan los árboles las frentes/ cuchichean” y según el español, Juan Ramón Jiménez, en su poema “Árboles hombres”, estos hablan “con blando rumor”. 

Para otros el sonido de los árboles no es un lenguaje articulado sino musical. César Vallejo, en “Nervazón de angustia”, habla de una “sinfonía de los olivos”; Pablo Neruda, en la descripción que hace del bosque chileno, en su autobiografía, dice: “El universo vegetal susurra apenas hasta que una tempestad ponga en acción toda la música terrestre”. Y para el ecuatoriano Jorge Carrera Andrade, en “Tierra de pájaros”, “en el amanecer sonoro/ cada árbol es un coro”.

La música de los árboles

La música que producen los árboles no es solamente una metáfora. Recordemos que la madera es un material clave en la fabricación de algunos instrumentos musicales, y que ramas y hojas también se han utilizado para producir melodías.

El poeta Ovidio, en Las metamorfosis, narra el origen de la flauta de Pan, instrumento de viento similar al rondador y a la zampoña. Según el mito, el deforme dios Pan se había enamorado de una náyade llamada Siringe y la perseguía por el bosque con propósitos lascivos. Ella, para preservar su castidad, se detuvo junto a un río y se convirtió en cañas. Pan sopló sobre ellas y descubrió que podía hacer música.

En el Ecuador algunos conjuntos de bomba del Chota utilizan las hojas de árboles para acompañar sus interpretaciones musicales y existen bandas populares que tocan la hoja de capulí, de naranja o de limón. 

En 2011 el músico alemán Bartholomäus Traubeck quiso experimentar con los troncos de los árboles para producir sonido, para lo que analizó los anillos de crecimiento que se forman en el interior de rebanadas de madera y los convirtió en datos que pudieran ser leídos por un reproductor de sonido. De este experimento salió el álbum Years, que contiene siete canciones producidas por siete especies distintas: abeto, fresno, roble, maple, aliso, nogal y haya.

Bartholomäus Traubeck logró hacer cantar a los árboles a través de un tocadiscos modificado que, basado en un software especial, interpreta al piano las variaciones de los anillos de crecimiento de los troncos.

La música creada con madera, hojas o cañas nos deja varias preguntas: ¿podemos decir que es un lenguaje de los árboles si hay intervención humana?, ¿qué tanto de nosotros estamos proyectando en los sonidos captados por nuestra mente?, ¿cómo podemos distinguir el mensaje de los bosques si nuestra forma de decodificar es siempre antropocéntrica?

Dejar de escuchar como humanos

En el libro Cómo piensan los bosques, el antropólogo Eduardo Kohn se adentra en la cosmovisión de la población amazónica de Ávila y en la relación que la comunidad mantiene con la selva. En el primer capítulo reflexiona sobre cómo el kichwa amazónico conserva un carácter onomatopéyico para reproducir sonidos del bosque y cómo algunos indicios naturales, como la caída de un árbol, constituyen signos que trascienden la representación. “El primer paso para empezar a entender cómo piensan los bosques es descartar nuestras ideas preconcebidas sobre lo que quiere decir representar algo”.

Cómo piensan los bosques explora cómo los
amazónicos interactúan con los muchos seres vivientes
que habitan uno de los ecosistemas más
complejos del mundo.

La propuesta de este investigador es abrir nuestra mente a las voces del bosque trascendiendo la división entre lo humano, lo animal, lo vegetal y lo inanimado, y buscar una comunicación menos centrada en la mente y más en el cuerpo. Kohn describe cómo la atención requerida para observar un ave le ayudó a superar una crisis de ansiedad y cómo el bosque puede poner imágenes en el pensamiento, estableciendo canales de comunicación y lenguajes que pueden pasar desapercibidos si no estamos dispuestos a percibir más allá de lo humano.

Es interesante verificar que muchas de estas conversaciones con el bosque parecerían depender de un estado de contemplación, de paz, de receptividad del observador, pero también es válido concluir que quizás es la cercanía a la naturaleza la que nos aporta la sensibilidad necesaria para poder escuchar las lecciones de los árboles. 

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