Por Gonzalo Maldonado Albán.
Se le llama viudo al que perdió a su esposa y huérfana a quien ya no tiene padre. ¿Pero qué nombre debe dársele a una madre cuyo hijo se mató, con apenas veintiocho años, lanzándose desde la terraza del edificio donde vivía, en el Upper East Side de Nueva York?
Ni la antropología ni la psicología tienen un término para eso. La jerga social —siempre dispuesta a bautizar con eufemismos fáciles a las situaciones más complejas— tampoco ha podido acuñar una palabra que dé nombre al estado de una mujer que ha perdido a su hijo. Solo la literatura podría acometer la tarea de nombrar lo innombrable y solo alguien como Piedad Bonnett podría tener la presencia de ánimo y la lucidez para escribir sin concesiones sobre esta experiencia catastrófica que le tocó vivir.
Se nota que su oficio de poeta ya le había enseñado a caminar por el filo del abismo sin perder la cordura, porque Lo que no tiene nombre reflexiona sin ambages, pero con sobriedad y elegancia, sobre la finitud de la vida, el sinsentido de la muerte y también sobre esa larga sombra negra que a veces se cierne sobre los seres humanos: la locura.
El libro tiene apenas 130 páginas y, gracias a su prosa límpida, podría ser leído de corrido en muy poco tiempo. Pero el lector descubrirá que ese texto necesita mucha mayor atención porque no solo es el relato de un episodio terrible, sino algo más audaz y ambicioso: es un breviario del sufrimiento, un catálogo del dolor, porque Piedad Bonnett hace un registro minucioso de la vida, pasión y muerte de su hijo Daniel. Por ejemplo, en la primera parte se enumeran los objetos que encontró en la habitación de Daniel, tras morir aplastado contra el pavimento. También se detallan los órganos, los huesos e incluso las partes de la piel de su hijo que fueron donados a otras personas y se registra la pequeña caja de cartón en la que finalmente cupieron sus despojos.
Más adelante, Piedad detalla las ausencias de su hijo: la inexistencia de su olor o de sus mejillas y sus manos, pero también el final de su angustia. El tránsito de la vida hacia la muerte deja alivio y un sufrimiento sereno, dice la autora, quien no cree que haya vida después de la muerte. “La vida es física”, escribe, citando un verso de Watanabe. La existencia del ser que amamos termina con su desaparición material. Los sollozos y los lamentos tal vez estén demás cuando eso sucede, sugiere.
La madre también se encarga de rastrear los orígenes de la enfermedad de su hijo, una dolencia que solo hacia la mitad del libro nos la revela: trastorno esquizo-afectivo. De esta manera, el lector es testigo de los rasgos más tristes de la personalidad de Daniel: su tendencia a “castigarse, a demeritarse, a minimizar el reconocimiento que otros le hacían”. Y también los miedos que le atenazaban: a la escasez que le sobrevendría si continuaba estudiando Arte; a no ser verdaderamente talentoso y, claro, a que su enfermedad lo convirtiera en un lunático perdido.
Daniel tenía alucinaciones. Veía gente paseando por su habitación y veía que el ojo de uno de sus profesores crecía desproporcionadamente. Él era consciente de que esas escenas eran imaginarias y trataba de combatirlas, pero seguían apareciendo no obstante la medicación que, al parecer, nunca fue la correcta.
El deseo de matarse aparece cuando el enfermo ha construido la “cuarta pared” que faltaba para encerrarse sobre sí mismo, afirma la autora. Hay oprobio y vergüenza en el enfermo, una sensación de que su vida no vale nada. La muerte es, en ese caso, la única salida honrosa.
Piedad Bonnett, poeta y novelista.
Nació en Amalfi, Colombia, en 1951.
Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes, en Bogotá, donde es profesora.
Autora de las novelas: Para otros es el cielo (2004) y El prestigio de la belleza (2010).
Premio Casa de América 2011 de poesía americana por Explicaciones no pedidas.
Más en: www.piedadbonnett.co