Historias de desamor

Llorar por amor
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.

La primera vez lloré porque había que llorar. Porque mi mamá, mis amigas, mis primas y tías dijeron que “el primer amor te marca” y “había que llorarlo”. Teníamos quince años. Éramos zanahorios. No nos drogábamos ni tomábamos en los parques como se usaba en la época. Nuestro plan era caminar por la ciudad, meternos a lugares extraños y tomar café reuniendo monedas en lugares serios en los que nos sentíamos niños disfrazados de adultos.

Por aquella época yo abandoné el colegio y me dediqué a hacer miles de cursos: literatura, fotografía, acuarela, francés. Una noche, mi novio me llamó al teléfono fijo y me dijo, con justa razón, que, si no les daba más tiempo a nuestros recorridos y cartas, sería mejor terminar. Sin reparos y haciéndome la dura, le dije que bueno, que termináramos.

Un poco (o mucho) porque quería experimentar lo que era “terminar una relación”. Cuando colgué el teléfono pensé que ese era el momento en el que, se suponía, había que llorar, y como siguiendo un manual de instrucciones derramé unas cuantas lágrimas para poder contarlo.

La segunda vez lloré por un músico. No me enamoré de él sino de su casa, que parecía salida de una película romántica. Me enamoré de sus sánduches de salmón, de la idea de tener un novio músico, de la experiencia de ducharnos juntos por primera vez o de ver las estrellas a través de una claraboya mientras escuchábamos, acostados en la alfombra, una banda indie totalmente nueva para mí.

Enamorarse de otra persona es enamorarse de otro mundo. Pero esta vez sí me dolió cuando me enteré de que el señor también tenía otra novia, a la que también preparaba sánduches de salmón y le mostraba el cielo desde la alfombra. Si nos hubiéramos casado, para separarnos luego, ahora viviría en esa casa.

La tercera vez mi novio me llevaba diez años y tenía un mundo completamente distinto al mío. Yo me acababa de independizar y había alquilado un cuarto sencillo (demasiado sencillo) en La Floresta. Para sobrevivir trabajaba en un local de libros usados al que ya dedicaré algún texto. Mientras él vivía en Cumbayá, yo sobrevivía en mi mediagua que olía a cemento fresco; mientras él recibía cada mes un sueldo fijo, yo no tenía dinero en la billetera, es más, ni siquiera tenía billetera.

Cuando conseguí mi primer trabajo en un canal de televisión y me cambié a una casa más cool (que seguro hubiera estado a la altura de sus expectativas), él ya me había dejado. Un buen día apagó su celular y después mandó un mail diciendo que “sigamos siendo amigos”. Lloré a grito pelado al frente de mis nuevos jefes, y en mí nació el ideal de una indemnización por rupturas del corazón. Si la vida no puede ser a mi manera, al menos que alguien me pague por soportarla.

Ahora que miro desde la ventana estos dolores que alguna vez me desgarraron, pienso en las personas que ahora mismo están siendo abandonadas y recuerdo un meme. Proponía que al empezar una relación los implicados abrieran una cuenta en común y depositaran un dólar diario.

Entonces, si alguien terminaba la relación, el que quedara más afectado por lo menos se quedaría con la plata. Si la relación seguía en pie al cabo de un año, ambos utilizarían ese dinero para ir de vacaciones. Y, por supuesto, renovarían la cuenta. No es, para nada, una mala idea.

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