Llegué último en un Ironman

Advertencia: Este texto está basado 90 % en hechos que recuerdo y del otro 10 % debo decir que la memoria también se deshidrata, se acalambra y se contractura. Si usted decide participar en un Ironman no olvide entrenar, hágale caso a su entrenador, descanse, aliméntese bien y tome mucha agüita.

ironman
Ilustración: Diego Corrales

Solo faltaban diez metros para la meta; después de masacrar a mi cuerpo 112 kilómetros, durante más de siete horas, esa distancia ya no era nada. Pero ahí estaba, tumbado en el piso, sin poderme levantar por los calambres, gritando que me dejen terminar la competencia mientras mi entrenador peleaba con un paramédico de la Cruz Roja. En 2021 llegué último en el Ironman 70.3 de Manta y esta es mi historia.

Si nunca ha oído sobre un Ironman 70.3, se resume así: 1,9 km nadando en el mar, 90 km sobre la bicicleta y 21 km corriendo, en total 113,9 km de esfuerzo sudor y mucho, mucho sufrimiento.

La preparación y el mar

Se acercaba el gran día para el que me había preparado casi un año, por el que había dejado de lado la poca vida social que, hasta ese momento, tenía. Pero antes del ir al Ironman debía hacerme un masaje descontracturante. Ustedes pensarán en velas, aromatizantes, aceites… Nada más lejano. Lo que en realidad sucede es que te rompen las fibras de los músculos que están contracturados y, sí, se siente igual a como se lee. Una vez superada la visita a la fisioterapista estaba listo para romperla o romperme en el Ironman, lo que suceda primero.

Eran las cuatro de la mañana del día de la carrera, en mi celular sonaba el soundtrack de Rocky IV, ¿puede haber algo más cliché? Sin embargo, en ese momento uno se agarra de lo que sea. Esa mañana yo era Rocky Balboa, un boxeador gringo que debía caerle a golpes a un ruso, Iván Drago, frente al politburó de la URSS, en plena Guerra Fría y en Noche Buena. Todo esto mientras Dave Bickler, vocalista de Survivor, cantaba: “En el código del guerrero, no hay rendición. Aunque su cuerpo dice alto, su espíritu grita ¡Nunca!”. Después de semejante motivación estaba listo para acabar el Ironman o para ir a la guerra del Cenepa.

Cinco y treinta de la mañana. Ante mí estaba el océano Pacífico, mi Iván Drago, mi Darth Vader, mi Voldemort. Ese mar se abría imponente con una oscuridad enorme. Era tiempo de mi primera gran batalla: nadar.

Uno a uno y en pequeños grupos de cuatro, los triatletas se formaban para la salida. La fila avanzaba y decidí ir al final. Ahí, al último, estábamos los novatos y los atrasados, todos llenos del mismo temor, todos preguntándonos: ¿por qué?, ¿qué hacemos aquí?, ¿no era mejor idea, para un domingo a las cinco y media de la mañana en Manta, regresar a la casa al borde de la inconciencia, después de una noche llena de Caña Manabita y salsa choque? Pero no, preferimos morirnos de frío y de miedo en un frente a frente con el agua.

Llegó el momento cero. Una palmada; un tú puedes, siempre vas a poder fueron las últimas palabras que oí y mi contacto final con tierra. Una sola zambullida y ya estaba en el inmenso mar. Para entonces había amanecido. Los nervios en el agua hacen que la respiración se agite, que cueste mucho trabajo recordar la técnica. “¿Cuántas brazadas tenía que dar antes de sacar la cabeza? Estoy respirando solo por el lado izquierdo; debo respirar por el derecho también. Sea como fuere, no te olvides de respirar, por Dios”. Mi cabeza era una máquina de instrucciones y advertencias.

1500 metros marcaba mi reloj, buscaba en quién apoyarme, algún grupo de nadadores para hacer espíritu de cuerpo, pero nadie apareció. Para apaciguar la sensación de abandono, una canción de Disney fue la solución y a mi mente llegó “Dory” de Buscando a Nemo: “Nadaremos, nadaremos, en el mar, el mar, el mar”. Listo, ahora sí pa’ lante, enfocado en no desviarme de las boyas y con una idea entre ceja y ceja: salir del mar en una sola pieza.

Cuando sales del agua es como bajarte de un bote después de horas de contoneo. El mundo a mi alrededor se movía. Si hace cincuenta minutos añoraba la sensación de la Caña Manabita en mi cuerpo, esto que sentía ahora se le parecía a haberme tomado una media (375 ml de puro aguardiente). Un camino de madera marcaba el ingreso a la zona de transiciones y al recorrerlo me sentía una mezcla de Jefferson Pérez y Richard Carapaz. ¡Vamos Landetita!, me decían unos desconocidos. Así que, ¡a darle Landetita!, me dije.

En esa área de transiciones se me pasó la “chuma” del mar. El proceso de secarse, lavarse el agua salada, ponerse los zapatos, el casco, tomar la bici no debería durar más de seis minutos. Yo me tardé quince. Ingenuamente me sentía casi Ironman, así es que si quería podía sentarme a tomar un café. Pésima idea. Aun así, casco puesto, gel de proteína, zapatos y bici listos, me fui corriendo a la zona de monta.

Segunda batalla: la bicicleta

El ciclismo siempre fue mi fuerte y para alguien que entrena a 2800 metros, ciclear a nivel del mar no debería significar mayor esfuerzo. Error de cálculo. El peso de la natación se siente en las piernas.

Si llegó hasta aquí, seguramente debe pensar: el que escribe esto debe ser superatlético, pero no. A esta competencia no llegué en mi mejor forma física, de hecho, una llantita se notaba claramente por lo apretado del traje. Días antes del Ironman, el dueño del lugar en el que me había hospedado, con la sinceridad y espontaneidad que caracteriza a los manabas, me preguntó:

—¿Así va a correr el Ironman?

—¿Así cómo? —le dije.

—Así, gordito —me soltó sin anestesia.

Sin embargo, fue este mismo hombre, que días antes había puesto a prueba mi preparación y mi autoestima, quien me dio fuerzas para no bajarme de la bicicleta. Era el kilómetro ochenta, solo faltaban diez y mis piernas no resistían más. Mi traje se había roto por la fricción con el asiento y esto me provocó un corte en la entrepierna. Cuando estaba a punto de dejar la competencia, apareció él, sentado con una sombrilla junto a su esposa disfrutando del dolor ajeno. Me reconoció y a todo pulmón gritó: ¡Vamos gordito! Si ese hombre creía que yo podía seguir compitiendo, a pesar de mis libras de más, no debía defraudarlo.

Batalla (casi) final: correr

Mi tercera transición, mi “Endgame” fue la carrera.

A estas alturas yo era una masa de músculos acalambrados con mucho carácter y decisión. Iban cinco kilómetros que se sentían como cincuenta y, frente a mí, apareció un abasto. Recordé que la primera persona que creyó que yo podía completar un Ironman me dijo alguna vez: “En la carrera te dan Coca-Cola y es la mejor que vas a probar en tu vida, paga todo: la inscripción, el entrenamiento, el esfuerzo, ¡TODO!”. Y sí, esa era una de mis motivaciones. Llegué y con mi último aliento pedí una “coquita” y oh, sorpresa, era Pepsi. Los amantes de la gaseosa negra sabrán que este no es un detalle menor. Ya para qué seguir, ya hasta aquí llegué, pero no, una decepción no iba a impedir que me convirtiera en Ironman.

En el kilómetro quince llegó mi primer calambre. Nunca había sentido uno tan fuerte. Me tumbó, no podía pararme y llegó un paramédico de la Cruz Roja. A estas alturas, solo quedábamos dos competidores en la pista, un señor de setenta años y yo, “el gordito”. Ese hombre de paso lento, pero firme, no paraba, no se acalambraba. Yo estaba tumbado en el suelo. El paramédico me ayudó a reponerme, pero me dijo con una firmeza atemorizante: “Te caes una vez más y voy a tener que sacarte de la competencia”. No solo eran los calambres y el cansancio, ahora se sumaba el miedo a que no me dejaran terminar.

Faltaban cinco kilómetros para le meta; yo ya llevaba más de cien encima y todo parecía un sueño. Cuando eres primero en una competencia, la policía te abre paso entre la gente, todos te aplauden, llegas acompañado de gritos de aliento y de sirenas. Pero les doy un dato: pasa lo mismo cuando eres el último.

Mientras les ordenaba a mis piernas que no se les ocurriera doblarse porque nos iban a sacar, llegaron dos policías motorizados. La poca gente que se había quedado para ver al último de la carrera aplaudía y alentaba.

El cuerpo ya no me respondía y mis piernas no podían más. Faltaba tan poco para la meta y yo desfallecía. Cuando iba a tirar la toalla, llegó mi entrenador y me recordó por qué estaba ahí. Acto seguido, Rocky volvió a mi cabeza. Era el último round, no podía dejarlo todo ni quedar mal con los policías que me escoltaban.

La meta estaba frente a mí, faltaban solo diez metros. La cruzaría. Pero mis calambres tenían otros planes y me caí.

Llegó, mi “buen amigo”, el paramédico de la Cruz Roja para cumplir su amenaza, quería sacarme de la competencia. Esta parte del relato no nace de mi recuerdo, sino de lo que mi entrenador, días después de la carrera, me contó. Resulta que, al escuchar que no me dejarían terminar, él se peleó con el paramédico. Los policías que me escoltaron se sumaron a la trifulca y dijeron que, si no podía levantarme, ellos me llevarían en brazos. Mientras tanto, yo pedía a gritos, medio inconsciente, pero a gritos, que me dejaran terminar.

Cuando parecía que hasta ahí llegaba el sueño recordé una de las reglas del Ironman: “Los atletas pueden correr, caminar o arrastrarse” y, al parecer, yo usaría la última de estas tres opciones. Sin mucha emoción, el paramédico cedió y me dejó seguir. Al fin, después de más de siete horas, crucé la meta y no tuve que arrastrarme, mis piernas hicieron su último esfuerzo.

Fui último en el Ironman 70.3 de Manta, en 2021, pero me llevé la misma sensación del ganador: los dos éramos hombres de acero.

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