Por Roberto Rubiano Vargas.
Edición 427 – diciembre 2017.
Roberto Rubiano Vargas
(Bogotá, 1952)
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Vivió en Quito en los años ochenta, en la época gloriosa del Seseribó. Entre otros, es autor de Cuentos (2016), Cincuenta agujeros negros (2008). Necesitaba una historia de amor (Cuentos, Villegas Editores, 2006). En la ciudad de los monstruos perdidos (Novela para lector juvenil, 2002). El anarquista jubilado (Novela, Planeta, 2001). Vamos a matar al dragoneante Peláez, (Cuentos, 1999). Robert Capa, imágenes de guerra (Biografía, Panamericana Editorial, 2005).
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Premio Nacional para libro de cuentos, 1993 y 1981. Premio Nacional de Cuento: 2001, 1991 y 1975, todo en Colombia.
Durante la presentación de la última novela de Roberto Burgos Cantor, Ver lo que veo, le preguntaron si no le preocupaba ese retrato crítico que hacía de Cartagena, pues la novela va en contravía del imaginario habitual sobre el “lindo rincón caribe y colonial”, como dice la canción. Roberto, socarrón, dejó claro que no le preocupaba en lo más mínimo porque con esta novela nos muestra una Cartagena más sorprendente y real que aquella de las murallas y el turismo. La suya es una ciudad de boxeadores derrotados y reinas de belleza barrial, de burdeles afamados y una saga que recoge momentos desde fines del siglo XIX hasta mediados de los años cincuenta.
Escrita con una de las prosas más exigentes de la actual literatura colombiana, Burgos Cantor ofrece una mirada poco complaciente de una ciudad que esconde varias realidades y no todas son felices. Además, aparte de ser un texto elaborado con paciencia de orfebre, demuestra gran rigor en la investigación de los datos históricos y sociales. Algo que se destaca siempre en las mejores novelas colombianas. Muestra la poesía y la vulgaridad de la ciudad porque el oficio de un escritor como él no es proponer meditaciones amables sobre la patria, sino más bien hacer las preguntas que nadie quiere escuchar.
Colombia es un país con una sociedad compleja. Diversas culturas y chauvinismos regionales se mezclan dentro de sus fronteras. La literatura que se escribe en Colombia tal vez refleja un poco esto, los bogotanos y su creencia en una ya olvidada Atenas Suramericana, Medellín la ciudad ensimismada, y la región Caribe, origen de Macondo, ese lugar que no existe, pero es el más conocido de Colombia.
Una mirada rápida al paisaje literario colombiano nos da una lista de más de cien escritores activos, con varios libros publicados, contratos editoriales vigentes y muchos premios de prestigio acumulados. Pero en cualquier lista siempre aparece el mismo inventario, la avanzadilla diplomática que puede sintetizarse en los nombres de Héctor Abad Faciolince, Juan Gabriel Vásquez, Piedad Bonnett, Santiago Gamboa y William Ospina. A la que habría que sumarle otra lista de figuras indispensables, entre las que se destacan Tomas González, Laura Restrepo, Pablo Montoya y Fernando Vallejo.



Las cifras son un espejismo que sirven para justificar cualquier afirmación, pero la realidad es que la literatura colombiana vive un momento bastante feliz, en cuanto a “nuevos nombres, premios internacionales que han ganado algunos autores y los lectores”, opina la escritora y profesora universitaria Alejandra Jaramillo. Ella forma parte del fenómeno. Este año ganó un premio nacional por su nuevo libro de cuentos, y publicó dos novelas, Magnolias para una infiel, en Ediciones B, y Mandala, una novela digital que necesitó una plataforma tecnológica nueva, y por la que recibió una beca para su desarrollo.



¿De qué hablan esos tal vez treinta o cuarenta libros de ficción nuevos que se publican cada año en Colombia? ¿De la violencia? Probablemente. Los escritores colombianos no pueden distanciarse del país donde viven. En la actualidad hay un proceso de paz con la guerrilla más antigua del mundo y ese es solo uno de los muchos signos que definen la vida en Colombia. Algunos episodios que parecían superados continúan ahí. La existencia de ejércitos paramilitares que nunca se desmovilizaron. La presencia de otra guerrilla, la del ELN, que en la actualidad negocia en Quito un posible paso a la vida civil. Obviamente los rezagos del narcotráfico. Pero sobre todo la desigualdad social es parte de ese retrato marcado por la violencia que algunas personas preferirían que no se mencionara.


También hay otro aspecto común: el humor. Colombia es un país más o menos próspero que ha logrado sobrevivir a las peores plagas del Tercer Mundo. Tiene una economía que sobresale en la región y una vida, para quienes la pueden pagar, que ofrece lo mejor del siglo XXI. Para los escritores, una forma de sobrevivir en un país tan contradictorio consiste en no tomarlo demasiado en serio.
No a las buenas conciencias
La literatura colombiana no está hecha para halagar el espíritu patrio de juramentos con la mano en el pecho. Más bien se burla de él. Hay que leer algunas páginas de Fernando Vallejo para sentir ese humor corrosivo, rayano en el libelo. Pero él no es el único que escribe con acidez sobre Medellín; ciudad que el prejuicio asocia exclusivamente con sicarios y narcocultura. La obra de Esteban Carlos Mejía: I love you putamente y Esos besos que te doy, son novelas que se burlan de la “sicaresca” paisa y muestran una ciudad a la que el autor insulta y ama con la misma pasión. Aparte de que en esas páginas probablemente está el mejor sexo de la literatura colombiana.
De Medellín también son dos autores muy conocidos: Héctor Abad Faciolince, autor de un libro indispensable para entender nuestro tiempo: El olvido que seremos; y Jorge Franco, cuyas novelas, en particular Melodrama y El mundo de afuera, nos dan otra visión de la sociedad antioqueña. Redondean una amplia expresión literaria de Medellín cinco autores indispensables: Tomás González, Darío Jaramillo Agudelo, Juan Manuel Roca, Pablo Montoya y Juan Diego Mejía, cuya reciente novela Soñamos que vendrían por el mar narra las experiencias de jóvenes militantes que en los años setenta se fueron al monte, a preparar la revolución, sin pertenecer a ninguna guerrilla. Una experiencia poco conocida y tan absurda como casi todo en la política colombiana.
En la Costa hay consagrados y nuevos autores. Además del ya citado Burgos Cantor se destaca Marco Schwartz (Premio Norma de Novela), Pedro Badrán y Ramón Illán Bacca. Cali es cuna de buenos cuentistas, como José Zuleta, Harold Kremer y un gringo colombianizado, Tim Keppel. Otro gran cuentista en ciernes es Jesús Antonio Álvarez, de Bucaramanga, ciudad cercana a la frontera venezolana, al otro extremo de Colombia. Muestra de que la literatura colombiana no se desarrolla exclusivamente en Bogotá o en Medellín.
El cuento es un género mayor de la narrativa, que tiene muy buenos libros y autores nuevos. Frecuento como jurado muchos concursos nacionales y veo su proceso de crecimiento. Libros de gran calidad que se quedan por el camino (porque solo gana uno) pero terminan por conseguir publicación. Recuerdo el Premio Nacional de 2009, en el que leímos al menos cincuenta libros buenos, casi todos ya publicados. Uno de ellos fue editado, años después por Random House y obtuvo el Premio Latinoamericano Gabriel García Márquez que otorga cada año el Ministerio de Cultura de Colombia. Un galardón acompañado con una bolsa de cien mil dólares, la más generosa del continente para el género.
Adicción y codicia
Vender un kilo de cocaína para salir de pobre no fue una tentación exclusiva de los muchachos pobres de las barriadas colombianas. Muchos escritores se sintieron tentados a convertir en literatura de éxito las aventuras de la cenicienta del barrio convertida en princesa de narcotraficante en Miami. La calidad, como sucede con la droga cortada con laxante, no era importante. De ahí surgieron algunos títulos cuyo éxito se midió en el hecho de que fueron llevados a la televisión. Esa narrativa es la que Héctor Abad denominó la sicaresca.
Cuando la televisión se enganchó con tanta droga rondando en sus guiones comenzó a pedir más, pero la literatura no producía tanto y la adicción fue aumentando. De las historias de pobretones traficantes de hierba se pasó a la cocaína; de anónimos delincuentes de provincia se comenzó a narrar la historia de los verdaderos asesinos. De ahí en adelante ya no hubo límites. La televisión, ese monstruo que devora sin masticar hojas de guion, terminó convirtiendo en héroes a los genocidas del paramilitarismo, en figura legendaria y genio del mal, a un ladrón de lápidas y jalador de carros llamado Pablo Escobar, quien no era más que un delincuente codicioso. Y cuando la televisión colombiana estaba más intoxicada que nunca, llegó Netflix, exhibió Narcos, y, como la canción sobre Fidel, “llegó el comandante y mandó a parar”.
Para felicidad de los escritores, el narcotráfico se quedó en la televisión, obligándoles a ocuparse de cosas realmente importantes. Digamos el amor de una familia, como sucede con Historia Oficial del Amor de Ricardo Silva. De los objetos que perdemos en nuestra vida cotidiana como en los maravillosos cuentos de Julio Paredes, Artículos propios. O de lo que vivió una joven guerrillera durante la toma del Palacio de Justicia, en Mañana no te presentes, de Marta Orrantia.
Ahora la literatura colombiana ha diversificado sus temas. Ha elevado la calidad de sus páginas y dignificado sus personajes. Es una literatura que mira perpleja hacía un país que parece estar en camino hacia una nueva oportunidad sobre la Tierra.
La guerra, el tráfico y la violencia por supuesto siguen estando ahí pero ya no son el motivo, sino el telón de fondo de una literatura que cada vez se preocupa más por la imaginación, por la profundidad de sus personajes y de los conflictos diarios de la gente real que todos los días sale a buscar su vida en un bus atestado o sobrevive en un municipio asediado por bandas asesinas de diverso pelambre y una sola consigna, la codicia. Como lo dibuja Evelio Rosero con Los ejércitos, premio hispanoamericano Tusquets de novela. Obra que, a propósito, es la primera versión moderna de lo que en Colombia se conoció como la “novela de la violencia” de la cual solo se destacaban antes dos títulos: La mala hora de García Márquez y Cóndores no se entierran todos los días de Gustavo Álvarez Gardeazábal.
La temperatura de Macondo
Hace mucho que la literatura colombiana dejó de ser centralista. Hasta los años setenta, digamos, la vida cultural pasaba por Bogotá. Los escritores de las ciudades pequeñas pensaban que la única opción para sobresalir, conocer intelectuales destacados o contactar a un editor, era migrar a un cuarto húmedo del barrio de La Candelaria. Eran aquellos intelectuales costeños con gabardina que, al decir de García Márquez, eran la mejor definición de la tristeza.
Esa condición ha cambiado radicalmente. Ya no hay que venir a la capital para acercarse a un editor. Aunque la feria del libro de Bogotá sigue siendo la más grande del país y una de las tres más importantes de América Latina, junto con la de Guadalajara y la de Buenos Aires, la Fiesta del Libro de Medellín le anda muy cerca. Este año superó todas las cifras de ventas y de asistencia de público. Además, casi todas las ciudades medianas tienen una feria del libro anual.
Recuerdo que hace unos años, desde la Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa invitamos a dar un seminario, en la Feria del Libro de Bogotá, al escritor neoyorquino Junot Díaz, Premio Pulitzer por su novela La maravillosa vida breve de Oscar Wao, tallerista del MIT y uno de los prodigios de The New Yorker. Los escritores de la Red, que podrían asimilarse al modelo del clásico intelectual de provincia, estuvieron cuatro días con Junot, hicieron gran amistad, se fueron de parranda con él y entiendo que todavía se cruzan cartas. Descubrieron que los asuntos del escritor esencialmente son los mismos en Nueva York y en Pereira.
Los talleres de escritura creativa existen casi en cualquier municipio de Colombia; algunos son apoyados por alcaldías, gobernaciones y por el Ministerio de Cultura, otros por la empresa privada y muchos son gestionados con los recursos de sus propios integrantes. Esto ha generado un movimiento de escritores qué surgen a través de concursos, revistas literarias, editoriales pequeñas, lecturas públicas, blogs y demás recursos que ofrecen las redes sociales.
Conocí a uno de estos escritores durante la celebración del premio nacional de cuento de la Fundación La Cueva, otorgado por primera vez en 2011, en Barranquilla. Cuando nos presentaron al ganador del segundo premio nos sorprendió porque ofrecía, en medio del cóctel, billetes de lotería. Resulta que era un hombre que vive de la venta de lotería en el municipio de Puerto Colombia, cerca de Barranquilla. Pero también era asistente al taller de escritores de esta ciudad y estando ahí escribió el cuento que mereció el segundo premio en el concurso. Demás está decir que el cuento es muy bueno y que el hombre sigue escribiendo y vendiendo lotería.
Estos grupos de escritores a la vez son generadores de nuevos lectores. En una dinámica en la que la escritura lleva a la lectura y los autores buscan a los lectores. Generan espacios en las bibliotecas locales, facilitan el tejido social en municipios que han sufrido el azote de la violencia. En síntesis puede decirse que el sistema cultural contribuye, al menos un poco, en mejorar los índices de lectura.

Otra razón para el florecimiento de nuevos autores es la creación de espacios académicos. La maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, el centro universitario más importante del país, ya tiene diez años de existencia. La Universidad Central de Bogotá, que apoya uno de los talleres más antiguos, tiene un departamento de creación literaria que ofrece pregrado, especialización y maestría en escritura creativa. En Medellín, la Universidad Eafit ofrece desde hace un año una maestría en creación literaria y los departamentos de literatura de muchas universidades están ofreciendo cursos y seminarios relacionados con la formación en escritura.
Editoriales, librerías, bibliotecas
Pese a la buena salud que parece ofrecer la literatura colombiana, son muy pocos los escritores que pueden vivir de sus derechos de autor. La mayoría depende de dar clases, ofrecer conferencias, escribir guiones (incluso sobre narcotráfico) o participar en la lotería de los premios literarios.
Sin embargo, hay un segmento particular que ofrece al escritor la posibilidad de llevar una vida más o menos profesional gracias a las regalías: los libros de literatura infantil juvenil. Este es el único campo donde los libros son reeditados constantemente porque llegan a un público que se renueva cada año. Son los estudiantes de educación básica, y en algunos casos universitaria.
El negocio editorial no es muy feliz en el mundo. Existe una gran concentración en dos o tres grupos editoriales. Colombia no es ajena a este fenómeno, lo que ha reducido las opciones para los escritores colombianos. Hay pocos sellos. Planeta, Random House, Ediciones B, Panamericana y algunas independientes, como ícono, Laguna y una gran variedad de pequeñas empresas que publican a los nuevos autores.
Este es un aspecto que no se ha resuelto en la literatura colombiana. El hecho de que exista una oferta renovada, no significa que necesariamente se vendan muchos libros. De hecho las editoriales se quejan de que las ventas en general son bajas. Salvo la literatura infantil juvenil que alcanza tirajes más o menos altos, raro es el título de ficción que consigue superar los mil ejemplares de la primera edición.
Al mismo tiempo el negocio de las librerías tampoco vive su mejor momento. Entonces, la pregunta de rigor sería: ¿quién lee a los escritores colombianos?, ¿dónde los lee? Resulta difícil ofrecer una respuesta clara. En los colegios se compra y se lee mucho. En el medio universitario los estudiantes prefieren la fotocopia y el libro pirata. Pero también los autores son leídos en las bibliotecas públicas.
Bibliored de Bogotá está conformada por cinco grandes bibliotecas que cuentan con pequeñas bibliotecas satélites. Allí hay clubes de lectura, y espacio para los talleres de escritura. En Medellín también hay un completo sistema de bibliotecas y en casi todas las grandes ciudades hay al menos dos bibliotecas públicas y muchas zonales. En total hay casi mil bibliotecas en todo el país, por tanto, un autor que tenga un título en la colección básica que se envía a todas las bibliotecas, podría ser leído al menos por diez mil lectores.
Esto significa que en una sociedad que no lee, que no ha sido educada para leer, donde el porcentaje de analfabetas funcionales crece de manera geométrica, de todos modos, el porcentaje de lectores aumenta de manera aritmética.
Y es en ese espacio prodigioso y en la sombra, donde florece la literatura colombiana.