Por Anamaría Correa Crespo.
@anamacorrea75
Ilustración: María José Mesías.
Edición 433 – abril 2019.
Zygmunt Bauman, el gran sociólogo polaco, creador de las ideas de la “sociedad líquida”, el “amor líquido”, la “vida líquida”, describió con agudeza la perpetua fragilidad y la realidad siempre cambiante en la que vivimos los seres humanos en el siglo XXI. Explicó cómo el ser humano ha ido perdiendo su sentido de pertenencia social para dar paso a una individualidad exacerbada en la que los seres humanos viven la constante fragmentación de su identidad, de sus relaciones sociales y del entorno.
Hace unos días conversaba con colegas profesores y jóvenes sobre si es posible hacer filosofía en este punto céntrico del globo terráqueo. Cierto pesimismo rondaba nuestra conversación que pretendía rescatar algo de los cafés existenciales de Sartre y sus colegas en el París de los veinte. Sin embargo, el calor de Cumbayá nos sofocaba y algo en el ambiente nos decía que nos estábamos embarcando en una tarea un tanto fútil.
Yo me preguntaba, entre otras cosas, por qué entre los jóvenes existe tanta apatía y reticencia a apoderarse de causas y de luchar por ellas. Pensándolo más a fondo, no son solo los millenials o ahora los centenials los que viven en la apatía frente a la realidad, sino que mi generación también permanece inmóvil frente a la vida. Como si todo lo que ocurriera en el mundo fuera con otras personas y no con ellas, como si no tuvieran una inmensa cuota de responsabilidad en moldear la arcilla del mundo que se cuece un metro más allá de sus propias narices.
Parece que vivimos bajo el paraguas de dos fenómenos simultáneos: por un lado, una apatía total frente a la posibilidad de la agencia y el cambio; por otro, la experiencia de vivir en la época de la liquidez humana, tomando el término de Bauman.
Me explico. El mundo de la conexión vía redes sociales nos ha convertido en narcisos perpetuos que vivimos empeñados en la tarea de forjar identidades curadas, perfectas y perentorias mientras caminamos fulminados por la exhibición de otros narcisos y de realidades fugaces que no podemos ni intentamos aprehender. Una competencia virtual de egos inflados, de quien tiene más amigos, una vida más feliz, más éxitos, mejores cuerpos, mejores fiestas. Y, al final, más vacuidad. Cero compromiso con las causas sociales o intelectuales que requieren de tiempo en el mundo real, olvidarse del activismo de sofá e ir a lo tangible. Abandonar la indiferencia ante lo colectivo, lo político, o la forma que queremos que tome la sociedad, no solo para nuestro bienestar, sino también para el bienestar de las personas a las que miramos en las esquinas pidiendo caridad o con la angustia de no tener trabajo. Hacer filosofía, en el sentido de hacer un alto, mirar el entorno y hacerse preguntas críticas sobre lo que observamos, es hoy más urgente que nunca, en el mundo líquido. Aún en el entorno caliente, andino y estático en el que vivimos.
Más lectura, más reflexión, más creación, más innovación, más ideas nuevas es lo que debemos propiciar, si no queremos que nosotros y nuestros hijos seamos tragados por esta inmensa ola del tsunami del siglo en el que nos ha tocado vivir y que no le importa ni quiénes somos ni de dónde venimos, para sumirnos en su inmensa liquidez y ahogarnos bajo su paso.