EDICIÓN 486

La adjudicación del Premio Espejo de Artes Literarias a Javier Vásconez (Quito, 1946) ha sido bien recibida en los ámbitos culturales del país. Es un justo reconocimiento a una labor tesonera, que ha generado una obra copiosa, plasmada en una narrativa significativa y clara, de tono intenso contenido por una gramática precisa. Su producción se construye en una lengua segura y rica, sobre tramas cuya urdimbre apretada mantiene las tensiones de cada historia.
Para aquilatar este galardón miremos La piel del miedo, una novela corta, género acertadamente preferido por Vásconez para desenvolver sus creaciones. Así se mantiene el texto dentro de las dimensiones mínimas exigidas por el argumento, sin “sobrenarrar” el asunto, que es el peor error que puede cometer un literato.
En este parco volumen encontramos muchos de los temas recurrentes de este escritor: la epilepsia, los caballos, la noche, la familia, los jardines, la papelería. Y aparecen algunos personajes de otras narraciones, como el doctor Kronz y el jockey. Pero sobre todo está Quito, escenario fundamental de la obra completa de Vásconez.
La ciudad y la montaña
La época en que está ambientada la acción corresponde a los años cincuenta y sesenta, con personajes cuyos apellidos apenas deformados coinciden con los involucrados en conocidos sucesos de aquellas décadas.
Así, el presidente Henríquez, antes íntimo amigo de Javier Villamar, padre del narrador protagonista, luego se enemista por alguna situación cuya naturaleza es librada a la inteligencia del lector. La problemática política de esos días es eludida para centrarse en los sentimientos de los personajes, especialmente de Jorge, el narrador, un niño aterrorizado por su progenitor, que ebrio dispara repetidas veces su arma de fuego.
Admitirá más adelante que a nadie tiene tanto miedo como a su padre, quien abandonó a su familia poco después de ser maltratado por los esbirros del jefe de Estado.

Jorge se hace hombre en esa ciudad que tiene como telón de fondo brutal el volcán Pichincha, por el que siente una fascinación que se vuelve repulsión, como cuando dice “entonces percibí que ese volcán en forma de muralla me impedía ir hacia otras latitudes, donde pudiera alcanzar la posibilidad de un sueño”, frecuente sensación de los quiteños de que esta montaña les cierra el mundo.
Quince veces lo nombra en la novela por su nombre y otras quince como “el volcán” que, en cambio, parece amable y ameno cuando se narra un paseo en compañía de Ramón, el mejor amigo del protagonista, un niño extrañamente obsesionado por el arte del tatuaje.
La relación de los dos muchachos se vuelve equívoca en algunos pasajes, al igual que la de Jorge con la madre de su compinche, a lo que hay que añadir los juegos de este par con la hermana del protagonista.
Los medios tonos son los matices dominantes en la novela, como si la niebla que baja del volcán hubiese envuelto en velos difusos la ciudad y sus habitantes.