
Todos los países latinoamericanos, incluso los más civilistas, han sido gobernados por dictaduras. Este fenómeno, que ha marcado profundamente la historia y la cultura de nuestras naciones, no podía ser ignorado por la literatura en este subcontinente en el que la pluma y la espada han mantenido un diálogo permanente de amor-odio.
Así, los grandes dictadores han inspirado novelas que llegan a constituir un género autóctono, alcanzando en ocasiones altas cotas de eficacia literaria y de reflexión social. Asturias, Roa Bastos, Carpentier hicieron sus aportes, a los que se sumó el primer año de este siglo el peruano Mario Vargas Llosa, con La fiesta del Chivo. Gabriel García Márquez —autor de otra gran novela sobre un dictador, El otoño del patriarca— dijo de la obra de su examigo peruano, con quien mantenía una misteriosa enemistad, “esto no se le hace a un viejo”, dando a entender que él, a sus 73 años, con dificultad alcanzaría el nivel de esta fiesta literaria.
Dos tiempos y tres perspectivas son los entornos en los que se desenvuelve esta obra. Urania Cabral regresa a la República Dominicana luego de 35 años, para encontrarse con su padre parapléjico, quien había sido uno de los esbirros del dictador Rafael Leonidas Trujillo. El encuentro familiar se vuelve un viaje al pasado del país, a la noche del asesinato del déspota según la vivieron la mujer, los complotados que participaron en la ejecución y el propio caudillo.
Un texto multidimensional

Desde diversos puntos de vista se relata la historia de la dictadura, con un enorme bagaje informativo en el que pululan centenares de personajes. Hay pasajes en tercera persona del narrador omnisciente, pero este, en buena parte, se dirige a los protagonistas en segunda persona, que en importantes tramos hablan en primera persona, produciendo un texto multidimensional que nos hace acuerdo de que el autor es el marqués de Vargas Llosa, Premio Nobel y no-sé-cuántos títulos más que lo acreditan como maestro.
Concluye la novela con Urania que contempla un amanecer. Ella es un símbolo intencionadamente difuso de una nación violada por el Chivo. De la misma manera, con el personaje Trujillo: aunque hay descripciones de la persona del dictador, de sus acciones e incluso de su cuerpo y guardarropas hasta en su más absoluta intimidad, en realidad, el protagonista de la historia es el poder encarnado en el mito del Generalísimo (y nos preguntamos si no es también el protagonista de todas las otras novelas latinoamericanas del género, que abordan siempre a los dictadores en su dimensión mítica, aunque la mayor parte de ellas se resuelva en un barroquismo mágico, mientras que Vargas Llosa emplea un psicologismo realista).
Al encanto del poder sucumben todos, esa extraña troupe de los círculos que rodean al tirano, que incluye a Joaquín Balaguer, el leguleyo que será el beneficiario final del magnicidio, y los complotados que se debaten en la duda y el miedo hasta el minuto mismo del atentado. Porque el miedo es el correlato necesario del poder.