
En Delirio americano, Carlos Granés intenta hacer una historia de América Latina en la que las tendencias políticas y el arte establecen relaciones de mutua influencia y conveniencia.
La especialidad del antropólogo Carlos Granés (Bogotá, 1975) es la crítica cultural. Y es precisamente lo que hace en Delirio americano. Con un manejo impresionante de información, enfrenta las tendencias literarias y plásticas de América Latina con los hechos políticos para encontrar que, en el último siglo y cuarto, unas y otros han sido expresiones de “delirios” en el sentido de percepciones irreales de nuestras sociedades.
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Como prólogo, arranca en 1895 con la muerte de José Martí, político y poeta a la vez, de manera que su delirio tenía esta doble faz; más aún si se considera la adscripción del cubano al Romanticismo, un movimiento intelectual en esencia delirante e irracionalista. Prácticamente todos los literatos fundacionales de las naciones latinoamericanas fueron románticos y eso marcaría tanto su arte como su política.
Granés establece que, de muchas maneras, el siglo XX latinoamericano se inició en 1898 con la victoria de Estados Unidos sobre España, que a esta le significaría perder sus últimas colonias americanas, Cuba y Puerto Rico. Con ello la potencia norteamericana demostró estar dispuesta a imponerse en “su” hemisferio y contaminó el delirio con un componente de perdurable significación: el antiimperialismo.

El movimiento literario de principios del siglo XX, el modernismo y su sucesor, el arielismo, nacen con ese matiz, al que añaden gran desconfianza de la democracia.
La entrada de las vanguardias europeas generará el “delirio racial” y con él las tendencias indigenistas que tampoco han cesado, y vuelven una y otra vez con nuevos membretes. La búsqueda de las identidades nacionales llevó a importantes intelectuales de la región a simpatizar y hasta colaborar con el fascismo y las dictaduras de sus países. No faltó entre los delirios la megalomanía que se expresaría en muralismos y en construcciones colosales.
Esta dialéctica entre cultura y política se muestra muy clara hasta 1990, cuando cesa la dinámica política de la Guerra Fría y el papel de la Cuba castrista se disuelve. Sin embargo, Granés lleva el análisis hasta 2016, año de la muerte de Fidel Castro, para cerrar la obra con la muerte de otro cubano significante. Pero falta perspectiva histórica para encontrar una convincente relación entre cultura y política en este lapso.
A lo largo de todo el libro el Ecuador tiene una presencia insignificante. No nos victimicemos, a lo mejor los creadores de este país no dan la talla. El personaje más estudiado es José María Velasco Ibarra, sin embargo, no consigue insertarlo verosímilmente en el análisis. ¿Quizá fue demasiado delirante?
Y cuando trata sobre el barroquismo, factor importante del delirio continental, menciona a varios centros de la cultura barroca y pasa por alto a Quito y a su Escuela Quiteña, que más allá de cualquier patriotismo provinciano tienen una relevancia indiscutible.