Batallas cotidianas. Quito 1808-1822

Entre 1808 y 1822 miles de habitantes anónimos gestaron en silencio, con sus acciones u omisiones,el desenlace de los enfrentamientos por la Independencia hace más de doscientos años. De ellos poco se conoce, pero sus vidas, plasmadas en el libro Batallas cotidianas. Quito 1808-1822 de Ivonne Guzmán y María Antonieta Vásquez Hahn, nos ayudan a entender mejor lo que pasó y por qué pasó.

Ivonne Guzmán y María Antonieta Vásquez Hahn

Que en Quito haya habido más de ochenta “tumultos” entre 1809 y 1818, según las cuentas que llevaba el presidente de la Audiencia Juan Ramírez (1817-1819), hace pensar que no era gratuito el mote de belicosa. Ese fue el apelativo que endilgó a la ciudad en una comunicación enviada al virrey de Lima, José Fernando de Abascal, hacia el final de su período. Miles de ciudadanos anónimos promovieron o resistieron esos hechos; todos, sin excepción, los sufrieron. Durante alrededor de catorce años, Quito vivió cuanta miseria, sangre y luto —parafraseando a Ramírez— fueran posibles tolerar. Todo a favor o en contra de una idea: la Independencia.

Es imposible recoger la totalidad de los nombres de las decenas de miles de habitantes de la ciudad entre 1808 y 1822. Sin embargo, algunos de ellos dejaron rastro en archivos que aún guardan sus nombres, sus hazañas, sus traiciones, sus dolores o sus desafueros.

Son esos hijos del suelo de los que habla el himno nacional en tono épico. Hubo mucho de epopeya en los casi tres lustros que Quito vivió sitiada, desabastecida y en permanente lucha interna y con el resto de la Audiencia y los virreinatos vecinos. También hubo mucho de cotidianidad y, sobre todo, de voluntad de supervivencia en esas historias mínimas.

Mínimas sí, pero no insignificantes. Vistas en retrospectiva cada acción u omisión contó. Todas ellas fueron materia prima para ese telar que llamamos historia —o destino, los más creyentes— y que hoy, más de doscientos años después, podemos ver con claridad, y comprender también.

Le enumeración que sigue, y que está contenida en Batallas cotidianas. Quito 1808-1822, editado por Dinediciones, apenas contiene un puñado de esas vidas, pero sin muchas de ellas, quizá hoy aún estaríamos contando otra historia.

Ahí está la Costalona, mujer del pueblo llano, condenada a muerte por insurgente y que al final salvó la vida gracias a una estrambótica solicitud de clemencia. También el caso de Vicente Cárdenas, el pregonero de Quito, que dio a conocer los bandos (comunicaciones oficiales) durante todo el período de la lucha independentista. Una de las quizá más injustamente olvidadas es María Ontaneda y Larraín, quiteña pudiente e insurgente, que igual que comandaba chiquillas en escaramuzas militares, negociaba y se codeaba con hombres poderosos para sumar fuerzas y recursos a la causa.

Se ha hablado muy poco de la participación de indios y negros en esta gesta larga y desgastante, sin cuyas presencias quizá no se hubiera logrado nada: ellos ponían la carne de cañón. Antonio Benavides fue uno de esos cientos de negros enfilados, a la fuerza, en el ejército independentista. Y Ángela María Rodríguez, una negra que espió a favor de los realistas y así ganó su derecho a ser libre.

Las promesas de libertad hechas por ambas facciones ganaron más que simpatías, alianzas estratégicas a favor de unos y otros entre esta población minoritaria y brutalmente explotada. Al final, los insurgentes ya en el poder no cumplieron y tuvieron que pasar alrededor de treinta años para que se aboliera la esclavitud.

Una situación muy parecida la vivieron los indios afincados en San Roque, como Alfonso Guallpa o Manuel Pillajo, quienes fueron perseguidos por ser “incitadores” de tumultos contra la Corona y que, luego de 1822, siguieron viviendo en las mismas condiciones precarias. Pero ellos tuvieron sus contrapartes, como Agustín Agualongo, indígena y realista, enlistado por convicción en el ejército español. Hubo muchos indígenas que preferían negociar con el rey y acogerse a su protección que seguir sufriendo el maltrato de sus patrones, muchos de ellos independentistas.

No es una historia simple de malos malísimos y buenos sin mácula, de esas que venden bien en cine y televisión, que más son retazos mal cosidos de víctimas y victimarios chatos, sin dimensión humana, que otra cosa.

Un período de dificultades continuas

Los cerca de catorce años que duraron las aventuras independentistas en la Real Audiencia de Quito (desde la denominada “conspiración” en Chillo en la Navidad de 1808, hasta la victoria militar en las faldas del Pichincha en mayo de 1822) demandaron sacrificios excepcionales por parte de todos.

Es curioso notar cómo, generalmente, se pierde de vista lo extenso que fue el período de luchas y penurias, pues la atención se centra en las fechas más sonadas: 1809, 1810, si acaso 1812 (para los más conocedores de la historia), 1820 y 1822. Pero hubo mucho más y en esos años, de los que casi no se habla, hubo un grupo especialmente afectado: el de las mujeres. Las cargas recayeron sobre las que a la fuerza se convirtieron en jefas de hogar: viudas y huérfanas, en su mayoría.

Las mujeres fueron quienes consiguieron mantener a flote y funcional una sociedad en la que muchos de los hombres estaban desterrados, en batalla o habían muerto o quedado lesionados de por vida a causa de la guerra. En esas circunstancias alguien debió seguir alimentando a los hijos, operando el pequeño o gran negocio, haciendo producir la tierra y el ganado. Ellas no solo tuvieron que cumplir con las funciones reproductivas —comúnmente concentradas en el espacio privado/doméstico y asignadas a la mujer—, sino también con las productivas.

La vida no era fácil para nadie, tampoco para los religiosos que, como en ningún otro período —por duro que este fuera—, tuvieron que llegar a empuñar las armas e ir en contra del amor al prójimo que el evangelio les había enseñado a pregonar. Así los curas a favor de la insurgencia, como José Riofrío o Manuel José Guisado, ya no podían comulgar ni figurativa ni literalmente, con el párroco de Ansacoto, el padre Francisco Benavides, un acérrimo realista.

Desde los púlpitos salieron sermones a favor y en contra de la lucha independentista y eso complicó la cotidianidad del clero, que estaba más acostumbrado a la disciplina y acciones conjuntas, siempre contando con el favor del poder.

La incertidumbre era generalizada y el enfrentamiento en todas las instancias de la vida se volvió parte del paisaje. Las posturas contrarias enfrentaron a hombres y mujeres dentro de las familias, de las órdenes religiosas, de los cabildos, de la ciudad y de los pueblos aledaños.

La lucha fue sin cuartel: había peninsulares insurgentes y criollos realistas… Cada quien defendía lo que consideraba la “justa causa”. Cada quien sería patriota en el bando en el que escogió estar.

El desenlace del enfrentamiento, a favor del lado que fuera, no fue el único motivo para rezar en Quito durante esos años. La ciudad, además de haber sido saqueada, bloqueada o asediada en varias ocasiones, también sufrió sequías y una peste de viruelas. Las misas y rezos colectivos a las diferentes devociones marianas se multiplicaron sobre todo hacia finales del período. La sensación de desamparo, por momentos, parecía tocar fondo.

Las luchas de la gente común

En ese contexto hostil los quiteños tenían que seguir librando sus batallas cotidianas, de las que dependían que el pan llegara a la mesa, por ejemplo. Las que aseguraban que un hijo volviera con vida a casa o que una cosecha no se perdiese a causa de la falta de mano de obra o de inversión. Cada personaje anónimo y sus decisiones contaron para que la gran gesta, la que terminó siendo impresa en libros, recitada en escuelas o recreada en escenarios, pudiera llegar a buen puerto.

Y cuando llegó, a partir de 1822, el país tuvo que empezar a constituirse con la misma gente que hasta hace unos meses estaba peleando entre sí, con extranjeros que decidieron quedarse, con una población negra y esclavizada, con una población indígena que igualmente quedó relegada.

Huérfanos, viudas, padres y madres que perdieron a sus hijos… En fin, una sociedad compleja, llena de matices y también seriamente golpeada, emocional, social y económicamente, que debía encontrar una manera de recomponerse. A partir de entonces esos hijos del suelo no tuvieron más opción que comenzar a pensar en el futuro y construir la nación.

En clave cronológica

1809. A partir del 10 de agosto se corta el comercio entre Quito y Guayaquil, y escasea un producto vital: la sal.

1811. El obispo Cuero y Caycedo expide un exhorto sobre el “vestido mujeril”. Denuncia que la indecencia en los trajes es una de las causas de las calamidades públicas.

1812. En noviembre se llega a conocer que se planeaba “el total exterminio de los blancos” por parte de los indios.

1813 y 1821. Como escarnio público se exhiben en Quito las cabezas de líderes insurgentes: Rosa Zárate y Nicolás de la Peña Maldonado (1813), y José García (1821).

1818. Como castigo a la rebelde Quito propone trasladar la capital de la Audiencia a Guayaquil.

1818 y 1821. A la intranquilidad pública se suman sequías y epidemias en Quito.

1822. Se exige a los habitantes de la capital el alistamiento de hombres y la contribución para el sostenimiento de las tropas realistas y libertarias.

24 de mayo de 1822. Los dos ejércitos enfrentados se encomiendan a la Virgen de la Merced para pedir el triunfo y la protección en la batalla. 

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