La secta de los bibliófilos

Andar calles y librerías para encontrarse con joyas que pueden costar millones… o apenas centavos. Acompáñenos en este recorrido por la secta de los bibliófilos y el aquelarre de los coleccionistas de libros usados.

Librero
Walter Sanseviero.

En esta secta no hay suicidios en masa ni confinamientos en sótanos clandestinos o en haciendas remotas. No existen eufemismos alrededor de la muerte, ideologías radicales ni promesas metafísicas. Nadie llega a ella buscando respuestas a sus dudas existenciales.

En lugar de charlatanes y hereje, o de líderes mesiánicos y seguidores irreflexivos, esta cofradía está conformada por miembros que no saben que forman parte de una.

Librero
Begoña Ripoll.

Los únicos mandamientos que la rigen son los que crea cada integrante. Hay fanatismo, sí, y una pugna que se gana con la vista aguzada y un olfato producto de la experiencia entre repisas. La ceremonia sectaria inicia cuando el coleccionista recorre esa especie de cartografía secreta que trazan las librerías de usados. A modo de ritual, el cofrade entra a la guarida sin mostrar las ganas, esperando que alguna sea su isla del tesoro.

Casi como una doctrina, el adepto va hasta la página de créditos o al colofón del libro escogido. Las palabras “primera edición” le indican que se encuentra ante la versión inaugural de una obra magnífica.

La vocación del librero

Sugerir y embelesar en el cara a cara es lo que el curador de bibliotecas privadas y anticuario peruano Walter Sanseviero busca en su oficio, al que llegó a los diecisiete años, cuando se rindió a los libros por herencia de su padre. Al él le ocurrió lo que a otros tantos: sucumbió ante una religión de la que no se puede huir.

En el historial de Sanseviero se destaca la venta de Grands voyages (publicado en los siglos XIV y XV) del editor belga Theodor de Bry, compuesto por más de doscientos grabados del Nuevo Mundo, y varios Ptolomeos con sus mapas con color de época.

Para la española Begoña Ripoll, propietaria de La Galatea (Salamanca), el oficio de librero es completamente vocacional. Dice que creó su librería de la nada y empezó con libros antiguos, descatalogados, raros y curiosos. Hoy su rito es deleitarse con las sobras antes de venderlas. “Cuando llegan libros especiales no los vendo enseguida. Les hago fotos, se los enseño a clientes y amigos, los disfruto, los leo. Y cuando tienen seis, nueve meses y ya no me hacen tanta ilusión, entonces puedo venderlos”. Desprenderse de las joyas es una de las virtudes más admirables de una librera anticuaria.

Ángel Nungaray, librero de Campo Minado (Guadalajara), reconoce que el suyo es un oficio de mucha paciencia. “Los libros de colección, por ejemplo, no son fáciles de vender, tardan mucho en irse. Yo no hago remates, mantengo mis precios y los voy actualizando… Hay que saber esperar”, afirma. Probablemente no tenga que hacerlo con la primera edición dedicada y firmada de Manifestes (1925) del poeta chileno Vicente Huidobro.

Esa serenidad persistente es otra virtud necesaria. Hay libros que pasan años en el escaparate. “Se puede tener un extraordinario libro, pero no siempre se llega al coleccionista”, coincide Sanseviero.

Ripoll, que también vende documentos históricos y literarios y manuscritos anteriores a la imprenta, se lamenta en cambio porque “luego de un tiempo veo que vendí preciosidades de mucho valor a un precio muy bajo. Entonces pienso: ‘¡Qué pena, no debería haberlas vendido!’”. Las libreras también lloran.

En esa lista de preciosidades que le entristece haber entregado se cuentan, por ejemplo, “una hermosa primera edición de Neruda dedicada y firmada a María Zambrano con un dibujito de cuando los presentaron: es él poniéndola entre todas las Marías”. También está una primera edición del cuento de hadas ilustrado por el pintor modernista franco-británico Edmund Dulac, y un libro de la biblioteca personal de Luis Cernuda dedicado por Pedro Salinas.

El Burro Culto, México.

Sin sacrificios ni cantos ceremoniales de por medio, los integrantes de esta secta también tienen en común una intuición perfectamente desarrollada. Aun sin dominar la técnica de un grafólogo o de un perito calígrafo, quienes cazan ejemplares firmados saben encontrar la signatura apetecida. “Descubrir cuándo una firma es falsa se logra con buen ojo y haciendo una juiciosa investigación”, dice Nungaray.

El olfato se va afilando a fuerza de comprar y vender. Así lo explica el coleccionista argentino Federico Barea, experto en Cortázar. “Uno reconoce una editorial, un traductor, un ilustrador, una firma que puede ser un dato adicional que modifica al objeto y lo vuelve especial”.

La secta de libreros coleccionistas opera entre este tipo de azares y tropiezos. años de búsquedas y tino de detective para descubrir firmas no auténticas. “Pensar en la edad y condición física del autor según las condiciones de tiempo y espacio de la ocasión que la firma retrata, es siempre el camino más seguro para detectar un fraude”, cuenta el docente e investigador colombiano Sebastián Mejía. Él es dueño de una cantidad selecta de incunables, bellas encuadernaciones del siglo XVIII, libros dedicados, cartas autógrafas y primeras ediciones.

Con él coincide Barea cuando señala que “existen libros a los que se les arranca una hoja para que parezca que son primera edición, o firmas falsificadas, pero a menos que esté muy bien hecho, creo que uno se da cuenta”. La secta exige, además de obstinación, sagacidad contra la estafa.

Rastrear y encontrar: una liturgia

Parece que nadie se propone volverse coleccionista y, mucho menos, adherirse a una secta. “Me convertí en uno sin percatarme. Comencé comprando primeras ediciones de la generación del 27, Neruda, vanguardias de los años veinte y treinta. Cuando me di cuenta estaba coleccionando y sumando temas”, dice Sanseviero.

Igual le sucedió a Barea. Confiesa que llegó a ser coleccionista muy a su pesar. “Casi sin saber ni entender. Muchas veces me autodefino como bibliógrafo: armo la bibliografía de un escritor y después busco el material”. Así nació su vicio de investigar, que culmina en colecciones de libros y revistas que, además, suele financiar con la venta de libros a otros que comparten su fervor.

Kosmos, Quito. Fotografía: FACEBOOK KOSMOS.

Pero qué cualidades debe cultivar uno de estos cazalibros. La lectura, el estudio constante, la curiosidad y una condición primordial: nunca rendirse. Para Mejía los coleccionistas —término que considera hiperbólico— se perfilan, sin saberlo, desde sus primeros años de vida. “Mi camino personal estuvo determinado por una educación escolar temprana, autoritaria y deficiente que me llevó a una cierta autoenseñanza caprichosa del mundo. Establecí una peculiar relación con los libros y sus ‘ecos’. A partir de ahí construí un vínculo de obsesiva interpretación de todas las facetas de los textos escritos”.

Pero, ¿dónde encontrar estos espacios sectarios? “Si tuviera que escoger una librería de usado de América Latina sería Merlín, un laberinto fascinante”, dice Carrión. Célico Gómez, en cambio, recibe a sus visitantes entre recovecos, escaleras y salones donde resuena el jazz que sale de un gran radio viejo. También en Bogotá, Álvaro Castillo, el librovejero de García Márquez, se mueve entre altas columnas de obras que lo rodean en el beato de su devoción: San Librario.

En Ciudad de México, Max Ramos regenta El Burro Culto, alojada en un apartamento incógnito donde máscaras, pequeños tótems y puertas y muros con imágenes al estilo El Bosco vigilan con celo los tesoros de la casi arquetípica librería.

Librero
Merlín, Bogotá. Fotografía: FACEBOOK MERLIN

En Quito, Kosmos atiende a sus lectores con experticia y vinilos, una buena conversación y el complemento de Casa Mitómana, un invernadero cultural. Un librero sin nombre en La Habana, rodeado de veintidós perros pulgosos, decide qué le vende a quién, y el precio varía según la disposición del cliente para escuchar historias de sueños y premoniciones.

Son miles los refugios que acogen a la secta, cuyo espíritu Sanseviero resume bien: “Visito librerías y colegas para ver qué encuentro o qué libro me encuentra, pero siempre pregunto por ciertos autores. Hay que invocarlos para que aparezcan sus libros. No falla”.

Caza mayor y caza menor

Estos son dos términos acuñados por los bibliómanos. En la caza mayor se encuentra algo que se buscaba de forma predeterminada. Es como pasar horas al pie de la trampa o la mirilla del rifle, esperando la oportunidad de dar con un libro codiciado. También es una suerte de alineación planetaria que se lleva a cabo gracias a las subastas o las largas relaciones con libreros locales y extranjeros.

La caza menor es la más frecuente y casi siempre se relaciona con la serendipia. Un día alguien te ve leyendo y dice: “Tengo un libro igual a ese, llámame y te lo obsequio”. En esta modalidad también tienen cabida los trueques con libreros u otros guardalibros y la visita inesperada a un lugar improbable de donde sale con un ejemplar que no esperaba encontrar.

Te podría interesar:

¿Te resultó interesante este contenido?
Comparte este artículo
WhatsApp
Facebook
Twitter
LinkedIn
Email

Más artículos de la edición actual