Líbano en el puerto

Por Cecilia Velasco.

Fotografía: Fondo. Biblioteca Municipal de Guayaquil. Proporcionada por Inpc.

Edición 463 – diciembre 2020.

Los primeros migrantes iban con los cortes de tela al hombro, vendiendo de casa en casa y cobrando el pago en cuotas. Luego se abrieron campo y pusieron almacenes.

Meses antes de la pandemia, visité un cafecito libanés en el centro de Gua­yaquil y escuché árabe en boca de sus dueños, gente mayor, mientras devoraba dulces perfumados. He recordado, des­de ese día, que durante mi adolescencia tuve una profesora de ascendencia liba­nesa de nombre francés que marcó bené­ficamente mi vida: Rosemarie Terán Na­jas. Su madre y su abuela, Emily y Marie, eran bondad y belleza en persona.

En Guayaquil, donde vivo desde hace casi tres años, existe una alta población de árabes, a quienes se da el genérico y un poco despectivo apelativo de “turcos”, en gran parte provenientes de Líbano, país de Oriente Medio que limita con Is­rael y Siria, parte del Imperio otomano durante siglos, hasta su independencia en 1943. ¿Quién no ha oído hablar de los Mahuad, Dahik, Issa, Isaías, Eljuri, Abdo, Saad, Adum y Adoum? Y eso que no he hablado del segundo apellido del alcalde Nebot, Saadi.

En más de una ocasión me he aventu­rado por las tiendas de telas en la zona cén­trica de Guayaquil, como Olga, Stefanie, el Barata, el Tijerazo, Tuko, el Baisano, llenas de sedas y tapices mil. En uno de estos desplazamientos, di con la Sociedad Unión Libanesa (SUL). Solo un teléfono aparecía. Ya eran tiempos de pospande­mia y el cafecito libanés estaba cerrado.

Un club campestre

Fabricio Reshuan Issa, presidente del directorio de la Sociedad Unión Liba­nesa-Club Biblos, me recibe en las ins­talaciones, en la vía a Samborondón. Su padre y su suegro, a su tiempo, ocuparon ese cargo, y el ingeniero Reshuan desea que su hijo también le siga.

Afable, me cuenta que una primera migración se dio a finales del siglo XIX y que, en efecto, muchos libaneses llegaron con pasaportes turcos escritos en árabe. Describe cómo los primeros migrantes iban con los cortes de tela al hombro, vendiendo de casa en casa y cobrando el pago en cuotas. Sin vergüenza de ser co­merciantes informales, se abrieron campo para luego instalar sus almacenes. Destaca que, claro, hay también médicos, hombres y mujeres dedicados a la ciencia, gente de letras como Henry Raad, autor de la pieza teatral La nueva semilla, en la que aborda la vida de los libaneses en Guayaquil y los prejuicios de que fueron víctimas, que no han impedido su desarrollo.

Los abuelos de Reshuan llegaron en barco y tal vez fueron protagonistas en la creación de la Sociedad Unión Libanesa que en 2021 cumplirá cien años, y cuya finalidad fue propiciar la reunión de los migrantes. Según la obra Los libaneses en el Ecuador, una vida de éxitos, de la histo­riadora Lois Crawford de Roberts, una de las organizaciones fuertes en aquel país son las Asociaciones Familiares, que a fines de los sesenta bordeaban las quinientas: “muy exitosas en la preservación de la unidad familiar, a pesar de las influencias urbanas que tienden a debilitar las culturas” (p. 37).

En la década de los ochenta, el visiona­rio Pepe Antón planeó la creación de un club campestre, el actual Club Biblos (120 hectáreas), en recuerdo de la ciudad más antigua de Líbano. Mientras tomamos el café árabe sin azúcar y con cardamomo, Fabricio se refiere a la actual descendencia de libaneses en el Ecuador, calculada en doscientos mil individuos, muchos de los cuales provienen de migrantes católicos maronitas. A la SUL pertenecen treinta socios activos directamente, pero hay me­dio millar de personas vinculadas, entre ellas, sesenta jubilados.

Fotografía de la primera directiva, la cual se conserva en los salones de la Sociedad Unión Libanesa de Guayaquil, 1921.

La familia y los primos

No vamos a profundizar aquí recor­dando con que fue colonia de Francia durante años. De hecho, varios migran­tes de origen libanés hablan árabe y francés. Reshuan me explica que en los colegios de élite se enseñaban estas dos lenguas y cuenta que su suegro habla árabe, pero sus hijos no lo aprendieron. Ciertas costumbres, como los besos en las dos mejillas al saludarse, serían una herencia de la impronta francesa.

¿Es verdad que los matrimonios se hacen solo entre libaneses?, le pregunto. “Mayoritariamente, sí. Era normal que se frecuentaran entre familias del mismo ori­gen”, y me cuenta que existe la costumbre de llamarse “primos” con los paisanos, y recuerda que, cuando llegó al pueblo de origen de sus ancestros, salieron a recibirlo y lo abrazaban entre lágrimas recitando los nombres de los miembros de la familia.

Me dice que rasgos clave de esta mi­gración son el carácter emprendedor y la capacidad de enraizarse en el país de llegada. Y de esa naturaleza emprende­dora participan las mujeres. Así como llegaron al Ecuador, donde los apellidos originales sufrieron modificaciones de­bido a la fonética local, los libaneses ejer­cieron su derecho a desplazarse y soñar un nuevo futuro en países como Brasil y México, donde hay muchos.

En el viejo edifico de la SUL se cele­braban bodas y fiestas, se jugaba tawle, cuyos orígenes se remontan a Mesopo­tamia; conocido en España como tablas reales, ha llegado hasta nuestros días como backgammon. En Biblos no veo huellas de este juego de salón. En la tarde apacible descubro la piscina descubierta semiolímpica y, muy cerca, el río Guayas.

Literatura y música

Denis Nader es una escritora gua­yaquileña, amante de la ciencia ficción, educadora y dramaturga. Mediante una llamada telefónica, le pregunto si ha sentido en su vida la influencia de la cultura árabe, y ella objeta con amabili­dad: “Si fuera una migrante ecuatoriana en el Líbano, tal vez podría distinguir la influencia, pero en mi condición no lo logro, porque he crecido dentro de esa cultura y es parte indivisible de mi vida”. Su padre nació en el Líbano.

Denise me explica que, en efecto, la comida es el eje central de la vida fami­liar (algo de lo que habló Fabricio) y que una obsesión es la abundancia y calidad de la mesa, donde ingerir alimentos es solo una parte de forjar relaciones con los demás.

Como en el pasado las abuelas tenían numerosos hermanos, Denise creció sin­tiéndose muy cercana a las tías abuelas, que han sido parte de su vida. “Todo migrante es nostálgico. No sé si ese sea un rasgo exclusivo del pueblo libanés. Sí puedo reconocer su hospitalidad como una señal distintiva. Quienes te reciben, realmente, se alegran de que estés ahí. Y si te sirven medio café en un pocillo pequeño no es por tacañería. No quieren que lo bebas rápido y te vayas, sino que, en un tiempo extendido, lo bebas lenta­mente y ellos vuelvan a llenar tu taza”.

El padre de Denise, Bahjat Nader, un gran lector, le obsequió una Canon cuando ella tenía diecisiete años, que le sirvió para armar su álbum. Solo después descubrió que el abuelo artista, aficiona­do a escribir, había sido el autor de las preciosas fotografías que también reunía en álbumes.

En la casa de sus ancestros, en Ghar­zouz, ella se encontró con libros cuidado­samente encuadernados que dan cuenta de una tradición de escritores, poetas, músicos, arquitectos. Casi para despedir­nos ella trae a colación un rasgo del pue­blo de sus tatarabuelos: el apego a la tierra. El proyecto inicial de Biblos habría sido reformular el concepto de urbanización: que cada propiedad tuviera una pequeña parcela para crear un huerto.

Las siete especias

Mi última experiencia tiene que ver con dónde comencé. Esta vez, Na­yib Tannouri me recibe en uno de sus dos restaurantes, Le Bistrot, donde me hablará de las siete especias claves: pi­mienta blanca, pimienta negra, canela, clavo de olor, pimienta de olor, comino y nuez moscada; de la importancia, a par­tes iguales, del ajo, la cebolla, el tomate y el aceite de oliva; de las innumerables ventajas del cordero por sobre el cerdo y la res, sobre todo si por ahí se pasea una berenjena, el zuquini —especialmente— la hierbabuena y el perejil.

“Si en el almuerzo no comes nues­tro pan árabe, te quedarás con hambre”, me dice, al tiempo de explicarme que se hace con harina de trigo, agua y pizcas de agua y sal, y que es muy liviano para el estómago. “Nuestra comida es única, no se parece en lo más mínimo a la hin­dú o la de Afganistán”. Cómo no pon­derar el humus, hecho con garbanzo y aderezado con una especia roja, prove­niente del pimentón. O la sopa de yogur cocido con ajo y hierbabuena, entre tan­tos planos homenajeados en el mundo entero.

Hace veintidós años, Tannouri llegó a Guayaquil para buscarse la vida. Casó con guayaquileña y, cocinero profesional como es, enseñó durante una década en la Escuela de chefs. La limonada que me convida es árabe, perfumada con agua de azahar, y los rollitos de hoja de uva re­llena permanecerán en mi memoria para siempre. Para cerrar con broche de oro me habla del vino libanés, producido por sus excelentes viñedos, consumido en los salones de Francia y Europa. Tocando una de las hojas de mi libreta de apuntes, me dice: “Así es la masa filo con la que hacemos los crocantes dulces rellenos de todo tipo de frutos secos y miel, y adere­zados con agua de rosas: tan fina como una hoja de papel”.

Así también, con aderezo de miel y fra­gancia de rosas, Nicasio Safadi, nacido en 1902 en Beirut y llegado a Guayaquil en 1907, musicalizó los versos de José María Egas para dar origen al más hermoso pasi­llo ecuatoriano-libanés: “Invernal”.

® Shutterstock.

La gastronomía del Mediterráneo —Grecia y Turquía—, la influencia árabe, la proximidad a Israel y Jordania han influido de lleno en la cocina libanesa. La cultura del aceite de oliva y los vestigios franceses han dejado también huella en sus platos.

Fuente: www.viajes.nationalgeographic.com.es

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