Leyendas amatorias del Reino de la Tuentifor. I

Por Huilo Ruales.

Ilustración: Miguel Andrade.
Edición 467-Abril 2021.

La Lola y el Kinkón

De lo blanca, la Lola parecía muerta y de lo flaca una escultura gótica sin pechos aparte de unos inflados botones. Algo tenía de la Mía Farrow, claro que cocida en el bajo mundo e incluso más abajo, pues se decía que vio la luz en las alcantarillas y que como no tuvo madre no creció con leche. Que la leche le circulaba por las venas. Que la alimentaron las ratas hasta donde les fue posible y cuando aprendió a caminar salió a la superficie con ellas. También decían que se quedó loca al descubrir la estruendosa claridad del mundo. Aunque también se decía que era loca a causa del pegamento que estuvo esperándola desde el nacimiento. Tenía la cabeza mal rapada y atado en el cuello un plástico sucio que le chorreaba por la espalda al piso, como una capa o un ala. Sin rumbo deambulaba por las calles llevando un tarro de Nescafé vacío para cobrar el peaje. Su sola ocupación era bailar con la música que alguien tocaba dentro de su cerebro. Decían también que antes, cuando tenía menos huesos y más carne, su ocupación involuntaria era saciar el apetito de chapas y choros. Con el tiempo y el uso y el abuso, se fue algo así como secándose y logrando sin esfuerzo un aspecto de esqueleto de ángel fosforecente. A veces se borraba del planeta como si literalmente se hubiese esfumado, pero otra vez aparecía, íngrima y luminosa, como una libélula, meciéndose en su cumbia como si se le hubiera subido el volumen.

Una vez se demoró más de un año en volver a la madriguera. Se paró frente al Termineitor que era el capo de la banda de pitufos, un quinceañero tajado por media cara, y empezó a bailar su cumbia. Después se arrumó al grupo de zarrapastrosos y pidió una cobija y algo de comida. El Kinkón dijo ya vuelvo y volvió con un pollo entero y una cola de cinco litros. La Lola vio la manota negra en la que el pollo parecía colibrí. Después vio los ojos del Kinkón llenos de llamas buenas y empezó a reírse como si le hicieran cosquillas. También al Kinkón se le resucitó la risa que la tenía muerta desde los primeros tiempos del Panóptico. Una risa llena de dientes enormes, con decibeles de toro padre y más contagiosa que el dengue, como le decían. Y entonces los pitufos contagiados de la doble risa empezaron a reírse como nunca en la vida.

Los dos no salieron de la madriguera una semana, salvo el Kinkón para proveerse de víveres y pastillas que requería la Lola para mantenerse en órbita. Como si las palabras estorbaran se pasaron recostados y riendo sin motivo. La Lola que parecía una flaca muñeca de porcelana semidesnuda y sucia, y el gigante sudoroso y azulino del Kinkón. Cada quien se reía por lo suyo pero el uno le contagiaba al otro, de tal manera que dialogaban a base de risas. Claro que la que más reía era la Lola y el Kinkón la festejaba con ojos chispeantes y muelas al aire. No se diga cuando la Lola se metía en la cumbia. Todo era risa, incluso cuando follaban hasta que ella se quedaba muda, quieta, yerta.

Fue un amanecer cuando a la Lola le brotó una tos seca que le robaba el aire, y por nariz y boca le salpicaba sangre. Le dieron una funda de pegamento para que se olvidara de respirar, pero no tenía fuerzas ni para eso. Hasta que se le agotó la tos y el oxígeno y de paso la misma vida. Pese a haber rodado tanto en su manojo de años, la banda de pitufos jamás habían visto llorar como un crío, como el más pequeño de ellos, a aquel negro gigantesco llamado Kinkón. Un llanto tan contagioso como su risa, de tal manera que lloraron en coro y por turnos. Y al tercer día de velorio, en una tarde con garúa y neblina, decidieron llevarla al cementerio de San Diego. Las tenderas, los borrachos y las putitas de la Tuentifor vieron, como si se tratara de un sueño unánime, el cortejo de pitufos en cuya proa el Kinkón llevaba en sus brazos extendidos un ataúd blanco con su amante de cuento durmiendo para siempre jamás amén.

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