Edición 452 – enero 2020.
Bolivia, Mozambique y Ruanda forman parte de los países en los que este estadounidense-boliviano, casado con ecuatoriana, trabajó como miembro de agencias de Naciones Unidas y de organizaciones no gubernamentales. Sudán del Sur fue el último lugar en su carrera dedicada a la asistencia en emergencia y desarrollo de países en crisis. Una carrera que dejó en pausa en 2017 para, desde Quito, iniciar la batalla contra el cáncer; uno que, cree, está vinculado a ese cáncer del mundo que él ha visto de frente.
Es de noche. Aún faltan cinco kilómetros para llegar al destino programado; sin embargo, aquel olor que invade el camino rodeado de colinas por el que transita lo lleva a entender que, de alguna manera, ya ha llegado. Ese olor agridulce a muerte acumulada, ese mismo que, días después, percibió en cualquier espacio al andar, al trabajar, al dormir. Ese que sudaba su cuerpo vivo. Ese que pretendía esconder en el del humo de los cigarrillos que fumaba, en el intento de evadir, también, emociones que embargan a un ser humano —a uno que le importan los otros seres humanos— cuando se sumerge en el epicentro de una matanza. Aquella que, después del Holocausto, trajo de regreso a la historia de la humanidad la palabra genocidio.
Leslie McTyre Gutiérrez ha llegado a Kigali, la capital de Ruanda, ubicada en el centro de este país del África oriental subsahariana. Lo hace como miembro del staff de Unicef que se movilizó para ayudar a los niños y jóvenes heridos, a los huérfanos, a los que sufrían los traumas de la masacre que ahí había empezado el 6 de abril anterior, cuando un grupo étnico —los hutus, el 85 % de la población ruandesa— intentó exterminar a otro grupo étnico —los tutsis, el 15 % de sus habitantes—.
La rivalidad entre ambas etnias es una historia de sangre que se remonta a épocas previas a la Colonia, a fines del siglo XIX, cuando Alemania conquistó lo que actualmente es Ruanda. Una enemistad que posteriormente fue alimentada por la presencia europea, hasta llegar a aquella masacre en la que un grupo paramilitar hutu y parte de la sociedad civil recorrieron casa por casa y torturaron y asesinaron con machetes, hachas, cuchillos, martillos, fusiles o explosiones de granada a más de ochocientos mil seres humanos (el 75 % de los tutsis y miles de hutus moderados), con el objetivo de exterminar a los tutsis.
Cuando “explotó lo de Ruanda”, Leslie McTyre se encontraba en Mozambique. Había llegado a ese país del sudeste de África dos años antes, al final de aquella guerra civil en la que estuvo sumido desde 1977. Naciones Unidas intentaba construir la paz en el único Estado nación que tiene en su bandera la imagen de un fusil AK-47.
Ahí trabajó como jefe del equipo de monitoreo y evaluación de proyectos, se convirtió en un especialista en asistencia de emergencia, en manejo de protección comunitaria enfocada en mujeres, niños y jóvenes, en la formulación de políticas para la paz.
Por esa experiencia, “cuando explotó lo de Ruanda” su jefe lo envió hasta la tierra de los hutus y tutsis.
Fue el primero de Unicef en llegar a esta zona de muerte aquella noche de finales de junio, en la que desde lejos percibió ese olor. Previamente, había viajado a Nairobi —donde se encontraba la base de Naciones Unidas para la misión en Ruanda— con el propósito de organizar la logística. Partió con 150 camiones y 400 movilidades.
“Me di cuenta de que no podía gastarme tres días en llegar hasta allá y me adelanté en un vuelo hasta la ciudad fronteriza entre Uganda y Ruanda, donde estaba el jefe del ejército tutsi. Hablé con el número dos que, junto con otros de la jerarquía, sintió confianza en mí, se dieron cuenta de que no tenía una agenda oculta. Me dijo: ‘Tú puedes entrar, el resto de tus (compañeros) blancos se quedan aquí, en Uganda’. Y me permitieron entrar con dos carros de Unicef, dos choferes y un conjunto de gente que sería luego parte del Gobierno”.
Al llegar a Kigali vieron miles de cadáveres regados por todas las calles. Unos 150 mil —precisa él ahora—.
Transcurrieron los primeros días. “El Gobierno empieza a armarse y yo a organizar la respuesta de Unicef; pero aún estaban matando niños en el norte, en la frontera con Zambia (ahora Congo). Fui para allá a convencer a los tutsis que me dejen sacar a los niños de la guerra, a llevarme a los niños heridos de vuelta a Kigali, donde empezamos a armar una especie de hospital entre las ruinas”.

Fuente: wikipedia.com
Se trataba de un trabajo en varios frentes. “En la noche, los del Gobierno llegaban a reunirse conmigo, porque habían averiguado que yo había estado en Bolivia durante mucho tiempo, y que había participado en los procesos de planificación de nuevos Gobiernos”.
Efectivamente, Leslie McTyre hizo sus primeros trabajos relacionados con crisis políticas en Bolivia, entre finales de los setenta y 1992, en medio de golpes de Estado y dictaduras que forman parte de la historia del país del que es originaria su madre.
La historia de Leslie McTyre empieza en Brasil, en Río de Janeiro, donde nació. Su padre era embajador de Estados Unidos y cumplía ahí una misión diplomática; años antes este había conocido a su madre en Bolivia, donde se casaron. Cuando él tenía dos años, la familia se trasladó a La Paz, luego vivieron en Paraguay, Trinidad y Tobago, Estados Unidos y Venezuela.
Al graduarse del colegio, se marchó a Estados Unidos a la universidad. Se hallaba en un momento en el que necesitaba reencontrarse consigo mismo. Quería dejar atrás varios asuntos personales, una historia que incluía situaciones que hoy lo avergüenzan: “Yo también fui fascista”, dice, al comentar que a los quince años, en Bolivia, cuando fue a pasar vacaciones a Bolivia con sus tíos —que, afirma, eran falangistas— se relacionó con unos chicos fascistas. “Salíamos a golpear gais”, confiesa. Pero aquel “juego” perverso tuvo un límite para él: “A la tercera salida, uno de ellos sacó un arma; ahí fue cuando dije: ‘Me bajo’. Nunca más”.
Leslie McTyre se instaló en Nueva York en 1970, lejos de su familia y descubrió un entorno cosmopolita, multiétnico y se matriculó en la Universidad de Columbia, aquel centro de estudios que, dos años antes, había protagonizado una manifestación icónica con las protestas contra la guerra de Vietnam y la construcción de un gimnasio que violaba leyes antisegregacionistas. Su visión del mundo cambió para siempre.
Recuerda que los grupos de aquella revuelta continuaban reuniéndose y protestando, que él participó en varias manifestaciones. Que acudió a varias reuniones donde lo que más le impresionó fue el tipo de participación que tuvieron las mujeres. “Ellas eran las que tenían las grandes ideas”.
Ahora está convencido de algo: “Los hombres no comprendemos al conjunto del grupo de la humanidad, porque nos han enseñado, criado, para ser egoístas, como si el egoísmo fuese una cosa de ser maduro, inteligente, de macho… Aturde la confusión que nos han metido dentro”.
En Columbia estudió al mismo tiempo Psicología y Ciencias Políticas, y en 1974 obtuvo doble licenciatura, hasta 1976 trabajó en la Secretaría de Naciones Unidas, y luego como psicólogo en un centro de rehabilitación.
Se había quedado sin empleo cuando sus tíos maternos le enviaron una carta y le pidieron que los fuera a visitar a Bolivia. Solo serán unas semanas, le dijeron.
“Llegué como la oveja negra, porque toda mi familia estaba a favor de un Gobierno francamente fascista. Hugo Banzer (dictador entre 1971-1978) era, aparte de fascista, un matón, pero mi familia decía, ‘ay, el Huguito’. Yo me quedaba callado porque pensaba que me iría pronto”.
“Uno de mis tíos me consiguió un trabajo justamente en el Gobierno, en el Ministerio de Planificación y Coordinación. Acepté quedarme porque pensé que sería solo un mes”.
Su jefe —relata— le pidió que se hiciera cargo de un proyecto denominado Las Dos Ciudades, que intentaría llevar hasta Bolivia a rodesianos, namibios y sudafricanos de origen alemán de una generación. “Estaban hablando de los nazis —de rango bajo— que se habían ido a refugiar a esos países y crear dos ciudades en los llanos bolivianos y poblarlas con miles de alemanes. Querían ‘blanquear’ Bolivia”.
Sintió miedo. Pensó que si su jefe llegaba a conocer que él era un progresista, de esos a los que el Gobierno de Estados Unidos llamaba comunista, le pegarían un tiro. Empezó a averiguar la forma de marcharse calladamente del Gobierno, pero el entorno lo motivó a cambiar de planes: “Cuando otros compañeros supieron que me quería ir dijeron que ellos estarían encantados de manejar ese proyecto ‘porque era lo mejor para Bolivia’; entonces, dije: ‘me quedo aquí’. No quería que eso quedara en manos de gente que iba a ayudar a llevar a cabo el proyecto, y seguí trabajando; aunque todo eso me asfixiaba”.
Le pidió a su jefe que lo enviaran a Francia, con el pretexto de formarse en temas urbanos. Sin embargo, en París, él fue más allá. Entró en contacto con un intelectual que trabajaba en una prestigiosa publicación parisina a quien le habló sobre aquel extraño proyecto. Este le pidió los detalles y lo publicó. Por eso, al regresar a Bolivia —dice—, pensó que lo tomarían preso o lo matarían. Vio que el aeropuerto estaba rodeado de militares y le pareció exagerado. Sonríe al recordar que se trataba del golpe de Estado contra Banzer.
El proyecto de las dos ciudades fue archivado por el nuevo Gobierno. Pasó el tiempo. Él dejó el ministerio, entró al Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), se casó con Guadalupe Bucheli, una ecuatoriana que vivía en La Paz, y tras la luna de miel se separaron por un tiempo porque él continuaba siendo alguien no grato en las esferas de poder boliviano por sus ideas, inclusive entre su propia familia. Su jefe lo trasladó a Paraguay.
Al cabo de tres años, retornó a Bolivia. Volvió a trabajar con el Gobierno, con Naciones Unidas y con otros organismos. “Me fue bien en los programas de salud”, dice satisfecho.
Cuenta que, con la información que había dejado el censo de 1976, se pudo identificar un fenómeno: la alta tasa de mortalidad de las niñas en las zonas rurales, en relación con los niños. “Al investigar, descubrí que estaban dejando morir a las guambras porque no había suficiente dinero para alimentar a toda la familia; para estas familias —o para los padres— resultaba preferible alimentar a los niños, en vez de a las niñas”.
Pidió a su jefe contactar a Unicef. Armaron un proyecto y lograron mejorar la alimentación porque también se involucraron otras agencias de Naciones Unidas.
Después de los vaivenes en Bolivia, Leslie McTyre y su esposa viajaron a Mozambique, donde empezó su relación con África.

Fuente: wikipedia.com
En Ruanda, cuando trabajaba en el programa que buscaba destraumatizar a los niños que experimentaron la matanza, se dio cuenta de que no podría avanzar en aquel proceso tan necesario. Había algo más urgente: enterrar los cadáveres que aún permanecían en las casas de la gente. ¡Casi un millón!
“Fue el proyecto más duro de mi vida, porque yo ya había organizado el primer entierro: que las bolsas, que los cuerpos, identificar los cuerpos con la gente del lugar, etc., y cuando vamos al primer entierro —de unos quinientos cuerpos— y di mi discurso frente a esa tumba masiva, con las cámaras de televisión grabando y hablé no solamente del perdón, sino que les dije que por ahí estaban, también, muchos de los que habían participado en la masacre y que debían arrepentirse y que entre arrepentimiento y perdón debían armar el país; entre cuerpo va, cuerpo viene, me entra un llanto y se me viene todo encima”.
Después de haber enterrado unos cuarenta mil cuerpos, lo enviaron a Kenia, a un hotel frente al mar. Necesitaba desintoxicarse emocionalmente, dejar de oler a muerto.
“Volví un poco mejor armado y decidí ya no meterme íntegramente dentro de la tragedia. Nunca más lo hice. Siempre entraba de la mano de las víctimas, porque es necesario por el trauma psicológico, pero perder el control al punto de no servir a las víctimas nunca más”.
Retomó, entonces, el trabajo de destraumatizar a los niños.
Leslie McTyre “es el occidental que entrevistó al mayor número de niños sobrevivientes del genocidio”, señala un reporte de 1995 de radio Netherlands, que lo entrevistó en Ruanda. Entonces, él comentó a ese medio: “La experiencia de los niños es simplemente increíble. Algunos de ellos lograron escapar de eventos y situaciones traumáticas corriendo rápido de sus casas para salvarse, y, en consecuencia, sienten culpa porque dejaron atrás a sus familias para que las mataran. Hay muchos niños en muchos orfanatos que llevan marcas de heridas de machete en la cabeza, en los brazos, en la espalda… Otros fueron arrojados a fosas comunes, presuntamente muertos, que, más tarde, se arrastraron entre los cuerpos y se salvaron”.
Con los adultos, dice Leslie McTyre, fue más difícil, porque ellos no se curan tan fácilmente. En Ruanda también fueron violadas entre 150 mil y 250 mil mujeres, por ejemplo. Muchas de ellas, sistemáticamente. Él conoció a una joven que fue violada por más de 50 hombres durante un período de dos meses. “Hay una serie de casos similares.
Diría que muchas de estas personas —afortunadamente no una mayoría– tal vez nunca comprendan el verdadero sentido de la felicidad, la alegría, esas maravillosas palabras que aspiramos a lograr en nuestras propias vidas”.

Fuente: wikipedia.com
Tras nueve meses de trabajo, Ruanda quedó atrás en la vida de Leslie McTyre. Al menos, físicamente. Luego vinieron Chechenia y Somalia, como parte del staff de Unicef y el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
El uno, un país con sus refugiados y la carga de traumas que estos llevaban consigo. El otro, con matanzas sin cesar; si no se morían por violencia, se morían porque la violencia evitaba que la ayuda pudiera llegar a los lugares donde empezó el cólera y el cólera los mataba. Un país del que salió enfermo y amenazado por milicianos que se oponían a los acuerdos de paz en los que él y su equipo trabajaban.
Después de aquel capítulo, se marchó con su esposa a Estados Unidos. Fue una pausa de casi siete años. Estudió una maestría en Operaciones de Mantenimiento de la Paz en la George Mason University, se dedicó a la consultoría internacional…
En esa época, en 2005, el huracán Katrina devastó Nueva Orleans y él se apuntó como voluntario de la Cruz Roja. “Esto me devolvió al campo de ayudar a la gente”.
Con aquella experiencia fresca y el recuerdo de Somalia atrás, aplicó nuevamente a Naciones Unidas. Lo aceptaron para una misión en Sudán del Norte y años después pasó a Sudán del Sur. Su trabajo en ambos países son largas historias cargadas de intrigas desde los poderes, que incluyen a autoridades con sentencias de la Corte Penal Internacional que no se cumplieron, racismo, corrupción, entornos violentos. Él cumplió con no involucrarse emocionalmente con las víctimas, pero siguió yendo más allá del protocolo de una asistencia humanitaria formal.
Ha aprendido a equilibrar la empatía y la compasión. “La empatía es el regalo de experimentar la unidad con la humanidad”. También que su vida ha dependido de la empatía de personas a las que nunca había conocido antes.
En los últimos tres meses, cada día, de lunes a viernes, un taxi se detiene a las cuatro menos cuarto de la tarde frente a la puerta de su casa en la calle Noboa Caamaño, en Quito. Leslie McTyre, de setenta años, está pendiente de la llegada del vehículo. Debe acudir a la cita con su lucha actual, el cáncer que, dice, no está separado del cáncer del mundo. Se ha despertado tarde, pasadas las nueve de la mañana —por los efectos de la quimioterapia—, ha comido “bien: vegetales, pescado, especias con poderes curativos”. Su perro Tony, un labrador, lo acompaña. Su esposa está en Washington, trabajando.
—Tras tantas experiencias, ¿cómo ve hoy su vida?
—Muy corta, hay mucho más que hacer.