
Por Fausto Segovia Baus
Los tiempos han cambiado. Y el lenguaje es el escenario donde se encuentran nuevas modalidades en el decir, hablar y escribir. Basta leer los mensajes por chat que recibimos: llenos de abreviaturas —por supuesta falta de tiempo—, faltas de ortografía y sintaxis. Y también el uso indiscriminado de los/las, en nombre del lenguaje inclusivo, preconizado por feministas radicales, cuyo mal ejemplo comenzó en la Constitución de 2008, que suma errores y horrores jurídicos y lingüísticos, a los que se unen algunos vocablos del habla común como miembro y miembra, vosotros y vosotras, ciudadanos y ciudadanas, valores y valoras, todos y todas, ellos y ellas, jóvenes y jóvenas. Y el mal uso de la @ —para incluir masculino y femenino—, entre otros barbarismos.
El lenguaje forma parte esencial de la cultura; es un “ser” vivo, que trasciende las ideologías y las rigideces de quienes gobiernan el idioma —las Academias de la Lengua— dominadas por los puristas, varones casi todos y ancianos por añadidura. Todo esto es cierto.
No estoy en contra de la evolución necesaria de nuestro maravilloso idioma —el español—, que goza de buena salud y es uno de los tres idiomas más hablados en el mundo. Las tendencias, los cambios razonados y razonables deben ser admitidos, porque forman parte de la evolución de la cultura, cuyo corazón es, efectivamente, el lenguaje, que está dotado de signos, significados y significantes explicados con tanta rotundidad por Charles Sanders Peirce, Ferdinand de Saussure y Umberto Eco.
Pero de ahí a imponer a la colectividad —a través de normas— mediante modalidades no construidas por la gente sino por grupos pequeños, muy respetables, vocablos que rompen no solo con la estética sino con la lógica hay una gran distancia.
En el Ecuador hay numerosos libros publicados con fallas de este tipo, donde la cuestión de género, que debe ser tratada con altura y argumentación, ha caído en algo poco apetecible: la mediocridad. Y no solo es cuestión de las mujeres radicales, sino de hombres prevalidos de una supuesta “actualización” que destruyen este asombroso idioma.
Hace años tuve una experiencia divertida. Fui invitado a la Alianza Francesa, en Quito, a participar en un foro sobre literatura infantil. Ante un auditorio completo —de mayoría femenina—, la mesa directiva estuvo integrada por autoras y yo el único autor. El diálogo fue interesante. Cuando me tocó intervenir me dirigí al público presente. Dije: “Señores miembros de la mesa directiva…”. Al punto una persona dijo en voz alta: “Protesto. Debe decir miembras de la mesa directiva. Es más: cuando hay mayoría de mujeres y un hombre, como en este caso, todas son mujeres”. La risa fue general.
En suma, el lenguaje inclusivo es positivo, pero no exageremos. Lo digo como editor profesional, que trabajo en contacto diario con escritores, hombres y mujeres, que leen, escriben y se reinventan día a día.
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