
Esta vez, espero sepan disculpar, empezaremos con una obviedad. Si andan de paso por estas líneas es porque son lectores, sin importar si están leyendo en papel, en una computadora o cualquier otra interfaz, como puede ser una hoja o cualquier pantalla. Es decir, los lectores (de nuevo otra de Perogrullo) no solo leen libros, ni únicamente en papel o exclusivamente signos que representan palabras. Y eso no es nada nuevo.
Leer —nos ha dicho el autor de Una historia de la lectura, Alberto Manguel— es en esencia un ejercicio de interpretación, enmarcado en una cultura y que se da a través de los sentidos.
Así, por ejemplo, se leen signos que representan lenguaje, ideas, cosas, pero también música, señales de tránsito, gestos que con o sin querer dicen algo, un rostro, alguna mirada, el ánimo ajeno en función de la postura de un cuerpo; leemos, además, imágenes, pinturas, vitrales de iglesias, esculturas, silencios y espacios en blanco (qué importante saber leer ausencias), diagramas y estadísticas, símbolos matemáticos, lenguajes de programación, el estado del clima a través de las nubes y el cielo, y así.
Para leer con los dedos está el sistema braille que utilizan los ciegos, y con el tacto también es posible leer la calidez o la verdad de un abrazo. Los pódcast y los audiolibros se hicieron para leer con el oído, y hasta el día de hoy no hay mejores medios para compartir significados a través del gusto y el olfato que la comida y fragancias naturales o artificiales, como en el caso de los perfumes.
Es decir que si leer —como dicen Manguel y otros tantos— es interpretar signos por medio de los sentidos, ni siquiera en los tiempos anteriores a la imprenta de Gutenberg se leía solo con la vista (el sentido más utilizado, no solo para la lectura) ni del alfabeto basado en sonidos.

Una vez instauradas las artes de impresión y de diseño, la lectura alfabética se combinó mejor que nunca con el tacto mediante las diferentes formas, texturas e incluso el peso que tiene ese objeto llamado libro, representaciones gráficas varias (digamos fotos, ilustraciones, esquemas, infografías, curvas analíticas y esas cosas), y hay románticos que incluso hablan del olor de los libros viejos.
Un aroma descrito como cercano a la madera y la vainilla, que resulta de la descomposición del papel y, además, es responsable de las hojas amarillentas. A uno de los principales compuestos causantes de ese olor y esos tonos la ciencia ha llamado lignina.
¿Amor por los textos o por los libros?
Trataré de explicar este asunto con un ejemplo propio. En el único librero de mi casa, que tiene capacidad para unos 250 libros, tengo unos veinte títulos que han resistido a no sé cuántos viajes y mudanzas quizá por más de diez o doce años y, aunque he aprendido a separarme de otros y a dejar espacio para que lleguen nuevos, no he sido capaz de permitir que esos pocos libros pasen a otras manos. No se trata de ediciones raras ni son regalos de alguien en particular, tampoco tienen escrita una dedicatoria. Entonces por qué ese apego especial, si no cariño, a esos libros.
Lo he pensado y, más allá de la admiración por el trabajo de algunas personas que escriben, se trata de un asunto en el que intervienen la memoria emocional y el tacto, y este último, sabemos, es posiblemente el sentido mediante el que mejor expresamos cariño. Porque, aunque es cierto que los autores no escriben libros, sino textos, qué pasa del otro lado: ¿los lectores leemos textos o libros?
Si aceptamos que la lectura es una experiencia sensorial, no sometida exclusivamente a la vista ni al alfabeto, la respuesta obvia es la segunda. Y el resto no es difícil de explicar a través de la conexión entre experiencias, de qué tan bien logra conectar la experiencia que encuentra una persona en un momento específico de su vida, con las experiencias propias e ideas y las heredadas de otras narrativas, cuando lee.
Si el vínculo es fuerte, encontrarse de vez en cuando con algún libro (quizá solo verlo) es algo parecido a pasar por una casa donde se vivieron momentos alegres / tristes / aberrantes / fantásticos / cursis/ eróticos / épicos… de una vida, encontrarse casualmente con una vieja amiga o ver una foto antigua. Y como a las palabras les falta tacto o, mejor dicho, por más que hayamos aprendido a materializarlas a través de la escritura alfabética, no tenemos manera de tocarlas, nos aferramos a lo que sí podemos, al objeto: el libro.
Ahí reside buena parte de la magia sobre la que se sustenta la industria y los emprendimientos editoriales, que junto a las librerías, las bibliotecas, los lectores y autores han hecho posibles estructuras culturales, la otra parte está en embellecer esos objetos mediante formas, texturas y diseños (para hacerlos más queribles todavía) y la otra (hay varias, claro) en el marketing, las relaciones públicas, la publicidad y los medios de comunicación que ayudan a vender más copias a los autores y editoriales.
Para los “amantes” de esos objetos culturales hay una palabra: bibliófilos; para los “amantes” de la lectura me gusta otra definición más modesta: lectores. Y después de siglos de cultura impresa y de grandes autores y autoras y de estructuras comerciales, publicitarias y culturales, el libro pasó a ser casi un objeto de culto, algo para coleccionar, preservar, incluso exhibir (si no, miren los fondos con estanterías llenas de libros en Zoom o cualquier otra plataforma de videollamadas y los libros que, aunque no sepamos si se leen, se presumen en las redes digitales), además del más potente símbolo de la cultura y el conocimiento humano, como escribió en Oralidad y escritura Walter J. Ong.
Ese símbolo, que ya es símbolo de otras tantas cosas incluidos mitos religiosos y fundacionales, pasó a ser también de la lectura. Por eso, no es raro que aun en las décadas recientes, cuando la cultura impresa convive cada vez más apretada con la cultura digital y las narrativas multimedia, hipermedia, transmedia y todos los media que quieran, todavía hay quienes relacionan el acto de leer no estrictamente con textos u otras experiencias de interpretación sensorial o formatos de lectura (las revistas, los periódicos y los cómics, por ejemplo, también contienen potenciales lecturas), sino únicamente con libros, y no de cualquier tipo, sino impresos.
Ya, pero qué pasa con los otros sentidos, seguramente alguien dirá a estas alturas, escuchar un pódcast o ver un video no es exactamente a lo que nos referimos cuando hablamos de lectura. Y es cierto. La interpretación de signos textuales requiere otro nivel de implicación cognitiva y tiene otros puntos a favor, como que tanto la lectura alfabética como esa voz interior que llamamos pensamiento están hechas de palabras: por eso, leer un texto deja menos espacio a la interpretación que leer una imagen.
Pero también es cierto que todas las narrativas son esencialmente textos, en un sentido semiótico, que se activan no en los signos (textos, sonidos, imágenes…), ni en ningún formato, objeto o tecnología, como dice la experta en narrativas transmedia Marie-Laure Ryan, sino a nivel cognitivo. Más claro: las narrativas, es decir, los textos, ocurren en la mente de las personas, no en los signos o las cosas.
Cuánto y qué leemos
A los antiguos griegos se les responsabiliza de la creación del alfabeto basado en sonidos, y es conocido que a Sócrates y su discípulo Platón la escritura no les parecía el mejor medio para compartir sabiduría, como sí la oralidad. Desde entonces, si no antes, existen dos cosas que no han cambiado cada vez que surge alguna tecnología en comunicación: la reticencia o tono apocalíptico sobre sus posibles efectos y la creencia infundada de que esa tecnología anulará a su anterior.
Lo mismo ha pasado con los hábitos de lectura, incluso tal vez con más intensidad en los últimos tiempos debido al impacto de las tecnologías informáticas, la cultura digital y otras tecnologías menos recientes, como la radio y la televisión. A finales del siglo XX, cuando entre los medios reinaba la televisión e Internet era un susurro de lo que es hoy, un estudio realizado por el matemático y escritor británico Keith Devlin contribuyó especialmente a esa tendencia.
Era el año 2000 cuando Devlin alertó al mundo sobre lo que él llamó “la muerte del párrafo” o la tendencia de una generación “cognitivamente incapaz de adquirir de forma eficiente información leyendo un párrafo”. Tal afirmación se sustentó en una encuesta hecha a diez mil universitarios de dieciocho a veinticinco años, en California, Estados Unidos, de los cuales 17 % de los hombres y 35 % de las mujeres aceptaron sentirse incapaces de aprender mediante lecturas, al contrario de lo que ocurría con estudiantes mayores de 35 años, para quienes la lectura era la principal fuente de conocimiento en porcentajes mayores.
Conclusión social: los jóvenes ya no leen y no solo eso, sino que, por influencia de las tecnologías más recientes, están perdiendo la capacidad de hacer lecturas más extensas que los fragmentos, líneas o textos breves que encuentran en otros medios.
Con el tiempo los planes para incentivar los hábitos de lectura han reconocido conceptos más amplios y han incluido, aunque tangencialmente, medios sonoros, audiovisuales y digitales. En el Ecuador, sin embargo, aún es común encontrarse con ese supuesto (y tristemente repetido) índice mediante el que se asume que cada ecuatoriano lee un promedio de medio libro al año, un dato que, aunque no consta en los informes publicados desde 2012 por el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe, suele atribuirse a las mencionadas publicaciones.
Cifras más certeras, pese a estar ceñidas solo a zonas urbanas (cinco ciudades) y a personas mayores de dieciséis años, se encuentran en la encuesta del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) publicada en 2012: siete de cada diez ecuatorianos tiene el hábito de leer, 50,3 % de los ecuatorianos lee entre una y dos horas por semana, 13,5 % entre tres y cuatro horas, los formatos de lectura más populares en ese entonces eran los periódicos (31 %), seguidos de libros (28 %), revistas (7 %) e Internet o medios magnéticos (6 %), entre otros datos.
Para actualizar esas cifras el Ministerio de Cultura y Patrimonio trabaja en la primera Encuesta nacional de hábitos lectores, prácticas y consumos culturales que, aunque postergada por la pandemia, se ejecutó a partir de septiembre de 2021 en veintitrés provincias, según información entregada por esa institución. La publicación de resultados, a decir de la directora de Fortalecimiento de Capacidades Culturales, Susana Palacios, está prevista antes de que termine el primer semestre de 2022.

Para tener una idea de cómo va la tendencia con el formato más tradicional (de los tradicionales), pregunté en las librerías Española, Mr. Books y Librimundi, de Quito. El personal de esas cadenas está de acuerdo en que la pandemia tuvo un efecto negativo en los primeros meses, sin embargo, las cosas han mejorado.
La gerente comercial de Española, Ana Fernández, aseguró vía correo electrónico que en cada librería reciben unos 1200 visitantes por mes y venden unos trescientos libros por semana. Y en Mr. Books y Librimundi, aunque prefieren no hacer públicas ese tipo de aproximaciones, el personal que trabaja de cara al público coincide, con el personal de librería Española, en que la literatura juvenil e infantil han tenido un despunte en el mismo período.
Similar situación ocurre en una de las tiendas de libros usados más antiguas de Quito, la librería Luz, que funciona desde hace más de sesenta años en el Centro Histórico, según cuenta la heredera y actual propietaria Patricia Cali. Previo al virus, sigue Patricia, “mis clientes eran más que nada adultos y gente mayor que compraba literatura clásica (universal) y latinoamericana (particularmente del boom)”, y significaban más o menos el 70 % de sus ventas, “seguidos de un público que compraba literatura juvenil y para niños”.
No obstante, la pandemia puso esos números de cabeza: “al público mayor ya casi no se le ve, y ahora los libros para jóvenes y para niños representan 70 % y los clásicos aproximadamente el 30 % de lo que se vende”.
La venta de enciclopedias y libros de consulta escolar y para colegios ha decaído drásticamente “gracias” a Internet, también reconoce la propietaria, pero, a diferencia de otras personas que se asustan por la influencia de las nuevas tecnologías, Patricia tiene claro por dónde van las cosas: “Ahora primero se estrena la película o la serie en Netflix (o en cualquier otra plataforma) y enseguida los chicos, que se enteran por las redes sociales (cuando las tendencias no empiezan por ahí), no quieren quedarse solo en eso, sino que quieren ir más allá y compran el libro”. Una vez que se acostumbren a la lectura —termina—, “es más probable que empiecen a leer los clásicos y otro tipo de literatura”.