Por Huilo Ruales.
Ilustración: Miguel Andrade.
Edición 449 – octubre 2019.
La línea 72, como siempre, tiene asientos vacíos. Me coloco al fondo, en el lado de la ventana y retomo la lectura de El frío de Bernard. Ni siquiera alcanzo a leer la primera palabra cuando me brota una atractiva idea para mi novela de la que no tengo nada claro, salvo el título: Naftalina. Pero, apenas estoy tratando de sopesarla, me brota una segunda idea aún mejor y casi al mismo tiempo otra, de tal forma que en menos de un minuto tengo tres ideas formidables. Intento anotarlas en mi teléfono, pero, casi como siempre, lo tengo descargado. Escarbo en la mochila en busca de un lapicero y no encuentro ninguno. Más bien me asaltan dos ideas nuevas, pegadas como siamesas aunque distintas, y cada cual más brillante. Tengo ya cinco ideas prodigiosas que me brincan como espléndidos pájaros sueltos, que si no las atrapo por escrito pueden, de una en una o en bandada, desaparecer. De pronto, aterriza una sexta idea, tan extraordinaria que con su peso espanta a las otras, algo así como si un cuervo se hubiese posado en medio de cinco golondrinas. La sola cosa que se me ocurre para que no se me escape ninguna es cerrar los ojos y separarme del mundo y respirar hondo sintiendo el corazón, mientras las recorro, acariciándolas, cuidando de que ninguna se percate de su esplendorosa idea vecina, ni, digamos, de mi presencia. Pero, como temía, me brota una séptima idea realmente portentosa, como un águila arpía. Ante su estrepitoso arribo, todas las otras se alborotan, por poco se desbandan. Bastaría con ella, me digo, para iluminar el fangoso horizonte del que adolece mi incipiente novela.
Es un frenazo del bus acompañado de un súbito grito de los pasajeros, que provoca la estampida general de mis ideas, que ya serían totalmente mías si hubiera tenido con qué anotarlas. En mi cabeza nada más queda un revoltijo de plumas y un ambiente de casa expoliada. Las aburridas campanas de Notre Dame dan los nueve tañidos mañaneros. Estoy a punto de atrasarme a la legumbrería donde trabajo, sin embargo, no desciendo del bus. Distiendo mi cuerpo hasta desparramarlo holgadamente en el asiento. Respiro, conforme lo dispone la sofrología, y con los ojos cerrados me dedico a rastrear en los nichos de mi memoria, en pos de recuperar al menos un par de ideas geniales.
Desciendo en el Pont de Mirabeau y sin prisa, como si estuviese más bien de regreso, me echo a caminar mirando el planeo de las gaviotas sobre las cúpulas, las arcadas, los bateaux-mouches deslizándose desde hace más de un siglo por el Sena. Desde este puente, Paul Celán se lanzó aquella distante tarde en la que junto a su hijo debía ir al teatro, donde les esperaba Godot. Recordando a medias su poema Leche negra, me encamino hacia mi buhardilla sintiendo el regocijo de haberme liberado del maldito trabajo, el mandil azul, el bigote angora del turco que me empleaba. Es un gran día, de todas maneras, y vale la pena caminar sollozando entre el tumulto. Conforme camino crece en mí el inmenso alivio de Sísifo, liberado ya de la maldita piedra: abdicar sin esfuerzo a la literatura. La inusitada invasión de ideas geniales, a la final, no había sido sino un simple destello pirotécnico que preludiaba, que casi festejaba, esa renuncia. Subo calmadamente los doscientos escalones. Abro la puerta de la buhardilla, tiro la mochila en el camastro y doy los cuatro pasos que me separan de la ventana. La abro de par en par con el sosegado anhelo de desplegar las alas y lanzarme al cielo, sobre las techumbres de París. Un gorjeo me desvía la vista: sacudiéndose en la cornisa, izada en una pata y al mismo tiempo ovillada como si tuviera miedo o frío, está allí, esperándome, la pichona primera idea con la que había empezado este, mi último día.