Entrevistamos a Laura Restrepo a propósito del lanzamiento en el Ecuador de Hot Sur, su última novela, un trepidante viaje por las entrañas de la inmigración latinoamericana a Estados Unidos.
Por María Fernanda Ampuero
A Laura Restrepo (Bogotá, 1950), política, periodista, activista y escritora, la conocimos con Delirio, esa novela, ganadora del Premio Alfaguara 2004, que conjugaba —¿debería decir conjuraba?— el realismo mágico de su famoso compatriota Gabriel García Márquez con el descarnado género sicaresco que trabaja como ninguno ese brillantísimo colombiano llamado Fernando Vallejo.
El riesgoso experimento frankesteniano de Laura Restrepo, el de unir la fantasía voladora de Cien años de soledad con la visceralidad callejera de La virgen de los sicarios, trajo polémica. La criatura, como era de esperarse, salió híbrida, fronteriza, revuelta. Delirio es una novela que ha fascinado y ha decepcionado a partes iguales, pero lo que nadie le ha podido negar es su carácter innovador, los personajes tan bien dibujados y la increíble destreza de Restrepo con el lenguaje.
Esas tres características no le faltan a Hot Sur, la última novela de la autora, que se mete en el mundo de la inmigración latinoamericana a Estados Unidos de la mano de tres mujeres colombianas y sus cruces viales con decenas de personajes de todo el mundo, en esa Babel incierta, jodida y afilada que es Estados Unidos.
El libro, definido por su autora como “un estallido de libertad, de irreverencia; de pitorreo ante la represión; de alegría colectiva y humor grueso, de fiera reivindicación de lo que los mexicanos llaman raza”, se centra en Paz, hija de emigrante que se convierte en emigrante, y a la que la vida no le da ninguna —ni una— tregua.
La felicidad, parece decir Restrepo, es un fruto esquivo para los que desafían las fronteras. Sin embargo, no todo es dolor: a veces el amor y el perdón —no es casual que la frase de Walter Benjamin “la narrativa es el lenguaje del perdón” vertebre la historia— redime hasta a los seres —migrantes o nativos, da igual— más desconsolados.
En Hot Sur el duelo, el amor, la libertad, el sexo, la locura, la literatura, el miedo también son territorios cuyas fronteras se entrecruzan y tienen el don de convertirnos a todos en compatriotas.
Conversamos vía correo electrónico con Laura Restrepo a propósito del lanzamiento en el Ecuador de Hot Sur.
—Una de las cosas que más me ha llamado la atención del libro es esta especie de melting pot de “españoles”, es decir, de términos castellanos de diferentes regiones y países. ¿Hay una intención detrás de esa mezcla, de ese batiburrillo de palabras del mundo hispano en la que, al estar todas, no está ninguna? ¿Es el lenguaje en su novela, mixto, transfronterizo, spanglish, una representación de ese Estados Unidos latino, donde da lo mismo de dónde seas y donde se crea una fanesca de procedencias, acentos, nacionalidades, guisos y bailes bajo la etiqueta de hispanic?
—Andaba buscando una novela con trama sólida, una aventura que atrapara y aun que espeluznara, pero que al mismo tiempo fuera eso que dices, un melting pot. Solo que de varias cosas. Entre ellas, de españoles, sí; le metí personajes de varias partes del continente. Pero también de español e inglés que, en realidad, se mezclan desde el propio título, Hot Sur. Me gustaba la idea de cruzar la raya en más de un sentido, borrando distancias entre la cultura supuestamente alta, la baja y la directamente rastrera. Y, además, cruzar con libertad la raya en términos de frontera; hay, por ejemplo, en la novela, un personaje indocumentado, latino, que ha entrado y salido y vuelto a entrar a Estados Unidos la friolera de 17 veces. Y, ojo, que no es inventado, que lo tomé de la vida real. Yo quería encontrar un terreno donde la transgresión fuera aventura. Mostrar las vidas de migrantes e indocumentados ya no solo como drama humanitario, sino también como desafío, como acto fundacional, como reto a la autoridad y burla al racismo, como decisión de tomar la vida por las riendas y salir a alcanzarla donde quiera que se encuentre. Y al diablo quien se oponga o se cruce por delante. Eso quise hacer.
—Por seguir con el lenguaje, ¿cómo fue su proceso de decisión sobre en qué español escribiría cuando hablaran los estadounidenses? Muchas veces, cuando los autores hispanos hacen hablar a sus personajes gringos, usan un español como el de los doblajes, un español neutro (si es que tal cosa es posible) y usted, en cambio, ha decidido que sus anglosajones hablen como latinoamericanos.
—Resultó imposible no hacerlo así. Y es que, al fin y al cabo, por mucho que sientas a tus personajes, en últimas ellos no son más que lenguaje; están hechos de palabras. Y si ellos no tienen tono, si no hablan con ritmo, pues no son nadie, se te deshacen en la página. Un español supuestamente neutro te da como resultado un personaje neutro, sin cara, o doblado, como bien dices. Y como tampoco era cierto que mis personajes gringos estuvieran hablando en inglés, porque eso era apenas una convención y ellos, en realidad, hablaban a través de mí, y de mi español, pues lo mejor era dejar que de una vez fueran soltando sus buenas parrafadas en latinoamericano. ¿Y es que quiénes son tus personajes, si no tú misma? Además, como decíamos atrás, se trataba de brincarse barreras, de desoír categorías. Dejar que el relato corriera sin enredarse en convencionalismos.
—En Hot Sur hay un tema recurrente con la limpieza (o la ausencia de ella). Los latinoamericanos tenemos la idea de que el estadounidense es obsesivo con que todo esté impoluto, con los productos desodorizantes y antibacteriales, ¿esta constante de la limpieza, en el libro y en la sociedad del norte, es tal vez una metáfora de la obsesión por evitar la mezcla racial, las culturas híbridas y mantener la limpieza étnica?
—Es cierto, la dicotomía limpio-sucio va jugando a lo largo de las 700 páginas como hilo conductor. Me interesaban sobre todo las resonancias éticas que tiene, porque como dice en la novela María Paz, la protagonista, lo que para alguno es pulcro y aceptable, para el de junto es asqueroso e inadmisible, y viceversa. Se abre ahí un campo de versiones cruzadas o evaluaciones encontradas, en terrenos muy íntimos, muy personales e inocultables, que me resultaba revelador en una novela cuyo tema de fondo es la convivencia de gentes distintas en un territorio común. Y desde luego, al traer enredada la cuestión ética, la dicotomía limpio-sucio arrastra también fuertes connotaciones raciales.
—Continuando con lo anterior, es interesante la figura que usted usa en Hot Sur de que Estados Unidos flota en gigantescos ríos subterráneos de caca, pero, por otro lado, el mundo entero también flota sobre ese río. ¿O es que ellos, al estar obsesionados con ocultarlo, con negarlo, lo hacen más evidente?
—Esos ríos de caca se llaman capitalismo y lo acompañan por doquier. Cuanto más se extiende el capitalismo, más se alborotan las aguas negras de su mal río. Eso sonará a cliché, pero así es: el río de caca se llama egoísmo, frivolidad, consumismo, destrucción del planeta, desconocimiento del otro, irrespeto frente a los demás y a sí mismo, competitividad a ultranza, ausencia de solidaridad, exceso de soledad, falta de visión y de futuro.
—En su libro recrea una cárcel, la frontera dentro de la frontera, y cómo vive allí dentro alguien que ha emigrado a ese país. A más de ese símbolo tan poderoso de las rejas para representar la situación del indocumentado, me llamó la atención el detalle con el que se describe Manninpox, la prisión donde recluyen a su protagonista. Son tan realistas esas pequeñas rajas en los muros por los que las presas sueñan con su libertad, esos odios entre clanes, esos placeres, esos horrores. ¿Cómo se documentó para describir de una manera tan intensa la vida dentro de una cárcel estadounidense de mujeres?
—Hubo de por medio mucha lectura y mucho grabado de Piranesi, mucho documental, entrevista e investigación. Pero sobre todo, muchos amigos presos a lo largo de los años. Mi primer libro, hace ya un montón de años, se lo dediqué a alguien que estuvo fieramente preso, el Turco Fayad, por quien sentí una estima enorme. Y esta última novela, Hot sur, va dedicada a Javier, un colombiano condenado a 30 años en una prisión norteamericana. A Javier no lo conozco personalmente, jamás lo he visto salvo en foto, ya andaba él enrejado cuando supe de su existencia y empezamos una correspondencia que se ha mantenido a lo largo de 20 años. Lo mejor que yo puedo saber o comprender sobre latinos en cárceles gringas, desde luego, se lo debo a él.
—Un apunte más sobre la cárcel, ¿Manninpox podría ser una metáfora de Estados Unidos para el indocumentado?
—No por nada ese es el país con la población carcelaria más monstruosamente desproporcionada del planeta. Compuesta en su inmensa mayoría por negros y latinos, desde luego. Hasta encontré revistas publicitarias que se dedican a promocionar mercancía para prisiones, como quien dice un Good House Keeping, pero donde los artículos para la venta son rejas de seguridad, cámaras de vigilancia, catering, uniformes: lo que se le ocurra. El sistema carcelario se ha convertido en un multimillonario negocio privado y las celdas deben mantenerse llenas para que florezcan las ganancias.
—¿Su propia condición fronteriza (tengo entendido que vive entre Latinoamérica y Estados Unidos) en qué la ha cambiado/despertado/impulsado como persona y como narradora? ¿Esta novela es resultado de esa experiencia?
—Seguramente. Desde niña no hago sino dar vueltas y vivir en cuanto sitio, porque mi padre era muy pata de perro, un viajero empedernido. Y yo le salí igual. De pequeño, mi hijo Pedro pegó un cartel en letras grandes en la puerta de su cuarto, como para irme advirtiendo: “Yo no quiero irme a ninguna parte”. Sabía bien que su mamá no tiene armario, sino maleta. Y es que a mí medio me dicen camine y ahí voy. Además, vivimos épocas transnacionales y de disolución de las naciones, ¡qué caramba!, ya ni en el fútbol se lleva la camiseta patria.
—Me gustó mucho la diferencia que hace entre “llegar” y “entrar”, ¿cómo ve actualmente el proceso de adaptación (por llamarlo de alguna manera) que debe vivir un inmigrante en Estados Unidos? Tengo entendido que hay propuestas de ley para facilitar las cosas a los indocumentados, ¿tiene esperanzas frente a estos movimientos como el de Los Dreamers? ¿Cree que las cosas serán más fáciles para las generaciones futuras de inmigrantes?
—Para quienes persigan un sueño las cosas siempre serán rudas, pero también abiertas y reveladoras. Y ha llegado la hora en que las dificultades las sufren los locales por igual: los que hasta hace unos años se sentían a salvo en el arraigo del llamado desarrollo. Pero hoy día el porvenir no está garantizado para nadie. La buena estrella de nosotros, los tercermundistas, consiste que desde siempre hemos sido hábiles para sobrevivir en el camino, en el desarraigo, multitudinariamente, sabiendo que el sedentarismo es apenas espejismo. Ahí tienes la imagen para mí más clara de los tiempos actuales y venideros: una minoría bregando a protegerse en sus ciudades amuralladas y una muchedumbre andante que no se arredra ante muros o fronteras. En Hot Sur quise que esta última fuera la verdadera protagonista, la que tiene la historia en sus manos.
—Esta novela tiene un lenguaje tan absolutamente latinoamericano que me surge una duda: ¿cómo sería una traducción de esta novela al inglés? Qué trabajo más titánico, ¿la haría usted misma?
—La está haciendo ya mi amigo el novelista Ernesto Mestre y, según me dice, va adelantado. Ernesto es un cubano-niuyorquino totalmente bilingüe y, además, es excelente escritor, así que esa traducción promete.
—Dicen que todo autor tiene un lector ideal, ¿quién, cómo sería el suyo?
—A mi lector ideal me lo topo de vez en cuando por la calle. Lo reconozco enseguida, aunque cambie de cara y de edad. A veces es hombre, a veces mujer. Aunque nunca antes nos hayamos visto, el encuentro es sorprendentemente cálido, como entre amigos cercanos. Enseguida se nota que compartimos una pasión, que podemos hablar de tal o cual historia narrada como si la hubiéramos vivido en carne propia. Y pegamos la hebra, porque nos nace conversar de lo que les sucede a los personajes como si se tratara de chismes de familia, y de los propios personajes como si fueran primos en común.