Por Daniela Merino Traversari
Fotos: Exhibición La huella invertida / Museo de la Ciudad
¿Qué sería de una ciudad sin documentalistas? Seríamos una ciudad sin tiempo ni memoria. Sin origen ni antepasados. Seríamos una ciudad que flota sobre la historia, que no se atreve a sumergirse en ella. Un fotógrafo es un documentalista por excelencia, aunque quizá no se percate de ello. Su trabajo implica encapsular al tiempo. Su pasión consiste en la colección de momentos, de segundos irrepetibles en el compendio del espacio-tiempo en el que nos desenvolvemos como humanos. El fotógrafo atrapa miradas y las congela para la posteridad. Busca la similitud y la diferencia. Busca y guarda. Busca entre las capas de la realidad con la herramienta de la luz, la lente y el tiempo.
Considerando que cada disparo fotográfico tiene una duración promedio de 1/125 de segundo, la obra memorable de un fotógrafo —de un gran fotógrafo— a lo largo de su vida no superará los dos segundos, dice William Klein, fotógrafo neoyorquino. Paradójicamente, esos pocos segundos son suficientes para echar un buen vistazo hacia la historia, hacia un espacio de tiempo que, de no ser capturado por el lente de una cámara, se habría perdido, diluyéndose en una dimensión cósmica desconocida, para siempre irrecuperable.
Por fortuna, los documentalistas existen —aunque no siempre existieron, no antes de finales del siglo XIX— y en la capital del Ecuador tenemos el legado de un gran documentalista de principios del siglo XX: José Domingo Laso, quien, a través de su mirada contradictoria nos ha dejado como herencia la imagen de un Quito multifacético, de habitantes diversos, de calles y edificios monumentales; es la huella gráfica de una sociedad recatada y andina que empezaba a vivir la modernidad que llegaba con el ferrocarril, y que aspiraba con timidez los inicios de la Revolución liberal y el crecimiento urbano, pero, sobre todo, su inconsistencia social.
Las postales coloreadas
En un momento histórico de tantos cambios, como fue el mencionado inicio del siglo XX, documentar la realidad se había convertido en una necesidad insoslayable. La pintura de caballete ya no podía competir con el reflejo directo del mundo que se plasmaba sobre una placa de vidrio. Por ello, la fotografía triunfaba como la manera más acertada para atrapar la realidad, era la herramienta perfecta para capturar “la verdad”. Mostrar a sus mismos protagonistas la imagen de una ciudad en transición parecía una tarea impostergable para no perder la memoria en la vorágine de la modernidad. Para ello estaban los fotógrafos documentalistas. Ellos realizarían el trabajo de registrarlo todo, tanto para el presente como para la posteridad. El presente implicaría también darse a conocer en otros países. La posteridad implicaría la construcción de una mirada como legado histórico. Para la creación de este registro se manifestaría uno de los más destacados fotógrafos de la ciudad: José Domingo Laso.
Muchas de sus imágenes se convirtieron en postales —llegó a imprimir 300 postales diarias en su estudio de fototipia—, algunas de ellas coloreadas o iluminadas a mano. Llevadas por el correo, varias de ellas dieron la vuelta al mundo; otras aparecieron publicadas en revistas y periódicos. Así, una mirada urbana se fue gestando y desarrollando a través del ojo de este fotógrafo, quien en 1899 abrió el taller Fotografía Laso, convirtiéndose prácticamente en el fotógrafo oficial de la ciudad.
En sus comienzos el taller ofrecía la realización de las clásicas tarjetas de visita, así como retratos de la élite de la ciudad, es decir, del mundillo de los terratenientes con pujos aristocráticos, junto con las autoridades religiosas y políticas. Con dedicación y esfuerzo llegó a publicar cuatro libros en menos de dos décadas: Recuerdos de Quito; Álbum de Quito; Quito, homenaje de admiración al heroico pueblo de Guayaquil, y Monografía ilustrada de la provincia de Guayaquil.
La construcción del archivo
Como no existe la máquina del tiempo para volver al pasado y presenciar el Quito de hace un siglo, solo nos queda confiar en el material que tenemos; en este caso, las imágenes de José Domingo Laso, una serie de fotografías y postales de nuestra ciudad que François Coco Laso, bisnieto de José Domingo Laso y también fotógrafo, indagó e investigó exhaustivamente durante ocho años en el archivo de su bisabuelo. Sus móviles quizás fueron una búsqueda de identidad familiar y una afición paralela por el mundo de la fotografía. Coco encontró maravillas, verdaderas obras de arte, pues su antepasado fotografiaba a Quito como a una pequeña joya, con paciencia y devoción, con entusiasmo y veneración. El Quito de Laso aparecía siempre bello, limpio, iluminado, como un pequeño París, con gente blanca y bien vestida. Esta era la imagen que se quería enviar al mundo para contrarrestar aquella mirada extranjera que retrataba a los indígenas de manera exótica y salvaje, y que hacían ver al Ecuador como a un país fácilmente conquistable.
Durante su investigación, Coco Laso descubre que algunas de las fotografías de su bisabuelo contienen borrones, es decir que ciertos elementos han sido eliminados de la imagen. Sucedía que, para cuidar la imagen de la capital, era necesario remover a indígenas y pordioseros, seres que no debían compartir el espacio fotográfico con gente bien pues no era de buen gusto, no era chic. Aún existía una fuerte influencia de una posición eurocéntrica. Era importante delimitar la línea entre lo europeo y lo latinoamericano. Se trataba de expresar homogeneidad, no diversidad. No éramos Europa, pero queríamos serlo. Y para serlo había que eliminar a unos cuantos personajes que estaban ‘de más’, al menos en las fotografías.
Así, en una imagen suelta vemos cómo una india ha sido reemplazada por una dama pintada, vestida de blanco y con sombrero de ala ancha. Era lo que se debía ver: un Quito limpio y muy estilizado, de contornos monumentales, un Quito impecable, desprovisto de seres que contaminaran el paisaje. Son imágenes que buscan reflejar a la ciudad hispánica, a la colonia que se deja colonizar y pretende vivir bajo las reglas de Europa y su modernidad.
Sin embargo, el archivo de José Domingo Laso contiene diversidad, esa diversidad que en un momento dado se intentó eliminar. Entre estas imágenes encontramos bellísimas fotografías de esos seres que no pertenecían a la aristocracia quiteña pero que también pasaban por su estudio para ser fotografiados: campesinos, barrenderos, locos y músicos, seres que posaban delante de diversos fondos, al igual que las familias más destacadas de Quito. Estas fotografías me recuerdan a los retratos sutiles y elegantes de Martín Chambi, el fotógrafo peruano que retrató a la sociedad cusqueña por la misma época que Laso. Además, hallamos otra serie de retratos, también de indígenas, que aparecen con el torso semidesnudo y la mirada triste. Una misma mirada de la desolación, abandono, desamor. Son imágenes bellísimas que nada tienen que ver con las imágenes antropológicas de aquellos fotógrafos extranjeros que recorrían América.
En un archivo de imágenes prístinas, de semblante europeo, encontrar estos retratos puede resultar contradictorio y descontextualizado. Sin embargo, no es nuevo dentro del arte latinoamericano encontrarnos de frente con esta problemática; es más, nos define dentro del discurso de nuestra identidad. Un siglo después la paradoja sigue presente y parecería ser que es parte estructural de nuestra memoria social.
En definitiva, el archivo es la pieza clave dentro de la memoria social, permite una relación directa con la historia y oficializa la mirada. El archivo de José Domingo Laso consiste, probablemente, en más de dos segundos de exposiciones fotográficas, pero nos regala una mirada clara dentro de su inherente contradicción, un Quito que sigue vivo afuerita del Museo de la Ciudad, donde se expuso la muestra La huella invertida: miradas de José Domingo Laso, desde el 2 de septiembre de 2015.