Las voces del boxeador.

Por Pablo Campaña.

Fotografía Dominique Riofrío.

Edición 430 – marzo 2018.

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La voluntad de Carlos Mina de ganar la primera medalla olímpica de boxeo del Ecuador.

El recuerdo de Carlos Mina sobre su niñez está compuesto de imágenes discon­tinuas. A los ocho años acechaba con otros niños a hombres tumbados por el alcohol en el centro de Quito. En grupo les arreba­taba chompas y zapatos, y corría en estam­pida por las calles. Dormía en la demolida terminal de buses del Cumandá, en casetas de guardias abandonadas o en turbios al­bergues. Mientras él y sus hermanos can­taban en el trolebús, su mamá se prostituía en la plaza de Santo Domingo.

A eso de los diez años —no recuerda con precisión— un novio de su madre los llevó a él y cuatro hermanos a vivir a Puer­to Quito, un pueblo del noroccidente de Pichincha donde encontró un gimnasio de boxeo. Se puso los guantes, lo vieron pelear y al cumplir los doce lo regresaron a Quito para que integrara la selección provincial. El niño lumpen abría la ruta que lo llevaría a ser el mejor boxeador olímpico del Ecuador.

En la capital, el año 2003 vivió en el gimnasio del barrio La Tola donde recibía comida y 40 dólares a cambio de entre­nar. Compartía una habitación con cinco chicos más. Mina dice que era como otro albergue, pero de boxeadores. Un orfanato de deportistas, en el que se escuchaba Vico C con dilección y en el que Carlos comen­zó a escribir rap.

Mina buscaba una oportunidad. La frágil infancia que vivió, de algún modo, le hacía sentir que en el fondo luchaba por sobrevivir y tomaba las peleas con serie­dad. A los dieciocho años ya había ganado los primeros títulos nacionales y fue con­vocado como sparring a entrenamientos de la preselección nacional.

En el año 2012 llegó al gimnasio Gua­naco, un reconocido rapero ecuatoriano, buscando boxeadores para el videoclip de una canción. Mina alzó la mano, prime­rito, pero le dijeron que era demasiado alto para aparecer en el video (mide 1,87 metros). No importa, me hago chiquito, replicó suplicante. Por su buena onda ac­tuó pero, además —siempre ambicioso—, pidió ayuda para grabar un videoclip de una canción que él había escrito titulada: “¿Quién soy?”.

Como Muhammad Ali en la legenda­ria portada de la revista Esquire (en la que está atravesado por flechas), Mina apare­ce en su video musical atado de brazos y sangrando con resignación. A sus veintiún años se retrataba a sí mismo ungido. Con­fiaba en que estaba apareciendo una leyen­da: el niño que vivía en albergues ahora hacía videos de rap, era convocado a la se­lección nacional y esperaba ir a los Juegos Olímpicos de Londres 2012.

Sin embargo, su ansiedad de triunfo se truncó. El boxeador esmeraldeño Carlos Góngora, que competía en la misma cate­goría, fue el seleccionado. Mina no se subió al avión. Se sentía el número uno, pero era el número dos. No aparecería en televisión y con rabia escribió en un papel: “Carlos Mina va a estar en las Olimpiadas de Río de Janeiro 2016”.

Comenzó a ganar con vehemencia. En el ring, Mina siempre hace retroceder a su rival. Muchas veces sus golpes se pierden en el aire y parece alocado. Pero cuando asesta un jab o un gancho a su oponente, lanza una ráfaga que paraliza a sus adver­sarios. Así ganó los Juegos Bolivarianos en 2013, dos títulos europeos el año 2015, cla­sificó a las Olimpiadas y obtuvo el quinto lugar en Río de Janeiro 2016.

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“Mi bronce vale oro, ustedes saben”.  Ante las cámaras levantó el metal y cerró los ojos para besarlo despacio. Carlos Mina o Jeanthes Space.

A su regreso sacó tiempo para escribir un rap sobre el poder que tiene cualquier niño de “proponerse ser gigante y brillar como diamante”. Es un gesto de gratitud al niño que fue y que lo sigue habitan­do. También fue un modo de cantarle a Kerryck, el hijo que tuvo ese año con la deportista Katherine Mercado.

Estar entre los mejores deportistas del Ecuador le abrió una puerta. La empresa In­taco auspició su entrenamiento durante tres meses en Las Vegas con Floyd Mayweather padre, quien ha sido entrenador de cinco campeones mundiales.

En mayo de 2017 Mina llegó al gimna­sio escoltado por la cámara de Tupac Ga­larza, un documentalista que hace un fil­me sobre su vida. A los dos días se puso los guantes para enfrentarse con un boxeador del gimnasio y la gente se agolpó alrede­dor del cuadrilátero. En el primer round el ecuatoriano lanzó golpes con agresividad, con un estilo casi callejero, cuenta Tupac. “Es un novato”, se reían los espectadores, pero los puños repetidos resentían a su ri­val. En el segundo asalto Mina siguió con arrebato hasta que su oponente decidió abandonar la pelea. Mayweather padre sonrió y le dijo con voz ronca: “Hay mucho que corregir, pero puedes ser mi próximo campeón mundial”.

Se le dice padre al entrenador para diferenciarlo de su hijo y pupilo Floyd Mayweather Jr., que por consenso ha sido considerado el mejor boxeador del mun­do en todas las categorías. El padre tam­bién entrenó a Oscar De La Hoya y a Ric­ky Hatton, entiéndase: a la élite del boxeo mundial. Bajo su tutela, Mina multiplicó en pocos meses la distancia que corría en sus entrenamientos, incrementó la veloci­dad de sus golpes y perfeccionó su despla­zamiento en el ring.

En la última semana de agosto de 2017 llegó confiado a Hamburgo para el Mun­dial de Box. Corría en el parqueadero del hotel durante las mañanas. A la tarde sal­taba la cuerda y hacia sombra. En la noche se acostaba para hablar por celular con Ke­rryck, cuenta el boxeador Carlos Quipo, su compañero de habitación.

En las dos primeras peleas Mina triun­fó mostrando el progreso técnico y la resis­tencia física que adquirió con Mayweather. La semifinal le tocaría dos días más tarde contra el tres veces campeón mundial Julio de la Cruz, en la categoría de 81 kilogra­mos. Aprovechó el descanso para que le peinaran las trenzas en una peluquería de Hamburgo, que le costó 50 euros a Carlos Quipo, quien le prestó el dinero.

La semifinal fue cerrada, pero los jueces adjudicaron el triunfo a De la Cruz. Mina trajo la medalla de bronce, la primera que el Ecuador obtiene en un campeonato mundial.

Pasó por la puerta de “salidas interna­cionales” del aeropuerto José Joaquín de Olmedo luciendo su medalla y abrazando a todos los que se querían fotografiar con él. Soltó una frase ante los periodistas que pre­paró con anterioridad: “Mi bronce vale oro, ustedes saben”. Ante las cámaras levantó el metal y cerró los ojos para besarlo despacio.

En febrero de 2017 lo vi por primera vez. Entrenaba en el gimnasio de La Tola mientras su hijo, que apenas caminaba, lo seguía con los brazos estirados. Él lo igno­ró hasta que el niño lloró; el boxeador bajó del ring y le cambió el pañal sobre el gra­derío de cemento. Lo encontré de nuevo en octubre cuando llegaba al gimnasio de Cotocollao encapuchado, con audífonos y estirando el puño —a modo de saludo— a los niños que entrenaban. Sacó de su male­ta un parlante, lo puso sobre la mesa y llenó el ambiente de rap.

En ese gimnasio lúgubre golpeó des­camisado unas llantas que pendían del te­cho. En su espalda se inscribía el relieve de sus músculos, los neumáticos se elevaban con cada golpe y volvían con fuerza con­tra él que giraba su cintura de bailarina para evitarlos.

Se preparaba para los Juegos Boliva­rianos en Colombia, pero no tenía en­trenador. Una semana antes de los jue­gos pidió a Manuel Delgado, un antiguo entrenador, que lo recibiera en un centro deportivo de alto rendimiento ubicado en el valle del Chota.

Encontró a un pro­fesor con el ánimo salsero y picante que le gusta a Carlos. Pero Delgado también fue frontal, le dijo que estaba tenso, lento y con una débil defensa. En su opinión, Mina debía recuperar su ambición.

El 27 de octubre la ministra del De­porte, posiblemente sin saber que no tenía entrenador, designó a Mina abanderado de la delegación de los 358 deportistas que viajó a Colombia. Carlos perdió en la pri­mera pelea y el diario El Telégrafo escribió: “Carlos Mina fue una decepción”.

A su regreso nos sentamos a conver­sar en la sala de su casa, mientras peinaba a su hijo Kerryck. Está consciente de que perdió por no tener un equipo. “Por eso no estuve on fire”. Un boxeador olímpico necesita que un profesional le controle la dieta, otro el balance de su mente, mien­tras el entrenador se preocupa de su capa­cidad técnica.

Mina se habla mucho a sí mismo. Sus soliloquios le permitieron sobrevivir en la calle, ganar en el ring, prepararse con el mejor entrenador del mundo y también será su voz interna la que le permitirá construir un equipo para las Olimpiadas de Tokio 2020. La única certeza es que este boxeador de veinticinco años reúne condiciones excepcionales. “Mientras tanto tengo que meterle miedo al miedo”, me dijo esa tarde, antes de irse a entrenar acompañado de Katherine a un gimnasio en Carcelén.

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