Las treinta páginas más perturbadoras jamás escritas.

Edición 453 – febrero 2020.

El anuncio de la demostración prodigiosa que se haría esa tarde alborotó la ciudad: un sabio nacido en Pisa pero avecindado en Padua presentaría un artilugio asombroso, la última creación de la inteligencia humana, que hacía que aun los objetos más alejados, ubicados a distancias enormes, se vieran cercanos, como si estuvieran al alcance de la mano. Todos los notables de la Serenísima República de Venecia —algunos convencidos, otros escépticos— se reunieron en el campanario de la catedral de San Marcos dispuestos a ser testigos de un hito deslumbrante de la ciencia o, tal vez, de un engaño y un desengaño colosales. La expectativa se desbordaba.

Era el año 1609 y, ya dejados atrás el obscurantismo y las supersticiones de la Edad Media, el siglo XVII había llegado a las ciudades italianas y flamencas con una explosión de creatividad artística y de avances científicos. El Renacimiento auguraba una larga era dorada. Y el sabio que se presentaría esa tarde de agosto con su invento desconcertante ya tenía unas credenciales sólidas como matemático, físico e ingeniero de reputación bien ganada.

Galileo Galilei, en efecto, había inventado ya un aparato para medir el pulso, al que llamó “pulsómetro”, había escrito el primer libro sobre mecánica, De Motu, y era un profesor reconocido de astronomía y arquitectura militar. En 1604, a sus cuarenta años de edad, había enunciado la ley del movimiento uniformemente acelerado, fundamental para la física moderna, y había comenzado su observación de una estrella nova, cuya aparición repentina entraba en contradicción insuperable con la teoría de la inalterabilidad de los cielos. Ya era famoso y, por cierto, polémico.

Del prodigio que exhibiría esa tarde ya había dado informaciones precisas: en mayo de ese año, 1609, había publicado un libro pequeño, de treinta páginas, Sidereus Nuncius, Mensajero Sideral, en que describía el cielo como nunca lo había visto nadie, en que a través de un instrumento maravilloso, que agranda y aproxima los objetos, la Luna no es lisa sino que tiene montañas y valles, muchas estrellas aparecen donde antes sólo había obscuridad, la Vía Láctea no es una mancha borrosa sino un conjunto interminable de minúsculos puntos luminosos y cuatro lunares brillantes giran sin cesar en torno a Júpiter. Los 550 ejemplares del libro se vendieron en muy pocos días.

Llegada la hora de la demostración, dos docenas de personas constataron, con el alma en un hilo, que utilizando el instrumento de Galileo, al que llamaba “telescopio”, la isla de Murano, ubicada a dos kilómetros y medio de San Marcos, parecía estar ahí, muy cerca, en la otra punta de la plaza. Todo un milagro. La noticia, con su revelación incomprensible, corrió de boca en boca, causando asombro y también algo de espanto. Y si bien Galileo se atribuía el invento, pronto se supo que el primer telescopio, más rústico e impreciso, había sido construido por un fabricante holandés de lentes, Hans Lippershey.

Lo que ocurrió después con Galileo es por todos conocido: su teoría de que la Tierra no es el centro del universo y, más aún, de que se mueve alrededor del Sol lo puso ante un tribunal de la Inquisición, que condenó sus afirmaciones como insensatas, absurdas y heréticas, por lo que
fue sentenciado a retractarse y, después, a pasar el resto de su vida confinado en su casa. Eso sucedió en 1633. Para entonces, su Sidereus Nuncius ya había estremecido a la ciencia y había lanzado a la Europa culta a un torbellino de debates intensos, porque su descripción del cielo visto a través del telescopio destrozaba una serie de convicciones que parecían inalterables desde siempre y hasta siempre. Fueron, tal vez, las treinta páginas más perturbadoras jamás escritas. Galileo murió en 1642.

MUndo

Sidereus Nuncius (conocido igualmente como Mensajero Sideral) es un tratado corto escrito en latín por Galileo Galilei. Es el primer tratado científico basado en observaciones astronómicas realizadas con un telescopio.

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