Por Diego Pérez Ordóñez.
Ilustración Tito Martínez.
Edición 432 – mayo 2018.
“Llamamos chocolate a una clase de pastel preparado con distintos ingredientes cuya base es el grano del cacao… El sabor agradable y el aroma sublime del chocolate lo han convertido en un alimento y en una bebida muy deseados”. Denis Diderot (1713-1784) en la Enciclopedia.
Con la excepción discutible del vino, tal vez no haya ningún producto más telúrico, más ligado a la tierra, a sus sabores, a sus texturas y a sus perfumes como el chocolate. Quizá no haya ningún producto que haya surcado exitosamente más océanos, que haya saltado con más entusiasmo de continente a continente y a través de las culturas, que haya generado tantas combinaciones y recetas, tantas fórmulas y gustos, como el chocolate. Es difícil, también, encontrar una delicia tan unánime: dicen que a nueve de cada diez personas les gusta el chocolate y que la décima miente. El chocolate, en casi cualquier sitio, arranca aplausos, comentarios y encomios.
Es que el chocolate, para suerte de todos, no conoce ni de política ni de fronteras. Es atemporal y arcaico. Desde las viejas y coloniales haciendas cacaoteras de las llanuras venezolanas de Barlovento —nombre, de paso, de evocaciones marinas y ventosas— y sus granos con dejillos de caramelo y alajú, hasta las tierras generosas en aluviones de la plantación de Maralumi, en Papúa Nueva Guinea, que da granos con toques tenues de plátanos y arándanos. O quizá unas tierras en Madagascar, en pleno océano Índico, asentadas sobre unas viejas frondosidades de mango, que permiten producir artesanalmente chocolates únicos y de aromas apacibles.
O mejor todavía, el cacao ecuatoriano llamado fino de aroma, materia prima de los más exquisitos chocolates del mundo, cuyos vestigios han sido recientemente encontrados en Zamora Chinchipe (se cree que tienen más de 5 000 años de antigüedad). O tal vez la historia de las familias que producen desde hace siglos, metódica y espléndidamente trabajadas, esas pepas de cacao (trufadas de albaricoque y aromas de madera) en la isla de Santo Domingo, en el mismo Caribe que sirvió de punto de encuentro a varias culturas y del que salieron, aprovecho para recordarlo, las primeras palabras americanas en los diccionarios españoles: canoa (que Antonio de Nebrija registró en 1495) tiburón, hamaca, cacique, poncho o cancha. Chocolate, como se sabe, es más bien voz náhuatl (xocoatl) hermana entera de aguacate, tomate, guacamole y chicle, por ejemplo.
Y si el chocolate naturalmente está ligado al gusto y a la lengua (en varios sentidos, como hemos visto), también ha estado atado a la razón y al pensamiento, en particular al pensamiento ilustrado. A Denis Diderot, uno de los editores de la Enciclopedia, quizá el proyecto editorial más ambicioso de todos los tiempos (veintisiete volúmenes, más de 72 mil artículos y alrededor de diecisiete mil páginas), piedra de toque del liberalismo y puente colgante entre el oscurantismo y la Ilustración, le apasionaba el chocolate a tal punto que en su entrada argumenta: “… podemos disfrutar del chocolate en cualquier hora del día, a cualquier edad, tanto en verano como en invierno…sin temor alguno a que nos siente mal” (en Breve antología de las entradas más significativas del magno proyecto de la Enciclopedia… compilado por Gonzalo Torné, pág. 135-9). Su gusto por el chocolate —y el hecho de haber incluido una entrada en la Enciclopedia— ponen de relieve el talento poliédrico de Diderot: novelista adelantado para sus tiempos, autor de opúsculos filosóficos que siguen en plena vigencia (notablemente, El sueño de D’Alembert), crítico de arte, polemista de rompe y rasga, fogoso defensor de las libertades y siempre en la vanguardia intelectual. Para muestra Diderot contribuyó con las más variopintas voces a la Enciclopedia, desde las entradas de los derechos naturales, el concepto de ciudadano, lo hermoso, el maquiavelismo, la melancolía, el sentido común y las características del periodista. Todo un influencer, este chico Diderot.
Pasemos a cosas más dulces. La cultura popular le ha achacado (al parecer, con no mucha exactitud ni veracidad) a otro hombre de letras, médico, viajero, filántropo y presidente de la Royal Society, sir Hans Sloane (1660-1753), la moderna fórmula del chocolate con leche. “Sloane fue, probablemente, el último de los coleccionistas ‘universales’, un hombre en la cúspide de la vieja tradición del gabinete de curiosidades y la nueva moda del coleccionismo científico y la clasificación metódica”, nos recuerda Philipp Blom, el historiador alemán (en El coleccionista apasionado, pág. 188). El baronet Sloane, cuyas colecciones fueron los gérmenes del Museo de Ciencias Naturales de Londres y del Museo Británico, se fascinó con las plantas de cacao de Jamaica y, como médico, empezó a tomar y a recetar chocolate mezclado con leche, al parecer. En 1750, tres años antes de la muerte de este coleccionista, un tendero del Soho llamado Nicholas Sanders empezó a vender esta fórmula que los chocolateros de Cadbury popularizaron en el siglo XIX. Esa es la leyenda urbana. Con eso en mente, James Delbourgo se asegura de poner los puntos sobre las íes: No existe corroboración para la versión de Sanders y Sloane ciertamente no inventó el chocolate con leche: las recetas en las que se mezclaba chocolate y leche datan de la última parte del siglo XVII en Francia y en Inglaterra. Sin embargo, en 1774 un tal William Bill también estaba vendiendo la ‘Leche con chocolate medicada de sir Hans Sloane’; en la primera parte del siglo XIX William, Edward y John White mercadeaban la ‘Leche con chocolate de sir Hans Sloane’ como ‘muy recomendada por varios médicos eminentes, especialmente aquellos conocidos por sir Hans Sloane’ (Collecting the World. The Life a Curiosity of Hans Sloane, pág. 199-200. Mi traducción).
Al margen de las discusiones intelectuales, por gusto y por razón, el chocolate, en cualquiera de sus presentaciones o condiciones, desde los más dulces hasta los más amargos, es generador de unanimidades, creador de ligas y coaliciones.